Jackie Brown: Tarantino y la antítesis
Mi padre me ha contado muchas veces que cuando se fue a la mili, principios de los setenta, estaban estrenando una película de Ramón Fernández, protagonizada por Alfredo Landa y titulada No desearás al vecino del quinto.
Aquella película, fácil de olvidar excepto para aquellos empeñados en reivindicar cualquier cosa, todavía seguía en cartel cuando terminó el servicio militar, cuando todavía había sesiones dobles que, curiosamente, fue algo que Quentin Tarantino y Robert Rodríguez intentaron reivindicar, quizá no con el éxito esperado en 2007 con Grindhouse (Death Proof y Planet Terror).
No obstante, no estamos aquí para hablar de este proyecto, sino de que en todos mis años de asiduidad a las salas de cine no recuerdo más que una película que lograra mantenerse más de un año en cartelera. Aquella película era Pulp Fiction.
No era una época de crisis de las salas de cine, había éxitos como El Señor de los Anillos, Seven o Trainspotting, también de películas españolas, como El día de la bestia y Abre los ojos. En algunos casos era incluso casi imposible conseguir entradas el fin de semana de estreno y había que esperar una o dos semanas para verlas.
Con Pulp Fiction no ocurrió eso. Tarantino había dirigido uno de los mejores debuts de la historia, Reservoir Dogs y había también figurado como guionista de películas de éxito como Amor a quemarropa, dirigida por Tony Scott o Asesinos natos, que dirigió Oliver Stone. Pero no era una estrella, sino un talentoso director y guionista más en el mundo del cine independiente que en el mainstream. Se trataba, por lo tanto, de un estreno muy esperado para los que estábamos enganchados a las revistas de cine pero no tanto para el resto del público y, sí, la gente empezó a ir a las salas, pero también he de decir que recuerdo a más gente ir a verla por segunda vez en una sala más grande y más llena. Y tampoco puede decirse que hubiera muchos asientos libre la tercera y la cuarta vez.

El boca a boca había funcionado, las expectativas de los críticos (o de buena parte de ellos) habían quedado satisfechas y Tarantino se convirtió en el centro de un remolino donde se alababan sus múltiples referencias a la cultura pop y la Nouvelle Vague, el debate sobre la violencia en el cine, la Palma de Oro en Cannes y el Oscar al mejor guion original.
Tarantino había pasado de vivir de prestado en casa de la actriz Jennifer Beals (quien figura por ello en los agradecimientos de los créditos) a convertirse en una leyenda después de sólo dos películas, cosa que ningún director de la historia del cine ha conseguido con la misma repercusión.
En fin, el tío estaba en todas las portadas, en la cresta de la ola, en la cima del Everest, y todo el mundo se preguntaba qué haría a continuación. No es que se hubiera quedado quieto, en 1995 plagió una historia de Alfred Hitchcock presenta… en la película de episodios Four Rooms y, al año siguiente, fue guionista y realizó un papel secundario en la que fue un éxito de taquilla Abierto hasta el amanecer dirigida por su infatigable amigo Robert Rodríguez.
Aparecieron amigos nuevos, otras relaciones se fueron enfriando, como la amistad que mantenía con Roger Avary que, hasta entonces, había jugado un papel clave en su cine, ya que había trabajado en los guiones de sus dos primeras películas y en el de la antes mencionada Amor a quemarropa. Aún me pregunto a veces cómo hubiera sido la carrera de Quentin en el caso de que no se hubiera roto esa alianza. Quizá volvamos a eso más adelante.
El caso es que en 1997, Quentin Tarantino estrena la que es oficialmente su tercera película como director, Jackie Brown. Y, primera sorpresa, su guion no es original sino que se trata de una adaptación del fantástico novelista Elmore Leonard. Esto hizo levantar la ceja a más de uno, dando argumentos a quienes acusaban a Quentin Tarantino de plagiarismo, a quienes consideraban “Reservoir Dogs” una adaptación no reconocida de City on Fire de Ringo Lam y Pulp Fiction como un ejercicio de estilo basado en el cine europeo, concretamente en Jean-Luc Godard.
Jackie Brown: Tarantino y la antítesis

No digo que estos argumentos carezcan de fundamento, pero mi opinión se mueve en otra dirección: algo murió dentro de Tarantino con esta película, porque fue la última vez que se movió con libertad e hizo la película que él quería sin dejarse llevar por todo aquello que vino a considerarse como su estilo o su sello y que no aparecía necesariamente en sus primeras películas.
Hay muchas similitudes entre Jackie Brown y Pulp ficción. Al igual que recuperó a John Travolta, aquí lo hizo con Pam Grier, actriz semidesconocida para quien no fuera un entendido en el género blaxploitation y a Robert Forster, que no había participado en ningún proyecto relevante desde hace bastante tiempo.
Su historia de amor constituye el centro de un relato de matones de poca monta en la ciudad de Los Ángeles y los dos actores están más allá del elogio en sus respectivos papeles de perdedores, con unas interpretaciones sutiles y delicadas (en lo relativo a su relación) desembocan en el que es para mí uno de los finales más bellos y melancólicos del cine de los noventa.
Alrededor de ellos, el ruido, Samuel L. Jackson, Robert De Niro y Bridget Fonda, cada cual en un papel más fascinante. Destaca el primero, la otra pata que sostiene la película. Un gangster desconfiado de gatillo fácil para quien trabaja el personaje de Pam Grier, aprovechando su trabajo de azafata para mover droga y que es captada por el agente de Ray Nicoltette del FBI (he de decir aquí que Michael Keaton está desaprovechado, tal vez por que su elección responde más a un guiño cinéfilo que a otra cosa) para llegar a su jefe.
Ordell Robbie (Jackson) es la serpiente. Un reptil al que no te conviene acercarte si no quieres salir malparado. Desconfiado, piensa que todo el que está a su alrededor es susceptible de ser una rata de la que no va a dudar en deshacerse para asegurar su negocio y su supervivencia.
Jackie Brown: Tarantino y la antítesis

Jackie Brown se encuentra atrapada entre el FBI, él y Max Cherry (Forster) un fiador que, sin motivo aparente decide ayudarle…
Todo parece muy violento. ¿A que sí? Más si tenemos en cuenta a Louis Gara, un excelente Robert De Niro que interpreta a un matón, un garrulo de gatillo fácil que no piensa demasiado las cosas antes de actuar. Un garrulo como lo era Vincent Vega que, asumámoslo, tampoco era un personaje excesivamente inteligente. Y ahí estaba la gracia. Porque las historias de Quentin Tarantino podían ser sórdidas pero, salvo la escena de Michael Madsen bailando con una oreja, dicho esto con matices, sus películas contaban historias sórdidas pero no se ensañaban en escenas gore. Es más, en Jackie Brown todas las muertes aparecen fuera de cámara al igual que en Pulp Fiction. Porque la gracia era otra.
Los primeros personajes de las películas de Tarantino se movían entre lo macabro y lo grotesco. Había historia de violencia, pero las historias se basaban en elementos surrealistas: el gánster que tiene que llevar a cenar a la novia de su jefe, un ex presidiario que mata a una chica después de haber sido humillado en una relación sexual que no llego a durar ni dos minutos, un boxeador y un mafioso que son secuestrados por unos violadores, etcétera.
Se trataba un poco de un libro de anécdotas, cosas extrañas que les pasaban a los gánsteres en el desarrollo de su vida laboral. Un tío podía dispararte más de nueve veces a pocos metros y no acertar con una sola bala. Podríamos hablar del montaje de la película, tan innovador, pero, sin embargo, creo que el primer Tarantino nos contaba historias de perdedores en la ciudad de Los Ángeles.
Jackie Brown: Tarantino y la antítesis

No sé si fue la influencia de Robert Rodríguez o el divorcio con Roger Avary, pero lo que no era tan explícito empezó a serlo en sus siguientes películas. Kill Bill Vol.1 está llena de sangre pero, no podemos soslayar que aquello caracterizaba el cine de Tarantino, incluso su sentido del humor, apenas se veían en ninguna parte. Tarantino mezclaba la serie Z con las películas de kung fu y los westerns de Sergio Leone y no salía bien parado. Porque la historia era plana y los personajes apenas carismáticos. Salvo Bill (David Carradine) y Budd (Michael Madsen) que tienen un mayor protagonismo en la segunda parte, donde Tarantino sí que nos regala un momento brillante en aquel diálogo sobre Superman.
Pero de lo que se trata es que esta película supone el inicio del fin de un Tarantino y nos trae otro diferente que ya ha dejado de tener los pies en la tierra, contándonos historias de mujeres que pueden llevar una katana consigo en un avión, grupos de judíos que exterminan nazis, finales históricos alternativos (con los que de alguna manera pretende hacer una especie de justicia poética), westerns que se pasan de metraje e historias de un Hollywood que ya no existe y que no llega a evocar del todo.
Porque cambiamos a Vincent Vega, un matón con pocas luces adicto a la heroína; Mia Wallace una actriz frustrada casada con un gánster; Louis Gara, un ex presidiario con eyaculación precoz; Butch, un boxeador que no llegó a triunfar; o el Señor Naranja y el Señor Blanco, policía y atracador teñidos de mala suerte y malas decisiones, por otros personajes como O-Ren Ishii, Bill y compañía, la élite de la delincuencia a nivel mundial; el Coronel Hans Landa, acomodado, inteligente, manipulador y casi omnipresente; Django, un improbable justiciero del lejano oeste; o Stuntman Mike, un serial killer (casi) imbatible.
Y no es que estas películas no lleguen a entretener. Lo hacen, en el caso de Malditos Bastardos con gozo, en el caso de Django con interés aunque también con un cierto aburrimiento y en el caso de Los odiosos ocho con un severo aburrimiento que mostraba un estilo Tarantino ya casi acabado, donde predominaban las referencias cinéfilas y fallaban los diálogos y el manejo de los tiempos. Porque Tarantino no hacía más que repetir fórmulas, que a veces salían bien, a veces no.
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Hay destellos en su última película, parece volver a crear personajes más humanos como Rick Dalton (impresionante Leonardo Dicaprio) y Cliff Booth (Brad Pitt), un actor fracasado y un doble de acción en Los Ángeles en la época que transcurre entre un Hollywood dorado y un terrible asesinato por parte de la Familia Manson tras el que nada volvió a ser como era. Érase una vez en Hollywood quizá tenga algunos ingredientes de lo que es el mejor Tarantino, las escenas de Margot Robbie como Sharon Tate que consigue crear un personaje que encandila sin una sola palabra, la asunción de Rick Dalton de que su carrera está a punto de caer por un precipicio y, en alguna ocasión la chulería del personaje de Pitt, con su enfrentamiento con Bruce Lee incluido.
Y, sin embargo, falla, y lo hace porque otra vez quiere recurrir a la justicia poética y presentar a la familia Manson como una panda de hippies atontados que finalmente se equivocan de casa y son ellos los asesinados por la pareja protagonista. Tarantino apostó por la luz en vez de la oscuridad y se equivocó, porque la película estaba en la figura de Manson y sus seguidores, y Manson no aparece apenas un minuto y la historia que realmente cambió Hollywood quizá toda américa se elimina en un guion en el que en lugar de relatar un tiempo convulso el director pretende impartir justicia a unos hechos que no deberían haber sido modificados (en la ficción).
Jackie Brown: Tarantino y la antítesis

Así que yo me quedo ahí, en su tercera gran película, con Jackie Brown, una mujer valiente e inteligente y, sin embargo, también una perdedora que consigue sobrevivir a cambio de renunciar, uno por uno, a todos sus sueños. Me quedo con el final más conmovedor y sutil de toda la carrera de Tarantino, con las calles de la ciudad de los ángeles, con los personajes pulp y gánsteres de poca monta y el polvo que cubre las aceras desgastadas de un lugar que algún día nos hizo soñar con otros mundos.