Dolía Bilbao aquella tarde. La lluvia mojaba mi ropa, mi cara, mi pelo y, la humedad, calaba mis huesos. Yo era víctima de la burocracia, necesitaba una receta para comprar olanzapina, se me hacía olvidado en Palma aquella mañana, y de un centro de salud me mandaban al otro y, del otro, me volvían a enviar al primero. Qué agresiva se mostraba la ciudad conmigo, quizá nunca me perdonó que me fuera para poder no ser de ninguna parte.
Mi madre había cumplido años exactamente hacía catorce días. Aquel día mi padre le había llevado una docena de rosas. Y mi madre sentía una tumefacción en la parte del cerebro que rige la felicidad y la presunción, cada vez que una enfermera y una auxiliar le decían cosas del tipo: “Vaya suerte que tienes, mi marido nunca tiene ese tipo de detalles conmigo, qué envidia”.
Yo le compré un jarrón en los chinos y alguna otra cosa que no recuerdo. No recuerdo qué otra cosa compré, ni siquiera si era para ella. Sólo recuerdo que ya hacía días que los médicos habían visto otros tumores en el páncreas y en el hígado de mi madre, que su existencia se acercaba cada día un poco más a su fecha de caducidad. Y, así fue, la muerte, la dama de negro con su guadaña vendría a visitarle catorce días después.
Aquel día en que, al llegar a Bilbao, mi padre me dijo que cogiera un taxi y fuera a casa lo antes posible. Que ya casi no quedaba tiempo. Ansioso, durante todo el camino, sólo podía pensar en que, por favor, ojalá siguiera viva cuando llegase. Lo estaba. Pude tumbarme en la cama junto a ella, mi hermana sentada al otro lado, mi padre mirándonos desde la cocina, como si hubiera un campo de fuerza que no le permitiera acercarse más y traspasarlo le provocara un dolor que sería incapaz de procesar.
Sólo decíamos cosas bonitas. En el momento de la sedación, los médicos dijeron que podía oírnos. Así que hablábamos del futuro, de su aniversario de boda, cincuenta años que hubieran llegado el once de agosto de este año, de que si llegaba ese le llevaríamos sí o sí a Nueva York, a dentro de una película o a cualquier otro lugar que ella quisiera. Que todo iría bien, que podía irse tranquila, que estaríamos bien. Ese tipo de cosas.
De vez en cuando, salíamos de la habitación, cuando uno de los dos era incapaz de contener las lágrimas, yo abrazaba a mi hermana o ella me abrazaba a mí. Volvíamos a entrar y hablábamos de cosas felices. La verdad es que yo, como Truman, siempre he pensado que vivo en una película. Es un tanto aburrida pero hay escenas preciosas que quedarán grabadas en la retina del espectador.
28 de noviembre
28 de noviembre
Ésta era una de ellas, una de tantas, como aquel día en la boda de mi hermana, donde todo el mundo estaba animado, todos nos divertimos y todos llegamos muy tarde a dormir. Excepto mi mujer, que se recogió “pronto”, así muy entre comillas que ya serían por lo menos las tres o las cuatro. Estaba preciosa aquel día. Para mí siempre lo está, no lo digo por decir, es la verdad; pero en esa época todos estábamos más guapos, más jóvenes, con más pelo y menos kilos.
No puedo ni imaginar todo lo que esto haya supuesto para mi padre, de verdad, no puedo. Porque, cuando estás tanto tiempo así con alguien, se convierte en tu cuerpo, tu carne y tu sangre. Como dos serpientes que se unen y parece que nunca van a separarse.
Sin embargo, mi madre que, antes de adoptar a nuestra hija me dijo que ya la quería aunque no la conociera, sí que puede entender lo que siento al verla crecer.
No se trata de traer un mundo para que sufra esta realidad que bla, bla, bla.
Se trata de la vida, que se abre camino ante nuestros ojos en un ser que, pasados pocos meses también se convierte en algo nuestro. Mi hija, es mi hija; mi mujer, es mi mujer; los tres somos una familia. No te das cuenta, pero hay algo en la sonrisa de ese bicho que te despierta a las siete de la mañana que sí, que te toca los cojones, pero también te alegra el día. Que te agobia, pero también te enseña el amor incondicional. Que quisieras enseñarle tantas cosas sobre el mundo, atraparla no dejar que pase el tiempo, pero el tiempo pasa y pesa y tienes que aprender a soltar tu viejo lastre y darle la suficiente libertad para aprender por sí misma.
Y se trata también, tengas la edad que tengas, de que llega un momento en que todo tu mundo se deshace en un segundo. Salí de casa a por las recetas probablemente treinta segundos antes de que mi madre muriera; minuto y medio después mi padre me llamó y me dijo: “Ven, creo que mamá a muerto”. Yo sólo supe decirle, “vale”, y también: “te quiero”. “Y yo a ti”. Tenía que decirle a mi padre que le quería, así era, así es y supongo que no lo diré lo suficiente. No nos educaron así, es simple. Espero que la turba de hombres que pueblen el futuro tengan claras esas dos palabras. Luego llamé a mi mujer y bastó con oír su voz para sentirme un poco mejor.
Son dos palabras simples. Se explican por sí mismas. Llegó mi cuñado del trabajo y era la hora de comer. Ni siquiera sabíamos si comer o no, pero decidimos darle una oportunidad a la normalidad. Sabiendo, no obstante, que la normalidad ya nunca volvería a ser normal. Ella murió. Y todo un mundo se derrumbó alrededor de aquella mesa. Como cuando cayeron las Torres Gemelas y Nueva York nunca más volvió a ser la misma ciudad.
“El hombre sano no tortura a otros, por lo general es el torturado el que se convierte en torturador.” Carl Gustav Jung
Sueña conmigo Sueña conmigo
“¿Sueñas conmigo?”, dijo ella, mirada seria y gesto adusto, vestida con una camiseta roja y unos también minúsculos pantalones cortos de color negro. “Te ordené que soñaras conmigo, ¿lo has hecho?”. Él no recordaba sus sueños, no sabía si mentirle o decirle la verdad. Estaba atrapado. Si no le decía que sí ella no estaría satisfecha y le castigaría y si le mentía el castigo sería mucho mayor. Si decía que sí, ella no se conformaría con aquella afirmación, le preguntaría una y otra vez por el sueño, buscando errores y contradicciones y, si encontraba alguna, ya lo he dicho, las consecuencias serían terribles para él.
No obstante, decidió que sería mejor mentir, y contestó: “Sí, soñé contigo, pero era todo muy confuso”.
“¿Confuso? ¿Qué quieres decir con eso?”.
“No le des más importancia, por favor, mis sueños nunca significan nada”, dijo él, le imploraba. “Detengamos este juego aquí”.
“Esto no es un juego. Desde un principio lo pactamos así. Tú me lo darías todo. Tu vida, tus pensamientos, tus recuerdos, todos tus datos personales, bancarios, todo”, y sonriendo, añadió: “Y yo, a cambio, te daría una razón por la que vivir. Una hora cada noche en la que poder hablar conmigo de lo que yo quiera”.
Alex se quedó pensativo. ¿Afirmó con la cabeza? No puedo decirlo con seguridad. Sólo sé que cogió un cigarrillo del paquete de tabaco que tenía encima de la mesa, tiró para atrás la silla y dio una calada larga que, al expirar, reflejó el humo sobre la pantalla del ordenador y, poco a poco fue invadiendo las paredes de aquella habitación ya amarillentas. Tras unos segundos contestó, simplemente: “Es que ya no tengo claro quién soy”.
Sueña conmigo
Sueña conmigo
“Claro que no. Por eso estoy yo aquí, para recordártelo. No eres nadie. No hay nada que te haga especial excepto yo. Sin mí no eres nada. En eso consiste el verdadero amor, Alex. En la entrega. Te entregas a mí como las monjas de clausura lo hacen a Dios, incondicional y absolutamente, en silencio, obedientes”. Entonces hizo una pequeña pausa y volvió a preguntar: “¿Qué soñaste?”.
“Soñé contigo. Estabas en una habitación, sin puertas ni ventanas, gris cemento por todas partes y un agujero al cielo, también cemento, eran nubes oscuras pero no traían agua. Tenías frío y estabas atada a una sencilla, de madera”. Se quedó un momento pensativo. “Continúa”, le dijo ella. Él obedeció: “Tenías cada pierna atada con cinta aislante a cada una de las patas de la silla. Las manos detrás, entrelazadas, y otra cinta en el pecho que te inmovilizaba también los brazos. No tenías ninguna opción. No había nada que pudiera salvarte y, hubo un momento, en que cerraste los ojos y, al abrirlos, viste una inscripción en la pared, escrita con sangre ‘Nina Gold, ésta es tu hora’”.
“¿De qué película de Saw has sacado esa escena?”. Dijo Nina Gold. “¿Quieres imaginar? De acuerdo, imaginemos. Ahora eres tú el que está atado a esa puta silla, desnudo e indefenso”, dijo: “Te voy a hacer un regalo. Te voy a dotar de un don que no tienes: personalidad, la misma capacidad de opinar. ¿Te sientes atado a esa silla? ¿Lo sientes de verdad?”.
“Sí, lo siento así Nina, estoy atado, desnudo y no puedo hacer nada para soltarme”. Y era cierto, no podía moverse. No podía apagar la pantalla del ordenador ni dejar de mirarla, por más que lo intentara. Lo peor era si intentaba cerrar los ojos, porque dolían como si hubiera ácido bajo sus párpados. ¿Estaba soñando ahora?
No tenía una respuesta para aquella pregunta. Nina estaba al otro lado de la pantalla mirando su móvil, escribiendo mensajes no sé sabe a quién. Siempre sospechó que había alguien por encima de ella. Alguien por encima de todos nosotros que nos concede la existencia a su antojo. Que decide que niños llegan a nacer o son abortados por el camino, quien decide quién es alfa, beta y omega. Un Dios cruel que planeó que conociera a Nina en algún momento y que ordenó ella lo fuera todo para él. Que abandonase sus amistades, a su familia, que apenas saliera a la calle para comprar lo justo para alimentarse o comprar sustancias que le permitieran afrontar aquellas veintitrés horas de ausencia.
Siguió mirando la pantalla. Nina había cogido un mando de televisión que apuntó hacia él. Y le dio a la pausa. Ya nubes dejaron de moverse y un aire congelado se quedó quieto, florando a su alrededor. Todos los relojes se detuvieron y su habitación empezó a hacerse cada vez más pequeña, sus paredes murmuraban, a la vez que se oscurecían y tomaban la apariencia y el tacto del cemento. Alguien le había hecho una herida en el brazo y, en la pared, había una frase escrita con su sangre: “Alex debe morir”. Aquellas letras estaban escritas debajo de una pantalla en la que seguía viendo a Nina, inmóvil, con una extraña sonrisa que nada tenía que ver con la de la Gioconda. Un gesto cruel, los ojos de un demonio que se burlaban de él porque se había meado encima.
Sueña conmigo
Sueña conmigo
“Niño malo”, dijo Nina ahora estaba a su lado, le cogió el pelo, moviendo su cabeza hacia atrás y dijo: “Voy a tenerte que dar unos azotes”. Y Alex sintió de repente una excitación tremenda seguida de un tremendo cansancio. “Ya basta de jugar en la distancia”. “¿Qué quieres decir?”, contestó Nina.
“Que no puedes azotarme, porque tú tampoco te puedes mover”.
“Supongo que la sangre que hay en mi cuello, la que se utilizó para pintar la pared es real, un corte escandaloso pero no mortal. Un corte igual al de tu cuello, ya que ahora estamos los dos sentados, mirando la pared. Los dos atados sin poder movernos, sólo mirarnos de reojo. De este modo puedo ver también un círculo de orina debajo de tu silla. Porque alguien viene, alguien que nos aterra a los dos y no sabemos qué hacer para impedirlo”.
Nina estaba en shock. Hasta ahora, sólo ella había tenido la capacidad de modificar la realidad en la que vivía Alex. Nunca había ocurrido al revés. Y, sin embargo, ahí estaban, los dos atrapados en el mismo sueño sin poder salir. Probablemente dormidos, recostados sobre la mesa con los ojos cerrados frente a la pantalla. “¿Puedes oír mi voz, Alex?”.
“Sí, puedo”.
“¿Cómo vamos a salir de aquí?”.
“No lo sé, Nina, creo que todo depende de ti”.
Nina pensó, ¿cómo que todo dependía de ella? Estaba tan atrapada como él. E, igual que él notaba aquella presencia maligna que, de un momento a otro, aparecería en la habitación. Y cuando apareciera se haría de noche. Y de noche hay criaturas terribles. De noche pasan cosas aterradoras.
“Debes reconocerlo Nina. No hay alfa ni beta. Sólo estamos tú y yo. Y sólo hay una razón por la que quieres conocerlo todo de mí, sólo una razón para controlarme y esa razón es que tú también estás enamorada de mí. Tú también sientes miedo cada noche. Cuando enciendes el ordenador y le das al botón de llamada. Mientras suenan los tonos pensando que puede que llegue el día en que nadie conteste. En realidad, los dos somos frágiles. Tú, yo, todos los demás, lo somos, tenemos miedo de seguir solos en un mundo que cada vez nos asusta más. Cada vez más grande y lleno de peligros sobre los que no tenemos ningún tipo de control”.
“¡Cállate!”.
“Nina, tienes que soltarlo, controlarme así no te servirá de nada. No te protegerá de nada. Sólo podremos salir de aquí si tienes el valor suficiente de confesar que estás enamorada de mí”.
“Estás loco”.
Entonces, alguien apareció, una sombra salida de algún lugar imposible puesto que no había ninguna puerta de entrada. Era un hombre alto, silencioso, vestido todo de negro y con una máscara pegada a su rostro también de color negro. Tenía cierto parecido con Michael Myers.
Sueña conmigo
Sueña conmigo
“No siempre es el mismo. A veces depende de algo que haya visto en el cine, oído en la radio o visto por Internet”, dijo Alex. Pero el final es siempre el mismo.
“¿Cuál es el final?”, preguntó Nina. Y Alex permaneció en silencio.
Una mesa apareció de repente delante de ellos. No fue una aparición. Era como si hubiera estado ahí todo el rato y no se hubieran percatado de ello. Sobre aquella mesa el hombre de negro comenzó a desplegar un estuche. Se movía lentamente porque sabía que ninguno de los dos sería capaz de escapar. Atento al detalle, quitándose los guantes y acariciando cada una de sus herramientas de tortura. Pensando en cuál de ellas utilizaría en primer lugar. Un ritual que Alex casi se sabía de memoria, pues soñaba con eso muy a menudo. Aunque a veces no lo recordara, siempre quedaba algún destello. No obstante, aquella noche se hacía evidente una diferencia: no estaba solo.
“Sólo me harás daño a mí. A ella no le toques. Son las reglas”. El hombre oscuro asintió después hizo a Nina una reverencia quizá algo exagerada y siguió ahí, mirando ensimismado sus herramientas de tortura. El martillo, el bisturí, las tenazas, incluso una cuchara.
“¿Por qué sólo a ti?”, preguntó Nina. “¿Qué coño es lo que te va a hacer? ¡Despierta, joder! ¡Reacciona!”.
“Ya te he dicho que yo no puedo hacer nada. Todo depende de ti. De que reconozcas que tú tampoco eres especial. Que en el fondo somos iguales. Yo necesito que me controlen, tú necesitas alguien a quien controlar. Llevas buscando a alguien como yo demasiado tiempo. Demasiado tiempo escuchando mis historias, mis pajas mentales, leyendo mis relatos, obligándome a enseñarte cualquier parte de mi cuerpo, lo que como, las pastillas que tomo, el número de cigarrillos que fumo cada día, la manera en la que me tengo que masturbar y en lo que debo pensar mientras lo hago
“La verdad es esa: tú estás tan sola como yo. Todo esto empezó como un juego, pero has terminado perdiendo el control y enamorándote. Ya no quieres esa mierda de la dominación. Quieres que vayamos al cine, que tomemos un café en uno de esos bares psicodélicos del centro, vernos fuera de las pantallas, poder besarnos. Te quiero Nina, desde el primer día en que hablamos me enamoré de ti, y he estado soportando tus torturas sólo por poder estar a tu lado. Pero ya no aguanto más. Tienes que reconocerlo, Nina, sólo así acabará esto”.
El hombre oscuro se quedó mirando a Nina. Señaló a Alex con la mano e hizo un gesto moviendo el dedo alrededor de su sien. “Ese tío está loco”. Es lo que le dijo, no con palabras, sí en su mente. “Una chica como tú puede aspirar a algo mejor. Tú te mereces más y él se merece el tormento y el olvido”.
Y entonces se decidió. Cogió el martillo. Le separaban de Alex uno, dos, tres, cuatro y cinco pasos que ocurrieron en cámara lenta.
Sueña conmigo
Sueña conmigo
Se plantó delante de él, demostrando que Alex era incapaz de mantenerle la mirada. Alex bajó la careza. “Ya está”, dijo mirando a Nina. “Supongo que ahora todo ya ha terminado”.
Entonces Nina se puso a llorar como nunca lo había hecho, de tristeza, de rabia. No era justo que le pusiera en aquella situación, no podía obligarle a enamorarse de él. Además, era un idiota. ¿Cómo podía haberse enamorado de ella después de todas las privaciones, castigos y humillaciones a las que ella le había sometido? Después del chantaje, del control constante.
El hombre sin rostro. Levantó el martillo y dio un golpe seco en la rodilla. El dolor debía ser insoportable, pero Alex lo aguantaba. Muchas veces había sido dulce y tierno con ella, y le había hecho reír después de un mal día. Él le aceptaba tal como era. A pesar de su mal humor, de las broncas injustificadas, de sus malos modos, quería estar con ella cada día, todo el tiempo que ella le permitiera.
Se preguntó qué hubiera pasado si se hubieran conocido en otro lugar. Él era tan tímido, tan torpe, ni siquiera hubiera reparado en él. No era el tipo de persona que iluminaba una habitación cuando entraba en ella. Y, sin embargo, su cara se iluminaba al verle cada noche. Qué estupidez.
El hombre oscuro había vuelto a mirar su estuche de herramientas. Iba a optar por unas tenazas, todo apuntaba a ello, pero “¡Para!”, le dijo. Fue un susurro entre lágrimas.
El hombre oscuro hizo un gesto que imitaba la estupefacción. Se acercó a ella en uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete pasos. Y esta vez ella fue capaz de mantener su mirada. Si Alex era un pusilánime, ella sería fuerte por los dos.
“Detén esto”, dijo Nina, “le quiero esa es la verdad”. Y entonces el hombre oscuro, la mesa y todas las herramientas de tortura desaparecieron. Las paredes de hormigón armado empezaron a caer; y Alex y Nina lloraron. Cada uno frente a una pantalla diferente. Cada uno en su cuarto. Solos. Como siempre habían estado.
“Te espero a las cuatro delante de la puerta de El Corte Inglés”, escribió Nina. Después apagó la pantalla, el ordenador y se echó una siesta.
Alex todavía cojeaba un poco cuando llegó al lugar indicado. Un dolor muy fuerte en el mundo virtual puede dejar secuelas en el mundo real, al menos eso dicen los expertos. Le costó conocer a Nina, esta vez tan tapada a causa del frío. Sus mejillas sonrosadas su boca, sus ojos. Siempre había sido preciosa pero esta vez era como la primera vez y no pudo hacer otra cosa que enamorarse al instante.
Se dieron un beso y Nina decidió el bar psicodélico al que irían a tomar un café. Ya juntos en la cafetería le dijo: “Como seguramente has adivinado no me llamo Nina Gold, soy Eva Lopez, pero nunca me llamarás así”. Después continuó: “Yo sigo mandando en esta relación, no te equivoques, sigues siendo mío. Hoy decidiste darme un toque de atención y he de reconocer que casi estabas obligado a hacerlo, pero que no se repita. Yo decido cuando nos vemos y cuánto tiempo, como ha sido siempre…”.
“Pero nunca lo haremos detrás de la pantalla de un ordenador, ¿verdad?”, le interrumpió Alex y Nina dijo: “Por supuesto que no”.
“Bien”, dijo Alex. “Acepto todas tus condiciones y las que estén por venir. Nunca te llamaré por tu nombre y nunca te diré que te quiero”.
Cuando la camarera les llevo el café la conversación empezó a ser banal y divertida. Primero sobre películas, series. Después sobre relaciones anteriores y, por último, se acostaron juntos. Fue la primera época en la que todo su mundo se reducía a sexo y conversación. Un imposible final feliz.
La sensación de no merecer me persigue en esta noche sin sueño de luna creciente en la que todos a la vez os aparecéis en todos los rincones para convencerme de que sí hay una luz al final del túnel.
Y yo, ni me lo creo, ni me lo dejo de creer. Prometo luchar a veces y otras suelto una diatriba sobre las ventajas de quedarme aquí, quieto, en concordancia con la línea de la compasión y la destrucción.
Y eso es lo que estoy haciendo aquí, en esta habitación de hotel. Rodeado de pastillas, Valorando la necesidad de llegar al fin de la noche y cuestionándome la posibilidad de quitarme de encima toda esta suciedad que tanto contrasta con pulcritud y la impersonalidad de estos muebles que me rodean.
Me gustaría gritar, romper en mil pedazos los espejos, todos los cristales de esta habitación, sólo para evitar ese reflejo donde me miro y veo algo muy distinto a la persona que siempre me hubiera gustado ser.
Y sopeso la posibilidad de no salir nunca de aquí, de no volver a ver de nuevo un amanecer. Y fumo un cigarrillo tras otro pensando en lo cerca y lo lejos que estáis y lo poco que os dejo verme realmente.
Y pienso no merecer saber que me recibiríais con los brazos abiertos, porque por más que lo intente no consigo explicároslo nunca entenderéis que no soy más que la sombra de una mentira, que hay pecados que llevo tatuados en tinta invisible, pegados a mi piel, ocultos para vosotros que no tenéis presente el dolor que sufrí al profanar mi piel con aquellas agujas, ni que ahora me paraliza la vergüenza de mi desnudez y el alcance del daño provocado.
Dónde estoy, muy lejos de mí, dentro del espejo, como Alicia en el país de los desquiciados, junto a ese conejo que me susurra al oído que si pude seguir el camino para llegar aquí debería poder recordar también el de vuelta.
Quizá tomándome todas estas pastillas de golpe lo pueda encontrar.
Pero algo ocurre o ya ocurría, de repente, el humo del tabaco, que cubre ya toda esta habitación se va tiñendo con los rayos de sol que entran entre las rendijas de las persianas.
Y, por fin, abro todas las ventanas, dejo que salga todo el veneno y decido, otra vez, intentarlo un nuevo día.
Y, desde el último piso de este gran hotel, Imagino que puedo volar y vosotras hacerlo conmigo. Volar hacia delante, hacia un futuro que, aunque sea incierto, sigue siendo futuro al fin y al cabo.
“Organizaos, exclusivizad vuestro amor, destrozaos. Pelead en mi honor, adorad el horror” Josele Santiago, Sin perdón dormid
Camufla tu perfume, con la fe del converso, y reniega, no sudes, no sufras, esconde tu esencia.
Reafirma la realidad, es como es, déjate llevar. Desprecia los sueños, no tienes edad. No hagas planes, no vueles, Busca alimento, cobijo, sin tiempo libre y descanso prefabricado.
Compite, no les dejes, te quitarán lo que es tuyo, lo que te pertenece por derecho.
Decide, ¿quién merece morir? Elige bando y celebra sus fiestas de violencia.
Triunfa, como en un libro de autoayuda. Reconócelo, son mentira, el amor y la bondad, te atan, te asfixian, te distraen de lo verdaderamente importante: vacaciones en fotografías, dientes, dientes delirios de somelier y drogas de diseño.
Olvida, no hay nada, el reino de duermevela no te pertenece. Tampoco las ideas que configuran la realidad que extrañas a ti son lo único que te queda.
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