Convertimos la noche en un incendio, redujimos a cenizas el mundo a nuestro alrededor, y, al amanecer, no quedaba nada más, sólo nuestros cuerpos, que seguían ardiendo.
Soñé una vida aquí sentado. Recuerdos gaseosos, novelas mutiladas y canciones que nunca compuse.
Soñé, dibujadas en el humo, todas esas oportunidades que no pude aprovechar. Y ahora se pierden entre mis dedos.
Soñé los versos Que nunca escribí, lugares que no visité y personas que no conocí.
Soñé que soñaste una vida para los dos. Soñé, soñaba, soñaré que nunca soñarás conmigo.
Y me atuso el cabello, del que caen pequeños filamentos blanquecinos hasta posarse y tornar indistinguibles de este traje color ceniza en que se ha convertido mi piel anhelante de vida
Vida que perdí soñando hasta dividir mi cuerpo en diminutas partículas, ceniza en los rincones ansiando en silencio que, por fin, llegue el día en que pueda escapar con el viento.
Y aquí todo brilla, y aquí todo encaja bien. En la otra orilla no hacía pie La otra orilla, Los Enemigos La cuenta atrás, 1991
Entre la vigilia y el verso, imágenes de viejos vídeos domésticos se proyectan en nuestras paredes blancas. El humo las acaricia, es un ser extraño que invade la habitación, se mueve como una serpiente y, entonces, todo brilla a mi alrededor.
Estuve a punto de perderme en un sueño, en el que tocaba las nubes y no eran más que tu pecho de algodón. Sentía calor a tu lado, en tu mirada llena de orgullo en los paisajes. Ahora tengo frío cuando estás a mi lado.
Soy un témpano de hielo, atrapado en este lado pienso en cómo volver, atravesar la pared, para volver a estar contigo.
Y me pierdo en la idea de que, cuando todo está mejor siempre me las arreglo para que vuelva a peor. Al otro lado, en la otra orilla, sólo yo era consciente, ahora lo sabemos los dos y ningunos de los dos tiene la certeza de que me cojas de la mano cuando vuelva a caer. ¿Merecería la pena?
Vacío de sonido que puebla nuestros recuerdos, han perdido todo el sentido a base de promesas incumplidas, decepciones constantes que oscurecen tu rostro iluminado. Era lo único que me quedaba y, ahora, solamente una buena razón para saltar al vacío.
Y no te pregunto dónde estás, porque tengo claro que soy yo el que no estoy. Te veo parada frente al quiosco del parque. Sé que me esperas a mí no Sino a la persona que era antes de romper todos nuestros juramentos.
Todas esos fotogramas (recuerdos) donde todo es resplandeciente, como ese cielo iluminado, rosa y naranja al anochecer. Podíamos tocarlo con la punta de los dedos. Podríamos rasparlo con nuestras uñas, romper la pared, viajar a las estrellas, donde ya nada importe y nuestros cuerpos no sean más que una excusa para pasarlo bien.
Creí que el amor bastaba para estar al otro lado pero, perdido entre la culpabilidad y el espanto, por mucho que mi mente trate de desligarme de mis errores entiendo finalmente que aquel que estaba al otro lado no soy yo.
Abro la ventana, todo el humo sale de la habitación ordenadamente. Con él los colores, ahora todo es gris. Me vence el deseo de soñar. Despedirme. Perdona que no pueda prometerte que volveremos a vernos en la otra orilla.
Winners don’t use drugs. Eso es lo que rezaban las máquinas de los salones recreativos cuando éramos niños. Lo recuerdo, bajo el escudo del FBI, de quienes lo único que sabíamos es que eran los federales, aquellos que pretendían robar el caso a esos policías que fueron los héroes de nuestra infancia.
Resulta paradójico que decidieran poner aquel mensaje ahí, en la que fue la primera gran adicción de muchos de nosotros. Nadie hablaba todavía de ludopatía infantil, pero nosotros, ajenos a todo aquello, esperábamos al viernes para convertir nuestra paga de veinte duros en cuatro monedas de cinco y meterlas en la máquina, en un intento inconsciente y vacuo de escapar de una realidad persistente que apenas comprendíamos.
A esa adicción siguieron muchas más, obviamente.
En la presentación del cinematógrafo de los hermanos Lumière proyectaron las imágenes en movimiento de una locomotora llegando a la estación. Los espectadores, nunca antes hubo testigos de algo semejante, acabaron algunos huyendo, otros, mareados, vomitando. Aquellas imágenes en blanco y negro acabaron confundiéndose con la realidad.
Nosotros hemos llegado más lejos todavía. Estamos en el punto en que nuestra existencia se ha fusionado con nuestro reflejo. Las pantallas y las cámaras nos poseen, nos vigilan, nos excitan y nos esclavizan. Todos nuestros datos están almacenados en discos duros. Si desaparecieran, dejaríamos de existir. Si nadie nos pudiera grabar, nada de lo que haríamos tendría la menor importancia. No somos diferentes de las sombras, inexistentes cuando no hay iluminación. Somos coleccionistas de historias, desde pequeños, venciendo a los malos, uno tras otro, protegidos bajo el cobijo de un avatar, asumiendo personalidades ajenas, vidas alternas cuyo movimiento capturamos en pantallas, en un relato o en una película y, en el exterior, reducidos a datos, sólo queda de nosotros la decisión de un algoritmo que capta nuestra alma al ritmo de los clicks del ratón.
Somos los que vivimos con la única finalidad del proyectar una imagen ante los demás. Nuestro sustento depende de ello, nuestra realidad es pensamiento único, vigilancia constante, nuestra imagen en blanco y negro en la pantalla de una cámara de seguridad en una estación antes de desaparecer por decisión de un mártir empeñado en agradar a su dios a base de amonal y metralla. Somos lo que los demás imaginan, pedazos de imágenes sugerentes en redes sociales, textos que tratan de aprehender nuestra esencia sin definirnos, porque lo cierto es que no sabríamos como hacerlo, ya que somos los que no vivieron, el reflejo de una existencia perfecta que nunca vamos experimentar.
Cuando te fuiste sin contarme nada de lo que había pasado, pensé que lo mejor sería dejar de pensar. Aceptarlo, sin más y seguir adelante con la ayuda de mi medicación. La que me recetan y la que consigo yo por mis propios medios. Aunque es imposible olvidar, no lo es evitar que el recuerdo te duela. En el fondo, somos pura química.
Desapareciste, negándome cualquier posibilidad de salvación, dejándome plantado en el invierno de la noche eterna, aquél del que una vez me rescataste. Desapareciste antes de leer mi carta, aquella en la que te abría mi corazón, explicándote que antes de ti no encontraba sentido a mi vida y tampoco se la encontraba a la de los demás.
Sin embargo, conseguiste pintar puntos rojos en el gris de mi nihilismo. Porque a través de tus ojos todo se veía diferente. Podría decirse que era gracias a ti que crecían flores en este planeta. Llegamos a pensar que nuestras insignificantes vidas dentro de este enorme universo significaban algo por fin. Pero no era así.
Primero vinieron las bromas por tu retraso y después los nervios por la constatación de un accidente. No lo deseamos, lo sé, pero yo lo quise con todas mis fuerzas. Aún existiendo la incógnita acerca de mis posibilidades, lo hubiera apostado todo por aquella personita. ¿Sabes cuántas veces imaginé sus abrazos? ¿Sus manitas diminutas tocando mi cara?
Tu aborto confirmó mis peores temores. No sólo yo pensaba que era perjudicial para todo lo que atraviesa mi campo visual sino que tú también lo hacías. A diferencia de mí, tú siempre supiste que toda esta felicidad fingida tenía fecha de caducidad.
Ahora me empeño en desaparecer pero no consigo hacerlo. Sé que sólo tengo que dar un paso adelante. Todo se ha acabado varias veces ya en mi interior. Pero sigo inmóvil.
Paradójicamente, parezco haber sufrido un ahíto de ganas de vivir después de haber perdido toda esperanza.
La sensación de no merecer me persigue en esta noche sin sueño de luna creciente en la que todos a la vez os aparecéis en todos los rincones para convencerme de que sí hay una luz al final del túnel.
Y yo, ni me lo creo, ni me lo dejo de creer. Prometo luchar a veces y otras suelto una diatriba sobre las ventajas de quedarme aquí, quieto, en concordancia con la línea de la compasión y la destrucción.
Y eso es lo que estoy haciendo aquí, en esta habitación de hotel. Rodeado de pastillas, Valorando la necesidad de llegar al fin de la noche y cuestionándome la posibilidad de quitarme de encima toda esta suciedad que tanto contrasta con pulcritud y la impersonalidad de estos muebles que me rodean.
Me gustaría gritar, romper en mil pedazos los espejos, todos los cristales de esta habitación, sólo para evitar ese reflejo donde me miro y veo algo muy distinto a la persona que siempre me hubiera gustado ser.
Y sopeso la posibilidad de no salir nunca de aquí, de no volver a ver de nuevo un amanecer. Y fumo un cigarrillo tras otro pensando en lo cerca y lo lejos que estáis y lo poco que os dejo verme realmente.
Y pienso no merecer saber que me recibiríais con los brazos abiertos, porque por más que lo intente no consigo explicároslo nunca entenderéis que no soy más que la sombra de una mentira, que hay pecados que llevo tatuados en tinta invisible, pegados a mi piel, ocultos para vosotros que no tenéis presente el dolor que sufrí al profanar mi piel con aquellas agujas, ni que ahora me paraliza la vergüenza de mi desnudez y el alcance del daño provocado.
Dónde estoy, muy lejos de mí, dentro del espejo, como Alicia en el país de los desquiciados, junto a ese conejo que me susurra al oído que si pude seguir el camino para llegar aquí debería poder recordar también el de vuelta.
Quizá tomándome todas estas pastillas de golpe lo pueda encontrar.
Pero algo ocurre o ya ocurría, de repente, el humo del tabaco, que cubre ya toda esta habitación se va tiñendo con los rayos de sol que entran entre las rendijas de las persianas.
Y, por fin, abro todas las ventanas, dejo que salga todo el veneno y decido, otra vez, intentarlo un nuevo día.
Y, desde el último piso de este gran hotel, Imagino que puedo volar y vosotras hacerlo conmigo. Volar hacia delante, hacia un futuro que, aunque sea incierto, sigue siendo futuro al fin y al cabo.
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