Susi
No lo negaré. En casi todos nuestros encuentros tuve sexo con ella, aunque pusiera la excusa de que el motivo de que le pagara no era ése sino escribir una novela que nunca se llegaría a publicar.
La escogí porque era joven, por su pelo negro, largo, recogido en una coleta espectacular. Por su vestido rojo de cuello alto. El cuello alto siempre me ha parecido mucho más sensual y elegante que cualquier escote.
La escogí, porque de algún modo, me había enamorado de ella.
Era búlgara, de familia musulmana y nombre impronunciable. Aunque la primera vez que nos vimos, en la calle Montera, me dijo que se llamaba Susi.
La primera vez que me acerqué a ella fue porque necesitaba descargar tensiones después de una larga discusión con mi jefe. Un pijo idiota que se había creído todas aquellas cosas que nos han contado a todos desde que éramos pequeños. Hablaba de la fidelidad a la empresa y cosas así, por mucho que ella y él nos putearan y ningunearan. Por más que todos estuviéramos perdiendo nuestras vidas en aquellas salas de máquinas, alimentando los sueños electrónicos de nuestros ludópatas.
Después del primer polvo, nos pusimos a hablar. Lo hacíamos en una mezcla de inglés, castellano y lenguaje de signos. Pude entender que su madre llevaba pañuelo, que su hermano era un fracasado que se creía afortunado por cobrar cincuenta veces menos que ella currando diez horas al día en una fábrica.
Ella había ejercido la prostitución en varios países de Europa. De cada país sólo conocía una calle, una carretera, un local, los lugares donde trabajaba, intentando hacer clientes fijos, gente que, además de pagarle, se enamorara de ella y le hiciera regalos.
Yo una vez le hice uno. Una pulsera barata que parecía de oro blanco. Supongo que cualquier novia que hubiera podido tener me la hubiera tirado a la cara. Pero ella se mostró encantada, presumiendo ante la dueña de la pensión de mala muerte en la que se producían la mayor parte de nuestros encuentros. Un lugar de camas destrozadas, paredes amarillas y desodorante barato. En alguna ocasión, mientras tomaba notas de las cosas que me contaba, vi alguna cucaracha paseando por aquel lugar.
Susi tenía los pies negros de estar todo el día en la calle esperando nuevos clientes. Algunas veces estaba tan cansada que ni siquiera era capaz de ser simpática conmigo. Y yo me tumbaba a su lado en la cama sin hacer nada. Aquellas veces le pagaba a cambio de que se tomase un descanso. Supongo que era la única manera de poder hacerlo y contentar a esos tíos musculosos que controlaban lo que hacía a todas horas.
Un día, después de más de veinte encuentros, llevé una cámara fotográfica. Ella al principio me miró con recelo, pero pude convencerle de que nadie que no fuera yo vería las fotos. Hizo un ademán de desnudarse. Yo le dije que no, que prefería tener la imagen de ella con el vestido, tumbada en la cama en un segundo plano y en el primero sus pies. Después le dije que cerrara los ojos y se hiciera la muerta.
Imaginé su cuello desgarrado. Se desangraba. Su piel se teñía de un rojo más oscuro del de su vestido. Y me excite tanto que, aquella noche, me masturbé dos veces antes de acostarme.
Dejé de follar con ella en nuestros encuentros. Aumenté considerablemente mi colección de fotografías. Le hacía fotos en ropa interior con una soga al cuello, con manchas de pintura en el estómago y con el cuello torcido, como si se lo hubieran partido.
Eran las imágenes que repasaba cada noche una y otra vez. Soñaba con poder masturbarme ante su cadáver. Y a veces lo simulábamos. A ella no parecía molestarle, como si deseara que hiciera mis sueños realidad.
Pero sabía que eso no era algo que pudiera hacer en aquella pensión. La dueña me había visto demasiadas veces. Sabía dónde trabajaba porque más de una vez había bajado a la sala a pedir cambio.
Pensé en pagarle pero, por más desalmada que pueda parecer alguien que regenta un negocio de aquel tipo, yo le había visto hablar con las prostitutas. El cariño con que las trataba. La tristeza que reflejaban sus ojos cuando ellas le contaban los regalos que les había hecho algún nuevo cliente.
Tampoco podía ofrecerle más dinero a cambio de que me acompañara a mi casa. Primero porque me podría ver alguna de sus compañeras y, después, porque no estaba seguro de que no fuera a perseguirme alguno de sus gorilas.
Pero lo cierto es que no dejaba de pensar en quitarle la vida suavemente, acariciarle el rostro y besarle la frente. En Susi en paz, porque ya la policía nunca volvería a pedirle la documentación, nunca los vecinos volverían a despreciarla y tirarle cubos de agua. O regalarle rosas, según el humor con el que se hubieran levantado.
Hasta que un día dijo que le iban a echar del país. O que se iba a ir, porque sólo entendía el sesenta por ciento de lo que me decía. En cualquier caso me dejó claro que aquella semana nos veríamos por última vez.
Debía aprovechar el encuentro. Daría igual los que pasara después. Si me detenían, si pasaba el resto de mi vida en la cárcel. Sería el precio a pagar por liberarme de aquella excitación que me acechaba a cada momento del día y no me dejaba pensar con claridad.
Aquella tarde Susi estaba preciosa. Había cambiado su vestido rojo por uno blanco. Parecía una virgen y se había dejado el cabello suelto. Liso. Lacio. Perfecto. Primero le até las manos a la espalda y empecé a hacerle fotos, quería disfrutar al máximo del momento.
Lo que pasó después no sabría explicarlo con claridad. Es como si lo hubiera hecho otra persona. Escuché gritos en la habitación de al lado. Un hombre llamaba puta a la mujer con la que estaba y le exigía que no gritase. Era evidente que le estaba haciendo daño.
Entré en aquella habitación y, sin mediar palabra, saqué la navaja y se la clavé primero en la espalda, después un millón de veces más.
Todos dijeron que la navaja era suya y que yo había actuado en defensa propia. Me convertí en una especie de héroe local. Hasta el punto que había gente que entraba a la sala de máquinas sólo para hacerse selfies conmigo. Mi jefe estaba encantado. Obviaron que yo también era un putero. Y, evidentemente, no sabían hasta qué punto eran oscuros mis deseos.
No volví a ver a Susi, pensé que sería lo mejor. Pero a veces paseaba con las calles buscando a alguien con quien irme a una pensión. La nueva persona que había dentro de mí sólo pensaba en aumentar mi colección de fotografías dotándola de un mayor realismo.
Lo cierto es que ya había probado la sangre. Después de eso ya no había marcha atrás.
