Orquídeas fosforescentes, amaneceres de cartón
Esta mañana, en el ascensor, podríamos haber hablado de los grandes misterios de la vida en lugar de hablar del tiempo. Podría haberte mirado a los ojos mientras te hablaba, haberte contado todos mis secretos, soltado alguna frase ingeniosa, podría haberte hecho reír. Y también decirte que todo lo que teníamos que hacer hoy no era tan importante como volver a aquella vida de hace quizá unos veinte años, cuando las consecuencias inmediatas no se tenían en cuenta.
Debimos salir a la calle, debí decirte que eras especial, haberme fijado más en el rojo de tus labios. Entrar al supermercado y comprar helados, comernos cuatro o cinco de golpe, tirar a la basura nuestras pulseras inteligentes, dejar de contar los pasos, habitar el mundo con un plus de despreocupación.
Llamar a todos los timbres del barrio y salir corriendo, comprarle un par de pasteles a la anciana que pide en la panadería, también un café. Y escuchar nuestras canciones favoritas y bailar en ausencia total de sentido del ritmo. No drogarnos, por una vez, no desear evadirnos. Estar atentos a todo. No dormir, enlazar minutos segundos y amaneceres viendo La chica de rosa y el resto de las de aquella época (que tú sabes perfectamente cuáles son).
Sin importarnos si enamorarnos o no, ya la vida se encargaría de enamorarse de nosotros. Podríamos pasear por el Centro Comercial, y los que antes me llamaban caballero ahora me dirían señor. Aunque mi comida consistiera en un cruasán relleno de chocolate, nuggets de pollo y miles de gominolas. Aunque los niños nos riñeran por irresponsables. Aunque acabaran echándonos.
Llamaríamos a nuestros padres y nuestros hermanos y les diríamos que les queremos sin añadir ningún otro matiz. Recordaríamos que también vivimos nuestras vidas ante sus ojos, que hay pocas cosas más trascendentales que eso.
Robaríamos coches y alunizaríamos en las casas de apuestas, rescatando a todos los presos que hay en su interior. Caminaríamos por encima de los bancos, con cuidado al bajar para no pisar ninguna de las rayas de la acera. Sin tapar el cielo azul, bebiendo de los charcos, ignorando cualquier suerte de advertencia sanitaria. No preocupándonos de vivir más, o más sano, sino de vivir a secas.
Y nos detendríamos en el parque, donde nadan los patos y comen las palomas. Saldríamos volando tras ellas hasta llegar a la luna. Allí alquilaríamos un par de tumbonas. Juntos y abrazados disfrutaríamos de la vista, y de la compañía de los marcianos que habitan las oficinas subterráneas del satélite.
Sería nuestra primera orgía extraterrestre.
Nuestro mundo de acontecimientos únicos.
Nuestro amor, siempre imaginado, nunca consumado,
El que tantas veces pudo ser y no fue,
El que nunca nos fallará.
El que se reflejaba en nuestros ojos,
clavados en el suelo..