28 de noviembre
Tercer movimiento: 28 de noviembre
28 de noviembre
“Y pienso: ¡Maldición! Eres un corazón salvaje.”
Rosendo, ¿De qué vas?
28 de noviembre
Dolía Bilbao aquella tarde. La lluvia mojaba mi ropa, mi cara, mi pelo y, la humedad, calaba mis huesos. Yo era víctima de la burocracia, necesitaba una receta para comprar olanzapina, se me hacía olvidado en Palma aquella mañana, y de un centro de salud me mandaban al otro y, del otro, me volvían a enviar al primero. Qué agresiva se mostraba la ciudad conmigo, quizá nunca me perdonó que me fuera para poder no ser de ninguna parte.
Mi madre había cumplido años exactamente hacía catorce días. Aquel día mi padre le había llevado una docena de rosas. Y mi madre sentía una tumefacción en la parte del cerebro que rige la felicidad y la presunción, cada vez que una enfermera y una auxiliar le decían cosas del tipo: “Vaya suerte que tienes, mi marido nunca tiene ese tipo de detalles conmigo, qué envidia”.
Yo le compré un jarrón en los chinos y alguna otra cosa que no recuerdo. No recuerdo qué otra cosa compré, ni siquiera si era para ella. Sólo recuerdo que ya hacía días que los médicos habían visto otros tumores en el páncreas y en el hígado de mi madre, que su existencia se acercaba cada día un poco más a su fecha de caducidad. Y, así fue, la muerte, la dama de negro con su guadaña vendría a visitarle catorce días después.
Aquel día en que, al llegar a Bilbao, mi padre me dijo que cogiera un taxi y fuera a casa lo antes posible. Que ya casi no quedaba tiempo. Ansioso, durante todo el camino, sólo podía pensar en que, por favor, ojalá siguiera viva cuando llegase. Lo estaba. Pude tumbarme en la cama junto a ella, mi hermana sentada al otro lado, mi padre mirándonos desde la cocina, como si hubiera un campo de fuerza que no le permitiera acercarse más y traspasarlo le provocara un dolor que sería incapaz de procesar.
Sólo decíamos cosas bonitas. En el momento de la sedación, los médicos dijeron que podía oírnos. Así que hablábamos del futuro, de su aniversario de boda, cincuenta años que hubieran llegado el once de agosto de este año, de que si llegaba ese le llevaríamos sí o sí a Nueva York, a dentro de una película o a cualquier otro lugar que ella quisiera. Que todo iría bien, que podía irse tranquila, que estaríamos bien. Ese tipo de cosas.
De vez en cuando, salíamos de la habitación, cuando uno de los dos era incapaz de contener las lágrimas, yo abrazaba a mi hermana o ella me abrazaba a mí. Volvíamos a entrar y hablábamos de cosas felices. La verdad es que yo, como Truman, siempre he pensado que vivo en una película. Es un tanto aburrida pero hay escenas preciosas que quedarán grabadas en la retina del espectador.
28 de noviembre

28 de noviembre
Ésta era una de ellas, una de tantas, como aquel día en la boda de mi hermana, donde todo el mundo estaba animado, todos nos divertimos y todos llegamos muy tarde a dormir. Excepto mi mujer, que se recogió “pronto”, así muy entre comillas que ya serían por lo menos las tres o las cuatro. Estaba preciosa aquel día. Para mí siempre lo está, no lo digo por decir, es la verdad; pero en esa época todos estábamos más guapos, más jóvenes, con más pelo y menos kilos.
No puedo ni imaginar todo lo que esto haya supuesto para mi padre, de verdad, no puedo. Porque, cuando estás tanto tiempo así con alguien, se convierte en tu cuerpo, tu carne y tu sangre. Como dos serpientes que se unen y parece que nunca van a separarse.
Sin embargo, mi madre que, antes de adoptar a nuestra hija me dijo que ya la quería aunque no la conociera, sí que puede entender lo que siento al verla crecer.
No se trata de traer un mundo para que sufra esta realidad que bla, bla, bla.
Se trata de la vida, que se abre camino ante nuestros ojos en un ser que, pasados pocos meses también se convierte en algo nuestro. Mi hija, es mi hija; mi mujer, es mi mujer; los tres somos una familia. No te das cuenta, pero hay algo en la sonrisa de ese bicho que te despierta a las siete de la mañana que sí, que te toca los cojones, pero también te alegra el día. Que te agobia, pero también te enseña el amor incondicional. Que quisieras enseñarle tantas cosas sobre el mundo, atraparla no dejar que pase el tiempo, pero el tiempo pasa y pesa y tienes que aprender a soltar tu viejo lastre y darle la suficiente libertad para aprender por sí misma.
Y se trata también, tengas la edad que tengas, de que llega un momento en que todo tu mundo se deshace en un segundo. Salí de casa a por las recetas probablemente treinta segundos antes de que mi madre muriera; minuto y medio después mi padre me llamó y me dijo: “Ven, creo que mamá a muerto”. Yo sólo supe decirle, “vale”, y también: “te quiero”. “Y yo a ti”. Tenía que decirle a mi padre que le quería, así era, así es y supongo que no lo diré lo suficiente. No nos educaron así, es simple. Espero que la turba de hombres que pueblen el futuro tengan claras esas dos palabras. Luego llamé a mi mujer y bastó con oír su voz para sentirme un poco mejor.
Son dos palabras simples. Se explican por sí mismas. Llegó mi cuñado del trabajo y era la hora de comer. Ni siquiera sabíamos si comer o no, pero decidimos darle una oportunidad a la normalidad. Sabiendo, no obstante, que la normalidad ya nunca volvería a ser normal. Ella murió. Y todo un mundo se derrumbó alrededor de aquella mesa. Como cuando cayeron las Torres Gemelas y Nueva York nunca más volvió a ser la misma ciudad.
Aquel mediodía, el 28 de noviembre de 2022.
28 de noviembre