Por si decides volver (I): Te odio, te necesito (versión alterna)
“When I was young It seemed that life was so wonderful A miracle Oh, it was beautiful, magical” Supertramp, The logical song
Por si decides volver (I): Te odio, te necesito (versión alterna)
No necesito que vuelvas a explicármelo, ahora está todo claro: tú no estabas obligada a quererme ni yo a darle vueltas y vueltas a la cabeza preguntándome por qué era tan poca cosa, por qué no era suficiente para ti.
Sólo un apunte: no había necesidad de ser tan cruel. Podrías haber contestado alguno de esos mensajes que te envié, aquellos que no tenían respuesta y venían acompañados de una línea comunicando.
Podrías haber estado alguna vez en alguno de esos bares que conocimos juntos. Los mismos que he recorrido mil veces, para despertarme a la mañana siguiente casi sin fuerzas, repleto de alcohol, nicotina y algunas otras sustancias.
Y hoy creo que me pasaré el día en la cama, escuchando las mismas canciones que nos enamoraron, recibiendo a viejos fantasmas que me presentan otros nuevos en esta habitación de olor dulce a heroína.
Nunca pensé en enamorarme, no creíamos en la existencia del amor, tú y yo sólo éramos un vagón de tren que conducía a una vía muerta.
Sabíamos que la vida nos separaría sin remedio, que yo iba a resultarte demasiado torturado y triste, creí que en algún momento ibas a decir basta. Nunca pensé que disfrutarías tanto torturándome:
Por si decides volver (I): Te odio, te necesito (versión alterna)
“Te podría querer sí, te podría querer quizá, si caminaras de otra manera, si te gustara otro tipo de música,
si no fueras tan torpe y despistado, si fueras capaz de excitarme cuando estoy enfadada”
Por si decides volver (I): Te odio, te necesito (versión alterna)
De la noche anterior sólo recuerdo el olor del frío en mi chaqueta de cuero. Del día de hoy sólo duermevela: sueños que se convierten en pesadillas al despertar.
Y todos esos malditos tópicos: la cama vacía, las mantas que apestan, porque tengo miedo de lavarlas y que así pierdan tu olor.
El recuerdo de un beso robado en los jardines de Sabatini, chupitos robados en un bar de Iturribide, y una botella comprada en el paqui de Marqués de la Fontsanta.
Sólo me queda la esperanza de que un día vuelvas a buscarme de amor desesperada, cuando tú hayas perdido el camino y mis letras llenen estadios.
Entonces te rechazaré, sólo con la intención de besarte, tanto y en tantos lugares, que nunca dejemos de hacerlo.
Sé que no es real, no soy imbécil, aunque estoy seguro de que tú sí lo piensas y sólo espero que, si algún día lees estas palabras, te arrepientas y sientas tuyo todo el dolor que has provocado, que fuiste una zorra, que no mereces nunca más ser feliz, ni siquiera el recuerdo del amor. Que la soledad parta tu alma.
Mientras eso no ocurra tengo un plan. Salir algunas noches, sobrevivir a las resacas, fumar un cigarrillo tras otro, vaciar mil botellas, pincharme las venas y entregarme al narcótico sabor de la eutanasia.
No me queda otra Porque sé que nunca volverás, que seguiré estando solo, y aterrorizado ante la vida y que a ti te dará igual Porque no perderás ni un solo minuto en volver a verme y venir a salvarme.
Dímelo. Dímelo. Que tú tienes hambre, tú tienes hambre, lo mismo que yo. Kiko Veneno, Hambre
En los últimos meses he visto dos series españolas en las que había dos personajes arquetípicos similares. Se trata del policía corrupto que recibe grandes cantidades de dinero de pequeños capos de la droga a cambio de protección.
El primer caso es el personaje de Ezequiel, interpretado por Luis Zahera en la ficción de MediasetEntrevías, serie sita en un barrio marginal de Madrid existente aunque, como aparece en un mensaje al principio cada capítulo, no se identifica con la imagen que ésta da del mismo.
Se trata de un producto bienintencionado que no pasa de ser una nueva vuelta de tuerca a la historia de Romeo y Julieta donde, a medida que pasan los capítulos, como pasa en muchas series españolas, todos terminan liándose con todos.
La serie empieza con una temporada centrada en la degradación de un barrio obrero, relacionando ésta con un aumento del tráfico de drogas y la inmigración que, desde el punto vista de su protagonista, Tirso, interpretado por José Coronado, están íntimamente relacionados.
Si la serie puede subir algún peldaño más arriba de la mediocridad, si es que lo hace, no es sino gracias a las interpretaciones de José Coronado (Tirso) y Luis Zahera (Ezequiel). El resto del reparto cumple con sus papeles, en gran medida inverosímiles, destacando las interpretaciones de María de Nati (Nata) y Franky Martín (Sandro). Respecto a los actores que interpretan a la pareja de enamorados, Felipe Londoño y Nona Sobo, lo mejor que se puede decir es que todavía son jóvenes y tienen tiempo para estudiar y prepararse con la finalidad de ejercer otra profesión para la que realmente estén cualificados. Respecto a Tirso, lo cierto es que aquí no nos interesa mucho hablar de él. Es un personaje bastante inverosímil, ex militar, vigilante, que pasa de ser un facha redomado a convertirse en un entusiasta defensor de la inmigración y la multiculturalidad.
Ezequiel, sin embargo, es un personaje muy interesante, al menos en la primera temporada. Ezequiel es un subinspector de policía, convencido de que Entrevías es un organismo vivo que seguirá funcionando (o disfuncionando) independientemente de la labor policial. Es un personaje que se mueve constantemente entre líneas, interactuando con los demás personajes con el único fin de que el equilibrio se mantenga para evitar guerras entre las diferentes bandas de traficantes que trabajan en el barrio. Para ello mantiene una alianza con un narcotraficante (Sandro) quien cuenta con más medios, personal y armamento que los demás. Sandro es para él un medio. Debe haber un rey en el barrio al que el resto de señores feudales prometan obediencia o, si se me permite el símil, un Leviatán, que clava sus garras en todas las esquinas del barrio, controlando todo y a todos.
La guerra contra la droga
Esta cosmovisión de lo fútil que es eso que ha venido a llamarse la guerra contra la droga es algo que Ezequiel comparte con el Gato (Salva Reina), protagonista de otra serie, Malaka, que es un ejemplo perfecto de lo que una televisión pública ha de ofrecer a sus telespectadores.
Entrevías no puede competir ni en cuanto a puesta en escena, ni en cuando a interpretaciones, credibilidad ni personajes. Sobre todo en cuando a personajes, ya que aquí cada uno de ellos desde sus protagonistas al último secundario están perfectamente dibujados e interpretados.
Se trata de una serie urbana donde conviven todo tipo de policías los corruptos, como el Gato o el comisario Sarabia, los que tuvieron que abandonar el cuerpo por no serlo (Vicente Romero), también una policía profundamente traumatizada (Maggie Civantos) con todo tipo de delincuentes, destacando Laura Baena en el papel de la Tota, entre ellos traficantes, oportunistas, camellos de poca monta, lavanderas de billetes, constructores y políticos que en un mundo perfecto habrían acabado en la calle, prostitutas amateurs y profesionales e incluso una pareja de marroquíes que acaban convirtiéndose en una mezcla de Omar de The Wire y unos Bonnie and Clyde de barrio.
Malaka parte de dos historias que acaban entremezclándose: la del asesinato de la hija de un importante promotor inmobiliario con la de la aparición de un tipo de hachís llamado oro compuesto de una mutación de varios tipos de marihuana que producen un nivel extremadamente alto de TCH y una adicción desmesurada inexistente en cualquier producto de ese tipo presente hasta ahora en el mercado.
El Gato participa en estas investigaciones sólo parcialmente, apurando la paciencia de Blanca (Civantos) al tener que desaparecer frecuentemente para tener que encargarse de otros asuntos relacionados con el mantenimiento del equilibrio en los bajos fondos de Málaga. Aquí los que mueven en percal no se parecen mucho a lo que estamos acostumbrados a ver en las series americanas, gente de gatillo fácil poseedora de interminables fajos de billetes, sino que miembros de diferentes clanes que se juntan cada noche en una casa a las afueras para comer, beber y hablar de negocios. Ahí están los gitanos, los magrebíes, los payos que tratan de repartirse el mercado, haciendo frente común contra los senegaleses que llegaron al barrio haciéndose un hueco a base de hambre, machetes y tijeras o los rusos, que no aparecen en la serie.
Entre todos ellos el Gato debe hacer y cobrarse favores con el fin de mantener la paz al mismo tiempo que asegurar que las drogas y el dinero sigan circulando sin contratiempos.
En contraste el personaje de Ezequiel, que se presenta como un chaval de un pueblo gallego que se hizo policía para ayudar a la gente para acabar viéndose corrompido por las muchas tentaciones que ofrece la gran ciudad, el Gato conoce la calle desde que era niño. Él y sus amigos se ganaban la vida recogiendo los fardos de droga en el mar. Tiene claro de dónde viene y donde está, por eso supo que era mejor ingresar en la policía, después de ver como varios de sus amigos acabaron muertos y otros en la cárcel. El barrio no va a cambiar, siempre ha sido así y siempre lo será. No es una cuestión de mano dura, sino de pobreza y marginalidad, de oferta y demanda.
En un alarde de inverosimilitud, en Entrevías, Ezequiel dice algo así como que su trabajo consiste en que no muera nadie y que nadie lo ha hecho mientras él ha realizado su cometido en el barrio. Es un alarde también de hipocresía, olvida a las verdaderas víctimas: los consumidores. Con lo que podríamos finalmente deducir que el verdadero objetivo del policía humanista es que los narcotraficantes no se maten entre ellos.
Otra vuelta de tuerca: los únicos personajes relevantes que son adictos son un exmilitar amigo de Tirso, Sanchís, interpretado por Manolo Caro, que vivió una experiencia traumática en la guerra de Bosnia y su propia nieta que empieza a tomar oxicodona para superar la ansiedad de haber sido víctima de una violación múltiple.
Y una vuelta de tuerca más: En un momento en que la nieta de Tirso empieza a recibir asistencia psicológica. Tirso se opone de manera agresiva. Viene a decirnos que los psicólogos son los responsables de la adicción de Sanchís pues le obligaron a revivir el trauma y éste no lo pudo soportar. Quedando claro, finalmente, que la única forma de ayudar a la nieta es la mano dura, obligarle a trabajar y a ganarse el pan, encerrarla en casa o prohibirle ver a su novio. Y la única solución definitiva al problema encontrar y asesinar a los hombres que la han violado.
Que cada uno saque sus propias conclusiones.
La guerra contra la droga
Salva Reina, Darío, el Gato, no está obsesionado con minimizar daños. Lo hace porque es bueno para el barrio pero también en beneficio personal. Es una persona violenta porque el Málaga donde vive también lo es y porque es la única manera que conoce de protegerse a él y a los suyos.
Tiene claro que vive en un entorno en que las oportunidades no existen. No hay nada de lo que ves y la única forma de prosperar es la corrupción. Por eso, cuando se trata del futuro de su hijo, es puro delirio. Tiene que conseguir un contrato profesional como futbolista e irse a Inglaterra. Salir del barrio y no volver jamás.
Finalmente, tanto el Gato como Ezequiel son incapaces de ganar la partida, porque las cartas que les han tocado están marcadas. Ezequiel se ve obligado a renunciar al amor y, tras ser expulsado, a asumir que nunca volverá a recuperar su placa.
Darío también pierde su placa, pero sabe que no hay más, a otra cosa, no comparte el desvarío de Luís Zahera, quien sueña con volverse un hombre honrado. Así, el Gato, no muestra arrepentimiento frente a la agente de asuntos internos que le ha jodido. Y, en un discurso sin fallas, lo expone claramente: mientras haya demanda, habrá droga. Podrán presumir los medios de comunicación o el Twitter de la policía de las miles de toneladas de droga incautada, pero la realidad es que cualquier persona en cualquier ciudad de mundo puede encontrar a alguien que le proporcione la droga que más le guste.
Porque al final la actuación policial es un ejercicio de futilidad que no sirve para otra cosa que aumentar el precio. No hay más.
La guerra contra la droga
El negocio de las drogas constituye en esencia una práctica capitalista en la que todos los agentes implicados se mueven por la búsqueda del máximo beneficio. No estar dentro de la legalidad impide que haya una regulación sana, convirtiendo la violencia en un medio, si bien no legítimo, sí efectivo a la hora de conseguir sacar mayor tajada. Evidentemente, si matas a tu competidor ganas un plus en la elaboración o transporte de la mercancía.
Por su parte, la policía, añade el intento de monopolio de la violencia por parte del estado sin conseguirlo. Incauta grandes cantidades de droga, sí, pero éste no es síntoma de que el sistema funciona sino que produce efectos perversos y más dañinos.
Tal como expone Johann Hari en su libro Tras el grito, la ilegalización de las sustancias estupefacientes beneficia el comercio de aquellas sustancias que son más dañinas ya que suelen coincidir con las que precisan de dosis más pequeñas.
El autor lo ejemplifica con la época de la prohibición en Estados Unidos. Un chupito de whisky se vendía a un precio igual o mayor que una jarra de cerveza. Por lo que el dueño de un camión que quisiera dedicarse al negocio del contrabando optaba por la solución más lógica: llenar el camión de whisky o whiskey y obtener así una mayor plusvalía.
Porque quien quiere emborracharse recurre a las bebidas blancas, aquellas que te proporcionan un pedo más inmediato.
La guerra contra la droga
Igualmente, ocurrió en la crisis de la heroína en España, que empezó a venderse en grandes cantidades a precios asequibles. Hay quien habla de una conspiración, de que la guardia civil, los servicios secretos o ambos pusieron en las calles grandes cantidades de heroína a precio barato como un modo de reprimir a las juventudes contestatarias, sobre todo en Euskadi y en Cataluña, convirtiéndolas en masas de yonquis, palabra (en inglés Junkey) que popularizaron en Estados Unidos escritores como William S. Burroughs o Allen Ginsberg y que ha sido la que se ha venido utilizando en las últimas décadas para denominar a los adictos a la heroína.
Sin embargo, por mucho que nos gusten las teorías de la conspiración, yo ésta la pondría en cuarentena, dado que hay pocos o ningún dato real que la sostenga, tal como expone con multitud de argumentos Juan Carlos Usó en su libro ¿Nos matan con la heroína? Porque, al fin y al cabo, la heroína se consumía tanto en la industrializada margen izquierda de la ría del Nervión como en las fiestas pijas de la movida madrileña y, si bien es cierto que hubo guardias civiles que miraron hacia otro lado, no se trató tanto de una decisión política consciente como de algo tan simple como que aceptaban sobornos para hacerlo.
La guerra contra la droga
Tras esta digresión volvemos al tema del narcotráfico y el coste contable, y llegamos así a las dos primeras temporadas de Narcos México y a su protagonista, Miguel Ángel Félix Gallardo, interpretado de manera soberbia por ese excelente actor mexicano que es Diego Luna.
Todos sabemos que el boom de Narcos se produjo con la figura del Escobar interpretado por Walter Moura, pero Diego Luna no sólo tiene el acento correcto sino que compone un personaje repleto de matices con quien, en mi opinión, el espectador puede identificarse más fácilmente. Pues hay que reconocer que todos escondemos un sociópata que nunca llega a ser capaz de identificarse con lo que quiere.
Bueno, quizá todos no, puede que sólo sea cosa mía. Pero, en fin, en Narcos México se nos muestra que un personaje que ha nacido para ser un secundario puede convertirse en protagonista si posee una visión y la determinación para tratar de llevarla a cabo.
Félix Gallardo, nacido en Sinaloa, fue miembro de la Policía Judicial Mexicana, oficio que compaginó con la fundación del conocido Cártel de Guadalajara a principios de los años 80. Protegido por el Gobernador de la región propuso la idea de colaborar con otros narcotraficantes mexicanos para el envío a Estados Unidos de un tipo de marihuana creada por uno de sus hombres más cercanos que, por razones que no vienen al caso, puede ser cultivada en el desierto.
El proyecto, la visión de Félix era fundar una federación, conseguir que narcos como el Chapo Guzmán o los hermanos Arellano dejen a un lado sus diferencias y trabajen juntos, dejando así la violencia fuera de la ecuación.
Poco más me interesa explicar aquí del argumento. Sólo destacar que el plan de Félix, con sus más y sus menos, fue altamente exitoso y le hizo inmensamente rico. Compró multitud de propiedades, estableció importantes contactos con otros empresarios “respetables” y miembros del corrupto PRI, trabajando a su vez mano a mano con la Dirección Federal de Seguridad.
Hay una escena, en la que Diego Luna o Felix Gallardo mata a golpes con un cenicero en un hotel de su propiedad al jefe de la DFS. En este caso se trata de un personaje ficticio, Salvador Osuna Nava, interpretado por Ernesto Alterio, cuyo asesinato sirve para dejar claro por qué Felix Gallardo fue considerado el “Jefe de Jefes” en México. Podía hacer cualquier cosa y salir indemne de ello.
La guerra contra la droga
El antagonista de Felix Gallardo es el agente de la DEA Kiki Camarena. Inspirado en un personaje real, se trata del típico agente de la DEA de la franquicia: un estadounidense que llega a México a poner orden, capaz de enfrentarse a la corrupción de todo un país y de llegar en sus pesquisas mucho más allá de lo que hubiera sido capaz cualquier agente de cualquier cuerpo de policía mexicano.
Camarena llega a descubrir dónde se encuentra la enorme plantación de marihuana de Gallardo haciéndose pasar por un temporero. En cierto modo, el momento en que llega a la plantación sirve de denuncia de las condiciones de vida y de trabajo de los peones que trabajan en estas plantaciones. Creo que éste es un tremendo ejercicio de cinismo por parte de los creadores y guionistas de la serie. Si llegamos al fondo de la cuestión, las condiciones de vida de los trabajadores de las plantaciones no hubieran tenido mayor importancia si el producto un producto legal. Hay millones de trabajadores en México y en Estados Unidos que soportan las mismas o peores condiciones, por no hablar de las de ciertos países de Asia.
Si Félix Gallardo se hubiera dedicado al negocio de la moda hubiera sido considerado por todos como un empresario respetable; el Amancio Ortega de Sinaloa. Porque Don Miguel Ángel Félix Gallardo era un neoliberal. Es más, Felix Gallardo era bastante más honrado que el gallego porque, al contrario que éste, vendía un producto de calidad. ¿Que flexibilizaba las condiciones laborales de sus empleados hasta el límite haciendo que la mayor parte de los beneficios se repartieran entre él y los actos directivos de su compañía? Cierto. ¿Es eso inmoral? Juzgue usted. Porque el argumento de que era un empresario que generaba riqueza y puestos de trabajo también le es aplicable.
Algunos socios de Felix Gallardo, sin su conocimiento ni su consentimiento hasta que ya fue demasiado tarde secuestraron, torturaron y asesinaron a Kiki Camarena. Y es aquí cuando Estados Unidos se pone serio. Porque en el fondo, todas las acciones que realiza el país en México no están dirigidas tanto a la lucha contra el narcotráfico como a buscar justicia para Camarena, para detener a su asesino. Lo que nos muestra de forma gráfica la moral dispersa de aquellos agentes que se dedicaban a la lucha contra el narcotráfico.
Pero volveremos a ello más adelante.
La guerra contra la droga
Hay un término en economía, coste contable, que se refiere al dinero que has dejado de ganar por no haber sabido maximizar el beneficio que puedes obtener de los recursos de los que dispones. Este concepto fue el que le llevó un día a Félix Gallardo a plantearse lo siguiente: ¿Para qué seguir cultivando y transportando Marihuana a Estados Unidos cuando podía ganar muchos más dinero aliándose con los cárteles colombianos para transportar su marihuana?
Y, como buen sinaloense, no pudo resistirse a esa tentación. Pactó con Escobar y empezó a mover la mercancía. Se hizo inmensamente rico, invirtiendo su dinero en negocios legales, aliándose con todos los estamentos del sistema corrupto mexicano: policía, ejército, grandes empresarios y políticos. De acuerdo con lo que dice la serie, llega incluso a establecer una alianza con la CIA mediante la que él facilitaba rutas para el envío de armas a las guerrillas nicaragüenses a cambio de que le dejaran en paz.
Pero tiene dos problemas. El primero es Kiki Camarena. La DEA nunca iba a perdonarle su participación en la muerte de uno de los suyos y el otro, las conspiraciones contra él por parte de los demás miembros de la federación.
Y así, poco a poco, se desmorona un imperio. Felix Gallardo acabará en la cárcel, un lugar de donde nunca volverá a salir.
La guerra contra la droga
Llegamos a la escena final de la segunda temporada. Aquella en la que el agente Walt Breslin (Scott McNairy) visita a Félix en la cárcel. Le enseña una foto de Camarena y le pregunta: ¿Sabes quién soy? Félix le escucha con indiferencia. Breslin le pide información. Y éste le explica lo que va a pasar a continuación. Los Cárteles van a abandonar la Federación y van a ir cada uno por su lado. El negocio seguirá en pie pero, al no contar con una estructura como La Federación donde todo el mundo debía actuar con el beneplácito de Gallardo, va a venir acompañado de más violencia.
El monólogo final de Diego Luna es para enmarcar. Primero se refiere a la Guerra contra la droga, diciendo que los americanos entran en otros países para decirles lo que tienen que hacer sin tener una visión de conjunto. La derrota es similar a la de la Guerra de Vietnam, con la diferencia de que no son ellos los que pierden vidas: “Querías ver otra cosa. Pues te la pelas. (Ustedes) ya empezaron el cagadero y esto nadie lo para. Sin mí, nadie lo para. Yo debería traer tu pinche placa de la DEA. Va a empezar a correr la sangre, el caos. Así van a ver lo que pasa cuando abren la jaula y dejan salir a los animales. Me van a extrañar”.
La guerra contra la droga
Así explica el final David Newman, uno de los creadores de la serie: “Félix Gallardo yendo a la cárcel, y la destrucción de aquello que había construido, fue el comienzo de un primer capítulo increíblemente violento de la guerra contra las drogas; ahora nos dirigimos hacia los años 90, donde la cosa se pone realmente fea, porque aquello que mantuvo unidos a todos, que era Félix Gallardo y su sueño, se ha desvanecido, y ahora comienza la muerte”.
Esta explicación conecta a un hombre como Félix Gallardo con el Gato. Felix Gallardo acabará sus días en la cárcel y el Gato, al perder la placa, se cambiará de lado dedicándose a transportar mercancía por el mar. A los dos les une una visión clara de la realidad que podría parecer cínica. Pero mucho más cínica es la visión de los honrados agentes de la DEA que dan golpes aquí y allá sin tener en cuenta las consecuencias de sus actos o que, como Steve Murphy se hacen fotos con el cadáver de Pablo Escobar como si éste fuera una pieza de caza.
Nunca pensarán en el origen de los sicarios de Medellín, tal como los describe Gabriel García Márquez en Noticia de un secuestro. Jóvenes, muchos profundamente cristianos, que entran en el negocio por ser la única salida. Salida que les garantiza dinero fácil y un deseo de escapar de la realidad a través de la música, de las drogas o de practicar el deporte bien remunerado de la caza de policías. Pero esta pobreza, que bien podría parecer exclusiva del tercer mundo, también existe en el cuarto mundo. En el Baltimore que nos enseñaron David Simon y Ed Burns en las cuatro excelentes temporadas de The Wire (porque, que quede claro, nunca se hizo una quinta temporada). No hablamos aquí de los grandes narcotraficantes sino de los pequeños camellos que se buscan la vida cada día en una esquina apoyados en paredes repletas de pequeños agujeros de bala.
En Estados Unidos cuando alguien toma alcohol por la calle debe llevar la botella envuelta en una bolsa de papel. Así te garantizas poder beber sin que la policía te diga nada, suponiendo al mismo tiempo una señal de respeto hacia ellos al no consumir abiertamente.
En la cuarta temporada, el veterano jefe de policía Howard Colvin (interpretado por Robert Wisdom) trata de crear una bolsa de papel para el crack delimitando un territorio, al que se llamaría Hamsterdam donde se podría vender droga libremente. Todo a cambio de que no hubiera violencia entre los diferentes proveedores y que no salieran de aquella zona.
El experimento, por supuesto, termina fracasando cuando algunos policías descontentos informan a la prensa. Y, añadiré, fracasa porque debía hacerlo, porque Hamsterdam se convierte en una especie de círculo del infierno plagado de seres inánimes que conviven con la más absoluta miseria y degradación.
No obstante, la otra alternativa es aquella en que la policía únicamente puede luchar contra el tráfico de sustancias ilegales a través del ejercicio de la violencia. La policía ha olvidado el barrio, el trato con las personas que allí viven, deshumanizándolas y convirtiéndolas en objetivos aleatorios de un maltrato continuado.
Hamsterdam también olvida algo importante. La guerra contra la droga se ha convertido también en una guerra contra los adictos. Tanto la policía como los traficantes les tratan como escoria y, unos y otros, permiten que se les venda una mercancía peligrosamente adulterada.
La guerra contra la droga
Las típicas lesiones en las venas de los yonquis no son consecuencia de pincharse heroína simplemente, sino también de que ésta ha sido mezclada con polvos de ladrillo, talco o vaya usted a saber qué. En el libro Tras el grito, antes citado se explica esto. También se explica que en Portugal existen programas para los adictos donde se les dan dosis controladas de heroína para poder sobrellevar su adicción de la mejor manera posible. Con esto se consigue, aparte del uso de jeringuillas no contaminadas, que estas personas puedan seguir adelante con sus vidas cotidianas, sin cometer delitos para financiar su adicción ni tener la necesidad de frecuentar ambientes sórdidos y peligrosos para comprar la mercancía.
Este tipo de programas muestran que la intervención estatal, más allá de su ejercicio del monopolio de la violencia, resulta más beneficiosa para el resto de la sociedad que una guerra que nunca acaba. La policía bien puede presumir en Twitter de haber encontrado un cargamento de toneladas de hachís, que han sido más listos que un infeliz que pretendía pasar droga por la frontera escondida en un bocadillo de chorizo o invitarte a denunciar a tu vecino si ves que tiene plantas “raras” en su terraza. Pero el Gato tiene razón. Todo eso no es más que decoración. Es el estado presumiendo de músculo y no de cerebro. No estoy diciendo que la corrupción, ya sea policial o endémica como en el caso de Félix Gallardo, sea la solución al problema de las drogas. Porque, excepto en el caso de un consumo social que no va más allá, se trata de una crisis sanitaria, agravada por la inexistencia de ningún control de la calidad de la mercancía. Sin embargo, estas prácticas corruptas, son más útiles que esa eterna partida de cartas en la que juegan policías y narcotraficantes. Y, al final, el problema de la corrupción lo es sólo porque los policías corruptos pisan rallas que estamentos más altos quieren esnifar.
Los políticos y los grandes empresarios no odian las drogas. La lucha contra la droga ha supuesto para ellos pingües beneficios a los que no van a renunciar sólo porque ésta sea ineficaz y vayan perdiéndola desde un principio.La violencia aumenta y nunca pasa nada. Mientras no mueran políticos y empresarios, nadie piensa en ciudades arrasadas por el narcotráfico o por las miles de mujeres desaparecidas en México. Porque hay algo que odian más que el crimen, odian a los pobres, como dice la canción de Molotov, los detestan:
La guerra contra la droga
“Gente que vive en la pobreza Nadie hace nada porque a nadie le interesa Es la gente de arriba te detesta Hay más gente que quiere que caigan sus cabezas Si le das más poder al poder Más duro te van a venir a coger Porque fuimos potencia mundial Somos pobres, nos manejan mal”
Éste es el fin del mundo. Suenan las sirenas anunciando un inminente ataque nuclear. Paseáis por los supermercados y los centros comerciales preguntándoos si merece la pena pasar por caja. Intentáis llamar a vuestros familiares para darles el último adiós, pero no podéis: todas las líneas están colapsadas. Y es ahora, cuando va a suceder lo inevitable, el momento en que os arrepentís de haber votado a aquel loco que tomó la decisión de entrar en guerra con una superpotencia extranjera sólo porque eso le garantizaba un alto índice de popularidad en las redes sociales.
Vosotros, como siempre, aplaudiendo a cualquiera que diga que va a tener mano dura, contra esos estados que llamáis terroristas; o contra los inmigrantes, la gente blanca sin trabajo que cobra alguna ayuda social o, simplemente, contra aquellos que no piensan como vosotros. Necesitabais un enemigo, hasta el final. Ahora mismo.
Y yo desapareceré sin guardaros apenas rencor. Porque vosotros sólo erais una panda de gilipollas. Las clases desfavorecidas que vivíais de la ilusión de ser de clase media. Aunque no tuvierais inteligencia ni un mínimo de cultura. No como nosotros, la verdadera clase media, liberal y comprometida. Aquellos que en nuestra adolescencia escribíamos loas a la muerte, al final de todas las cosas. Los que pasábamos el tiempo convencidos de que daba igual votar o no votar; asistir a manifestaciones o integrarnos en un movimiento social no merecía la pena. Porque el mundo se ha convertido en un lugar hostil e ignorante; un recorrido que hace tiempo ya dejó de merecer la pena. Sólo por vuestra culpa, atajo de imbéciles dispuestos a rendir culto al profeta que anunciaba las verdades que queríais oír. Porque al final sólo se trataba de eso, de vivir de la ilusión de que teníais razón. En todas aquellas diatribas que soltabais en la barra del bar, convencidos de que teníais soluciones fáciles para los problemas complejos.
Convertisteis el orden en desorden. Vuestra imagen de Dios sólo estaba en vuestra cabeza y nunca os parasteis a penar que quizá si esa aberración existirá, tal vez nos hubiera creado con el único fin de divertirse contemplando nuestra autodestrucción. Ya que aquello tuvo que acelerar con un meteorito, aburrido ya de dinosaurios que no hacían más que comerse sus excrementos o los unos a los otros. Fue sólo un experimento inútil. No necesitaba criaturas majestuosas que dominaran la tierra, sino una especie de diminutos seres frágiles que, creyéndose inteligentes, iniciaran la aniquilación de todas las especies que existen en nuestro planeta hasta acabar consigo mismos.
No sé qué criaturas vendrán a sustituirnos. Quizá una especie de cucarachas superdotadas, capaces también de ponerse un cinturón de explosivos en la cintura para suicidarse llevándose consigo las más posibles de su propia especie. Serán un poco más resistentes, pero en todo lo demás como nosotros. Esconderán sus excrementos, detestarán el olor de sus semejantes y sentirán una terrible indefensión cuando se encuentren desnudos frente a otros.
Interpretarán esa fragilidad como el inicio de algo llamado amor. Algo destinado a salvarles a todos. Y sufrirán cuando el amor termine, y volverán a ilusionarse otra vez. Habrá momentos incluso en los que se crean los amos del firmamento, investidos del derecho a cumplir sus sueños. A sentirse únicos en un océano en el que algunas gotas estarán más sucias que otras, pero gotas al fin y al cabo. Solamente capaces de ponerse de acuerdo para producir una ola gigante que arrase con todo. Unas pocas harán fuerza y las demás se dejarán llevar por la corriente.
¿Y después? ¿Seguirá habiendo vida en este planeta? ¿Volverán algún día a crecer las flores? ¿A quién demonios le importa eso ya?
Menos a mí que a nadie. Que me encuentro ya casi al final de mi historia. De nuevo atrapado en aquella habitación naranja. Sin posibilidad de, al menos contemplar el apocalipsis, porque aquí no hay puertas ni ventanas. Siempre aparezco aquí y en algún momento una puerta aparece en algún lugar de la habitación. Siempre cuando mi grado de desesperación alcanza el límite. Pero esta vez no va a ser así, no sólo porque esta vez no soy yo quien va a salir sino ellos los que entrarán en algún momento, sino porque la sirena no deja de sonar en mi cabeza. Recordándome que el fin ya ha llegado y la única opción que me queda en este momento es la de luchar.
No hay muebles en esta habitación. Nada que pueda usar para defenderme, así que cuando uno de ellos, aquellos hombres enfundados en trajes negros estilo película del Quentin Tarantino que todavía conservaba algún talento, los mismos que llevaban días siguiéndome y acabaron encerrándome aquí, cuando el primero de ellos entre por el lugar que sea que aparezca una salida esta vez, saltaré sobre su cara, apretaré sus ojos hacia el interior con todas las fuerzas de que sea capaz, hasta que sus gritos se superpongan a esta sirena que ya me está provocando un agudo dolor de cabeza y mis manos se llenen de sangre.
Pero tardan mucho. Quizá esté ahora en un búnker bajo tierra y la historia que intento contaros no tenga ninguna relevancia. Porque estáis todos muertos, incluso ellos. Y a mí sólo me quedan días de angustia y dolor, hasta morir de hambre mientras mi mente se sigue paseando por los lugares más insospechados.
Intento recordar mis vídeos de música favoritos de los años ochenta. Recuerdo sobre todo a Status Quo, in the army now. Es curioso recuerdo la sensación derrotista pero el vídeo en sí. El caso es que no lo he vuelto a ver desde que era niño. Recuerdo también take on me. Me mimetizo con ese vídeo y empiezo a recordarlo todo dibujado en blanco y negro. Entro en aquel espacio irreal en el que sólo consigo sumergirme bajo el efecto del flunitrazepam. Y soy un niño, dibujando todo lo que recuerdo de aquella época. Porque nosotros nacimos en una generación que, quizá por primera vez, no estaba destinada a alcanzar grandes metas, sino solamente para observar desde la ingravidez un mundo que se destruye a sí mismo.
Lo primero que dibujé fueron los bombarderos, planeando entre las nubes. El sol sonreía hasta que se percató de su presencia. Tenía cuatro años y por eso no pude pintar nada mejor que una cara triste. ¿Recordáis aquellas imágenes? Seguro que las habéis visto mil veces en infinidad de películas. El avión avanza, rompiendo el viento y, al principio, la ciudad se ve muy pequeña, apareciendo poco a poco mientras las nubes se van disipando. Se va haciendo cada vez más grande. Llega un momento en que los monstruos mecánicos se sitúan en el centro de la ciudad y empiezan a soltar su carga letal. Entonces se dibuja una seta gigante y la onda expansiva va destruyendo todo a su alrededor.
Ése fue el fantasma nos aterraba en nuestra niñez y que escondía otro mucho mayor: la crisis. Porque su onda expansiva destruyó las fábricas, condenó a la juventud de nuestros barrios a la precariedad y a la drogadicción. La misma onda expansiva que fue acabando con los dibujos de nuestra niñez. Acabó con las fábricas, algunas de las cuales ya estaban en ruinas; con aquel dibujo de un grupo de obreros unidos contra el patrón. Se borraron las palabras comunidad y solidaridad y fueron sustituidas por el miedo y la rabia contra todo el que es diferente. Y en aquel dibujo todas esas siglas de sindicatos y partidos políticos que la clase obrera pensaba que le defendían fueron perdiendo sentido.
Y entonces yo caminaba en círculos, como muchos otros, pero no eran círculos concéntricos sino una espiral; de estudios que no nos habían servido para nada; de imágenes en los medios de comunicación conservadores, donde los inmigrantes de aspecto islámico caminan con machetes por la calle; de alcohol y heroína; de oficinas llenas de cubículos individuales donde estaba prohibido que los trabajadores hablaran unos con otros; de talleres textiles en el fin del mundo donde aquellas chicas, apenas adolescentes, trabajaban en condiciones de esclavitud; de políticos hablando de flexibilizar el mercado laboral; de esa nueva juventud amenazante que se organiza en bandas en el parque, que cualquier noche uno de ellos puede acercarse a ti y violarte o clavarte varias veces el cuchillo que esconde bajo la chaqueta; de los atentados, los coches llenos de polvo, la personas que buscan sus miembros amputados entre una niebla de polvo; de fascistas levantando el brazo mientras una panda de viejos cada vez más ricos se regocijan; de un mundo en que las reglas ya no tienen sentido porque las cambian a su antojo y únicamente puedes limitarte a la no tan difícil tarea de seguir la corriente y tratar de sobrevivir.
Y ahora dejad que deje de dirigirme a vosotros y me dirija sólo a ella. Porque sobrevivir es eso trataba de hacer yo cuando te encontré. Encontrar un sentido más allá de la supervivencia, algo más allá del dolor que me acompañaba siempre. El mismo que me acompañó desde niño. A pesar de haber nacido en una familia de clase media y haberlo tenido más fácil. De haber encontrado un trabajo muy bien remunerado y vivir en una de esas zonas ricas de la ciudad donde puedes pasear tranquilamente entre gente de tu propia raza.
No podía creer en nada y decidí creer en ti. Había pasado muchos años sometiéndome a rituales de autodestrucción y anomía que me llevaron a encontrarte. A ti, la asombrosa Nina Gold, aunque sepa que ese no es tu verdadero nombre. Decidí ser tu esclavo, entregarte todo lo que tenía y vivir según tus reglas. A cambio prometiste dotar de un sentido a mi existencia. Uno basado simplemente en la satisfacción de tus caprichos y deseos.
Por ti estoy atrapado en esta habitación. Por la necesidad de encontrarte, sentirte, tocarte y salvarte, aunque tú no creas merecer aquella salvación. Yo te la conseguiré, sean cuales sean las consecuencias.
Y ahora caigo en la cuenta de que las sirenas hace un rato que ya han cesado, que puede que no estemos en los albores del fin del mundo sino en el inicio de un nuevo comienzo. Migas de cal empiezan a caer sobre mi rostro. Ahora sé que entrarán por el techo y también sé que no estoy muerto.
Sé que a pesar de ser apenas capaces de mantenernos en pie, todavía nos quedan fuerzas para luchar por aquello en lo que creemos.
Aurora poseía la belleza de una estrella del Hollywood clásico pero aquella esquina en la que trabajaba le desposeía de todo el glamour. A veces, echaba la vista atrás, y, preguntándose la razón que le había llevado a ese lugar, sólo encontraba una: el silencio.
El silencio de cuando era una niña, temerosa de como su padre pudiera reaccionar porque sabía que cualquier comentario suyo podía ser interpretado como un desafío y seguido de un castigo en el menor de los casos y, en el mayor, de una paliza.
Era esa y no otra la razón de que fuera tan buena estudiante porque dentro de los libros, dialogando con los fantasmas que habitaban el desván, podía escuchar sólo sus manidos sueños y no los gritos de eternas discusiones.
Muchas veces soñó que llegaban las tormentas de agosto y se llevaban consigo aquella casa con el resto de sus habitantes. Dejando tras de sí un mundo en blanco que ella pudiera pintar todas las cosas y los colores que quisiera.
Podría pintar un corazón y, sobre él, un hombre que realmente la quisiera pero tuvo la desgracia de provocar otro sentimiento en los hombres, el que proviene de sus más bajos instintos y del que fue por primera vez consciente en las clases de catequesis tras las que el párroco, aquel al que todos consideraban un santo varón, le invitaba a quedarse un poco más para profundizar en su fe, la que habitaba bajo su ropa interior, tiñendo de sangre los bajos del vestido de su comunión.
También aquella historia se quedó en el silencio, pues siempre supo que sus padres le habrían culpado a ella, como le culparían hoy de los moratones provocados por tantos borrachos en tantas malas noches o de todas las veces que, para volver a aquel mundo en blanco, había atravesado su piel con la aguja.
Y, entonces, las tormentas de agosto se llevaban también todos los recuerdos de aquella esquina a la que inevitablemente debería volver al día siguiente para cobrar por sentir en su piel el asqueroso sudor del deseo.
Ganar unos pocos billetes con los que poder pagar un nuevo lienzo en el que algún día pintaría un camino sin retorno.
Se apagó el televisor y, el silencio, casi siempre ausente tomó todo el espacio excepto el de mis pensamientos.
Cerveza caliente, el frigorífico tampoco funciona. Tengo un nudo en el estómago Y mi piel está cada vez más arrugada. Se esta llenando de manchas.
Y dormíamos en un colchón tirado en el suelo. No éramos felices pero nos unía la necesidad, tan grande como un universo.
Y hablábamos a menudo, también con nuestro ángel de la guarda que también estaba perdido.
Hoy se me ha puesto dura al levantarme. Pensando que has vuelto me he masturbado recordando los tiempos mejores y, cuando me corro, recuerdo que tampoco lo fueron tanto.
Y me levanto de esta cama, y miro las paredes sucias, desconchadas, el rojo de los ladrillos de la sangre que salía de tu interior cada vez que tenías el período.
Aquellos coágulos, que fueron el único recuerdo de nuestro hijo no nato. En quien pienso ahora con la música de la humedad de fondo y tu mismo llanto constante también al fondo, a la izquierda.
En aquella habitación, donde la luz siempre está apagada porque ya no necesitas ver la sangre que resbala por tu entrepierna después de una picadura mortal.
¿Recuerdas? Cuando él o ella naciera lo dejaríamos todo atrás, pero no fuimos capaces de hacerlo a tiempo y a ti te queda la suerte de no sentir que sean los fantasmas quienes lloren y la luna la que ilumine todos los huecos donde se esconde el terror que siempre guio nuestros actos.
Y a mí me quedan recuerdos de los que apenas soy consciente. Dime por favor, que yo también encontraré tu reposo, vida mía, que algún día el dolor será más grande que mi necesidad. Y que nuestras almas separadas la una de la otra encontrarán, por fin, el reposo que nunca llegaron a encontrar cuando no pasábamos separados ni un solo momento.
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