“Los siete ángeles que tenían las siete trompetas se prepararon para tocarlas.”
Apocalipsis 8:6
Si algo nos caracteriza como generación es nuestra absoluta incapacidad de trascender. No quedará mucho de nosotros cuando nos hayamos ido, quizá un conjunto de ciudades sumergidas bajo el agua y un barullo de pensamientos, gustos y opiniones perdidos en la vacuidad del hiperespacio. No nos tocó la tarea de cambiar el mundo, sino la de ser testigos de su destrucción. Somos los tontos útiles que alimentamos un sistema que, conscientemente o no, se ha marcado el objetivo de engullirnos, llevándonos en volandas hacia ese fin de la historia que tan poco tiene que ver con el que predijo Fukuyama ya que, si algún día acaban las guerras no será porque hayamos encontrado la manera de convivir en paz y armonía, sino más bien porque no quedará nadie aquí para empuñar un arma.
Hemos decidido creer sólo en aquello que nos conviene. Ya no buscamos hermanos, sólo enemigos, una forma de vida inferior a la que culpar de nuestras desgracias. Discriminamos por sexo, cultura, raza o ideología siguiendo la lógica del exterminio. Gritamos nuestras opiniones a los cuatro vientos, en nuestras redes sociales o la barra de algún bar. Nos tememos los unos a los otros. Estamos solos. Algunos sobrevivimos gracias a la medicación, otros a la ignorancia y, unos pocos, seguimos enganchados a la literatura, sujetos a la idea de que ésta será de algún modo capaz de construir un refugio en el que cobijarnos cuando todo lo demás nos ha fallado. Buscando ese momento en que conseguirnos ahogarnos entre palabras y curar todas y cada una de las heridas que la vida nos ha infligido.
No obstante, tarde o temprano, llegamos a comprender que dentro de este horror no hay literatura. Nos educaron para ser protagonistas, cuando la realidad es que, con suerte, llegaremos a actores secundarios, cuando no extras con frase. Podremos morir de cáncer, entre vómitos y sangre, acompañados de unos pocos seres queridos que sólo desearán liberarnos del dolor por medio de una sobredosis; o en un atentado suicida en el centro neurálgico de las ciudades que habitamos, caso en el que puede que nos dediquen un reportaje de televisión para hacer creer al mundo que nuestra muerte no fue en vano, que nuestra vida tenía un sentido, un engranaje compuesto por los sueños y las ilusiones que se habían convertido en el objetivo de nuestra existencia.
Tal vez sea el día de nuestra muerte en el que nos convertimos en protagonistas absolutos. El día en que pienses en mí. Y nuestras vidas tengan sentido en función de todas esas grandes cosas que estábamos destinados a hacer y no pudimos debido al fatal desenlace. Sería bonito que fuera así. Pero me temo que no es la muerte la que nos paraliza sino el miedo a la vida. Y que tú y yo sabemos que ésta se compone de desesperación y promesas incumplidas. Que pasamos nuestra existencia ocultando con ropa nuestros cuerpos avergonzados y nuestros errores. Que sólo el miedo al dolor guía nuestros actos. O la búsqueda del mismo porque, si hay algo que nos una más allá de toda duda, es la convicción de que merecemos ser castigados.
Promesas. Prometo. Prometiste, prometieron. Tantas veces, que no iban a encontrar en nosotros aquello que llaman amor. La duda. El miedo a sufrir. La certeza de lo postmoderno. La construcción individual de la realidad. Cultura pop. Nuestro amor, aquel que nunca llegamos a reconocer, sólo era una promesa de felicidad. Un conjunto de promesas incumplidas. Un esperar a que pase lo que sólo se encontraba en nuestra imaginación colectiva que, inevitablemente, algún día tenía que chocar con la realidad. Y estoy seguro de que sólo me harían falta siete segundos para hacértelo entender. Tan solo siete palabras: Yo he visto el fin del mundo. Y tú no estabas ahí. Porque la primera de las siete promesas no se cumplió. No era verdad que fuéramos a estar toda la vida juntos. Si tanto nos queríamos… ¿Por qué dejamos que el mundo nos alejara? Si tanto nos queríamos… ¿Por qué incumplimos también las otras seis promesas?
Nuestra vida no sería como la de los demás. He ahí nuestra segunda promesa. Y no sé tú, ya que también incumplimos aquella tercera promesa de estar siempre en contacto, pasara lo que pasara con nuestra relación, pero yo tengo un trabajo de oficina de siete horas diarias que paso programando. Completamente alienado. Hay gente que en su mesa tiene fotos de su familia, dibujos que les han regalado sus hijos o algún amuleto, recuerdo de alguien especial. Yo no tengo nada. Y eso puede extrapolarse también a la agenda de mi móvil, donde hay muchos teléfonos pero prácticamente ninguno al que pueda llamar. Lo he intentado con el tuyo como un millón de veces y siempre comunica. Creo que debes haber cambiado de número. Supongo que cuando decidiste desaparecer también decidiste hacerlo bien. Romper todos tus lazos con el pasado de manera eficaz rompiendo la cuarta promesa: se suponía que eso lo haríamos juntos. Dejar atrás Madrid, donde cada desconocido representa una amenaza o una aventura, dependiendo del prisma con que se mire.
El centro ha explotado. Siempre ha sido ese agujero en el que se hacían realidad nuestros pensamientos más oscuros. Ahora es sólo un agujero, un paisaje en ruinas. Algunos lo definen como un escenario de guerra. Y debo decirte que es una definición bastante precisa. Hay militares en las calles. No sé si has podido verlo con tus propios ojos pero estoy seguro de que, estés donde estés, te has enterado. Porque podemos intentar huir de Madrid pero su sordidez siempre nos persigue. Estuve ahí cuando todo ocurrió. Fui testigo del momento en que el primer ángel hizo sonar la primera de las trompetas. Pude fijarme en él, en plena calle Preciados. A tan solo siete días de Navidad. Le vi caminar entre la gente. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete pasos. Después una luz blanca intensa. Fuego y escombros. Yo rodeado de polvo entre cadáveres, miembros amputados, personas que, sin yo solicitárselo, me enseñaban sus órganos internos. Y se hizo evidente que había ocurrido una catástrofe porque los móviles se quedaron sin cobertura al mismo tiempo que los pocos supervivientes intentaban comunicarse con sus seres queridos.
Mientras yo permanecía impasible, cubierto de piel, sin ninguna herida visible. Fui uno de un pequeño grupo de supervivientes. Un zombi más de la manada, recorriendo Preciados calle arriba, asintiendo a toda esa gente que me preguntaba si estaba bien y concentrado en el sonido de las sirenas, en su interior podían identificar la melodía de cientos de canciones que nos hicieron felices. Y, entre todo aquel festín de cadáveres, sólo fui capaz de pensar que, seguramente, siete años después de la última vez que nos vimos, no volvería a verte.
En las guerras que libramos con nuestros fantasmas siempre ganan ellos. Así habría quedado mejor. La literatura te da segundas oportunidades pero la vida no. Una vez dichas las palabras ahí quedan. Son pequeños errores. La diferencia entre lo que quisiste decir y lo que dijiste, cómo lo dijiste y si realmente era aquél el momento adecuado. Y no sería un problema si no tuvieran vida propia, si no alimentaran las ilusiones y los miedos de los demás. Sobre todo los de la gente que más te importa.
Nunca sabemos cómo va a acabar una historia. Quiero creer que si tú lo hubieras sabido no me hubieras dicho tantas veces que me querías. Recuerdo tus palabras. La modulación exacta de tu voz. Las historias que me contabas significaban para mí el descubrimiento de un nuevo mundo. Por qué me diste tanto. Por qué te entregué todo mi ser. Son preguntas que se llevará el viento y se esconderán ante el hecho de que todo era más alegre cuando pululabas alrededor de mi universo.
Y ahora, ahora nada. Sólo intento dejar de sentir. Pero, a veces, me asusto de lo poco que queda de mí mismo. Son esas ocasiones en las que vengo a ver a Evelynn quien, en realidad, se llama Linet. Es sólo una mentira más. Una mentira absurda si tenemos en cuenta la cantidad de información que puedes obtener de una persona con un número de teléfono y una dirección de correo electrónico.
Sólo puedo hablar con ella. Creo que es porque existe en un mundo paralelo. Parece imposible que nuestros universos lleguen a chocar alguna vez. Supongo que eso es lo que buscamos en las prostitutas además de lo que buscan otros, lo obvio. Ellas viven en locales o en pisos. Permanecen ocultas a la vista de todos. Cuando pasamos por aquella puerta sabemos que no veremos a nadie más y, al entrar en sus cuartos, nuestros mundos se quedan reducidos a esas cuatro paredes.
Confiamos en que no compartimos ningún conocido, que no vamos a encontrarnos en los mismos bares. No nos van a llamar ni a pedir explicaciones si un día decidimos desaparecer.
Y por eso les confiamos nuestras más profundas perversiones y deseos más íntimos. En mi caso la tristeza y la necesidad de demostrarme que existo. Caer hacia arriba en esta espiral provocada por mi mente subconsciente. “Y es que estoy convencido de que este sueño tiene un sentido. Creo que Nina está en peligro. Que, de alguna manera, ha contactado conmigo para que vaya a buscarla, esté donde esté. Que la salve de un final horrible. Creo que la puerta todavía no se ha abierto. Y la cuestión es quién será el primero que entre por ella”.
“Ernesto, espero que no te sientas ofendido por lo que te voy a decir. Pero lo que me estás diciendo ahora no tiene ningún sentido”. Sí que me sentí ofendido, pero ella tenía algo de razón. Me hacía falta volver a la realidad. Entonces recordé el motivo que me trajo a esa habitación: sentir. En una vida marcada por la imaginación, los pensamientos recurrentes y las compulsiones adictivas, se vuelve necesario. Volver un momento a la realidad para después poder volver a flotar dando vueltas alrededor de ella.
“¿Lo tienes todo?”.
“Sabes que siempre estoy preparada cuando vienes”. Dio la vuelta a su puño cerrado y me abrió la mano. Ahí estaba, perfectamente envuelta. A pesar de todos mis miedos, a los microorganismos y las enfermedades de contacto, confiaba en ella. Sabía que aquella cuchilla no la había usado nadie más. Pensándolo bien, no creo que sean muchos los que vengan a visitar a Linet para lo que yo vengo. Cogí la cuchilla entre mis dedos y, antes de empezar con el ritual, ella continuó hablando: “¿Sabes? Creo que las mujeres maduramos. Llega una edad en la que crecemos y dejamos de ser niñas. Pero los hombres no. Crecéis pero no os hacéis mayores. Tú sigues siendo el niño que, sin ningún motivo, se sienta en una esquina y se pone a llorar. No es que se sienta triste, sólo quiere atención. Con todo tu discurso sobre lo poco que te importa la opinión de los demás. Detrás de esa aparente frialdad y de tu estudiado desdén hacia todo lo que te rodea, lo único que te importa es que la gente piense que eres tan especial como te crees”.
Mantengo la mirada fija en ella hasta que finalmente decido ignorar su discurso. Me quito la camiseta. Mi cuerpo vuelve a temblar. Me pierdo en la atracción mórbida, atrapado entre la imagen de la sangre que corre por mi brazo y el miedo a lo que voy a hacer. Si cortas en un lugar no adecuado puedes acabar muy mal.
¡Dios!
¡Joder!
La electricidad.
Imagino el mar. Las olas. Una marea de electricidad que recorre mi cuerpo, que tiembla ahora en una mezcolanza de placer y dolor.
Me tumbo sobre la cama. Da igual que todo se llene de sangre. Estoy a años luz de la mirada de Linet o Evelynn o como ella prefiera que le llamen. Me toco la herida y me llevo los dedos a la boca saboreando cada partícula metálica del plasma que brota de mi piel.
Pero la sensación desaparece pronto y vuelvo a sentirme vacío.
“Otra vez, sólo una más, por favor”.
Para mí, ha sido mejor que un orgasmo. Omne animal triste post coitum. Yo no estoy triste. Estoy vacío en el buen sentido. Sólo tengo ganas de llegar a casa y descansar. Linet me cura las heridas con dulzura. Primero me pasa una gasa cubierta en alcohol, que escuece y alarga mi sensación de paz. Coge otra gasa y la coloca encima de la herida. Después esparadrapo. Se me queda mirando. Se acerca, se acerca demasiado. Y me besa dulcemente, sin lengua, Pequeños besos que recorren mis labios. Yo respondo. Ahora todo está a flor de piel. Por primera vez en meses no siento la cercanía como una invasión. Ella me muerde el labio inferior y se detiene.
“Eres el peor cliente que tengo. Nunca intentas propasarte. No tengo que tocar tu asquerosa polla. Y me consientes. Me pagas más de lo necesario y me compras toda clase de caprichos. Pero… Tener que ver esto cada vez y al mismo tiempo no poder abandonarte… Te quiero, Ernesto, de verdad que sí. Pero ahora mismo también te odio, con todas mis fuerzas”.
De mi sangre a tus cuchillas. De mi sangre a tus cuchillas.
De mi sangre a tus cuchillas. De mi sangre a tus cuchillas.
Joel no deja de repetirme que tengo que acostarme con otras. Dice que debo olvidarte de una vez. No sé por qué él sigue insistiéndome con ese tema, hace tiempo que no le hablo de ti. Pero él dale que te pego. Desde que te fuiste he perdido algo. Quizá tenga razón, no sé. Si me fuera el tema de la introspección supongo que no sería adicto a los antidepresivos y las benzodiacepinas. Y, si no lo fuera, quizá sintiera una mínima necesidad de mantener relaciones sexuales. No obstante, lo cierto, es que estas benditas píldoras me han acompañado en el proceso de convertirme en la persona que siempre quise ser: una persona altiva y prepotente pero totalmente desconectada de lo que pasa a mi alrededor.
No me cuesta mucho vivir. Me refiero a hacer las cosas normales: un poco de ejercicio, todas la mañanas me paso una hora en la cinta, entre siete mil y ocho mil pasos a bastante buen ritmo; trabajar, de nueve a nueve o diez cada día, ahora ya no soy analista sino jefe de proyecto, lo que es una puta mierda, pero cobro más dinero del que puedo gastar, lo que a alguien tan poco ahorrador como yo, no nos engañemos, le viene muy bien; y como cinco veces al día como recomiendan. La verdad es que no sé quién lo recomienda, pero lo repiten tantas veces que he terminado asumiéndolo como una verdad universal.
Cubro, como puedes comprobar toda la pirámide de necesidades de Maslow, porque flotar como lo hago en esta vida te libera de cosas como la necesidad de ser amado o la de autorealización. ¿El sexo está en la pirámide? La verdad es que ni puta idea, pero da igual: mi medicación también se ocupa de taponar esa necesidad, es más, lo vuelve exasperante. A veces lo intento no te voy a mentir, casi siempre yo solo, pero por más que me la machaco nunca llego a correrme. Es horrible esa sensación. Tratar de sacar de ti toda esa mierda que vas acumulando sin ni siquiera pretenderlo a través de la lefa que sale disparada tras un orgasmo reparador y no conseguirlo nunca. Saber que todo eso, por más que lo hayas sedado, sigue están ahí.
Pero, bueno, ya sabes, cuando estoy bien jodido tengo mis recursos más allá de las drogas. Aunque sepas de lo que te estoy hablando no quiero adelantarme. Creo que este es el momento de empezar a contártelo. Todo aquello que me ha pasado últimamente y que, probablemente, nunca creerás.
Estaba en la cama, apurando los últimos instantes de un sueño. Intentando, sin éxito, volver a entrar en él después haber sido expulsado violentamente por el sonido de las sirenas.
He leído por ahí que las benzodiacepinas te hacen dormir, pero que no tienes sueños ni pesadillas porque inhiben la fase REM del sueño. Ya te puedo decir que eso es mentira. Sueño todas las noches, siempre tengo alguna pesadilla, imágenes vívidas que a veces me acompañan el resto del día. Pero aquella mañana no conseguía recordar. Sólo el sonido de las sirenas y un pitido constante en mis oídos.
Las mismas sirenas que aparecen en las películas de la Segunda Guerra Mundial, en un Londres desolado, instando a los ciudadanos a volver a entrar en los refugios. Creo que esta vez anunciaban una guerra nuclear de alcance global. Últimamente estoy obsesionado con la idea del fin del mundo. Sé lo que me dirás, que yo siempre necesito estar obsesionado con algo. Es cierto, pero, no sé, con eso del cambio climático y auge del populismo creo que esta vez no estoy demasiado desencaminado.
Piénsalo, en serio, ¿no crees que nacimos para eso? ¿Sólo para ser testigos del final? Le he dado muchas vueltas y, si no es así, no entiendo muy bien el sentido de nuestras vidas. Nacimos en el nihilismo, el vacío y la anomía, porque pronto comprendimos que aquello que nos dijeron nuestros padres y aquello que aprendimos en la escuela era mentira. El futuro no será una Arcadia de coches voladores, casas redondas, ecología y trabajos adaptados a nuestras más profundas alteraciones, sino un lugar al que nos dirigimos siendo testigos de la destrucción sin ser capaces de organizarnos mínimamente para detenerla.
En fin, sé que ahora, si estuvieras leyendo esto, se te ocurrirían montones de réplicas. Siempre nos gustó discutir. Siempre te quise, pero parece que nunca fui lo suficientemente bueno para ti. Supongo que por eso te fuiste sin dejar rastro. ¿Verdad? Dicen que ante todo este horror el amor es lo único que puede salvarnos, pero yo creo más bien que se trata del estoque que nos hunde definitivamente.
Perdona, te voy a dejar un momento, creo que debo ordenar un poco mis ideas antes de seguir.
Mis esfuerzos por no salir de la cama fueron vencidos por una voluntad que no sé bien de dónde consigo sacar. Supongo que, por más que me queje, debo reconocer que tengo una vida cómoda. Muchas horas de trabajo y eso pero, a cambio, todos mis caprichos son recompensados y puedo dedicar mis horas libres a mis únicas verdaderas lealtades, es decir, el cine y la literatura. Debo añadir, claro está, las series de televisión, el último refugio de los cinéfilos ante un Hollywood empeñado en las historias de superhéroes y los remakes de películas que ya en su día no tenían la más mínima gracia.
Desayuné una mezcla de cinco cereales valorada en Yuka con un cien de cien, mezclada con atún en aceite de oliva (72) y queso fresco Burgo de Arias (48). Intento seguir una dieta sana, al menos en la primera comida del día, ya que en la comida y en la cena puedo cagarla con un bocadillo de bacon y queso (que no lleva código de barras) o, entre horas, con uno o varios paquetes de donettes (mejor no mirarlo) de marca blanca de los que venden en el supermercado de enfrente del trabajo a tan solo un euro.
Después me tomé un café con leche (90 el café de cápsulas Nespresso y 75 la leche semidesnatada pascual) en la azotea del edificio acompañado de un cigarrillo mientras observaba como, poco a poco, iban encendiéndose las luces de la ciudad. Puedo admirar el amanecer desde un lugar privilegiado y lo hago la mayor parte de los días buenos.
Los días malos me subo al muro y camino, disfrutando de la sensación de poder caer en cualquier momento.
Volví a bajar a casa y me metí en la ducha. Ahí empezó, con el agua de lluvia chocando contra mi cara. Un pequeño temblor, una sombra de inquietud, mi mente entrando en punto muerto y en mi boca el inequívoco regusto del metal. Empezó a faltarme la respiración, perdí el control de mis músculos. Intenté agarrar la botella de gel, pensando que si lograba sujetarla el mundo alrededor dejaría de dar vueltas, pero se me escurrió entre las manos y pronto no tuve siquiera las fuerzas suficientes de mantenerme en pie. Intenté respirar con fuerza, evitando las arcadas, pero acabé vomitando sobre el suelo de la ducha. El vómito mezclándose con el agua y el chorro de sangre que me salía de la nariz yéndose por el desagüe.
“Tranquilo, no pasa nada, no te vas a morir”. Era el mantra que me repetía una y otra vez mientras mi cuerpo temblaba sin llegar a convulsionar. “Sabes lo que tienes que hacer: primero, empezar a controlar tu respiración, poco a poco, respirar con el diafragma, inspira, expira, inspira, expira. Bien. Después coge la tableta de diazepam que siempre dejas en el poyete, detrás de esa crema hidratante corporal Dove (sé que no consigues recordar la puntuación, pero no te preocupes, ése es un motivo nimio para provocar el fin del mundo) que nunca usas y coge cinco comprimidos de cinco miligramos y métetelos bajo la lengua; siéntate y quédate mirando la pared hasta que todo pare”.
Así me quedé, no sé cuánto tiempo. Como es habitual llegaría tarde al trabajo, daba igual: nadie iba a decirme nada puesto que siempre me iba dos, tres o cuatro horas tarde. Y volví a pensar en ti, deseaba que estuvieras ahí para apoyar mi cabeza en tu regazo y dejar que me susurraras una de esas estúpidas canciones con las que sabías hacerme sentir mejor. Pero no estabas, yo estaba sólo y asustado, y tú hace tiempo que consideras inútil cualquier esfuerzo por salvarme.
Así que volví a abrir el agua y con el micrófono de la ducha limpie todo aquello. Las pastillas empezaban a hacerme efecto y mi mente empezaba a reducirse a una velocidad fácil de controlar. Terminé de ducharme y, cuando estuve seco, me dirigí al armario a coger la ropa que tocaba para aquel día. Conoces mi método aleatorio para seleccionar la ropa que me pongo cada día. Bueno, no sé si alguna vez llegaste a entenderlo, pero yo me he esforzado en explicártelo hasta la extenuación.
“Señoras y señores, estamos flotando en el espacio”. Supe que necesitaba algo más, que no era suficiente, así que entré en el whatsapp y busqué la conversación con Evelynn. “Esta tarde quedamos para comer, te haré un hueco entre las dos y las tres. En tu habitación, como siempre. Dime qué quieres comer y de dónde. Haré el pedido en Just Eat para las dos. Estate atenta al timbre. Hasta luego”.
Cuando te fuiste sin contarme nada de lo que había pasado, pensé que lo mejor sería dejar de pensar. Aceptarlo, sin más y seguir adelante con la ayuda de mi medicación. La que me recetan y la que consigo yo por mis propios medios. Aunque es imposible olvidar, no lo es evitar que el recuerdo te duela. En el fondo, somos pura química.
Desapareciste, negándome cualquier posibilidad de salvación, dejándome plantado en el invierno de la noche eterna, aquél del que una vez me rescataste. Desapareciste antes de leer mi carta, aquella en la que te abría mi corazón, explicándote que antes de ti no encontraba sentido a mi vida y tampoco se la encontraba a la de los demás.
Sin embargo, conseguiste pintar puntos rojos en el gris de mi nihilismo. Porque a través de tus ojos todo se veía diferente. Podría decirse que era gracias a ti que crecían flores en este planeta. Llegamos a pensar que nuestras insignificantes vidas dentro de este enorme universo significaban algo por fin. Pero no era así.
Primero vinieron las bromas por tu retraso y después los nervios por la constatación de un accidente. No lo deseamos, lo sé, pero yo lo quise con todas mis fuerzas. Aún existiendo la incógnita acerca de mis posibilidades, lo hubiera apostado todo por aquella personita. ¿Sabes cuántas veces imaginé sus abrazos? ¿Sus manitas diminutas tocando mi cara?
Tu aborto confirmó mis peores temores. No sólo yo pensaba que era perjudicial para todo lo que atraviesa mi campo visual sino que tú también lo hacías. A diferencia de mí, tú siempre supiste que toda esta felicidad fingida tenía fecha de caducidad.
Ahora me empeño en desaparecer pero no consigo hacerlo. Sé que sólo tengo que dar un paso adelante. Todo se ha acabado varias veces ya en mi interior. Pero sigo inmóvil.
Paradójicamente, parezco haber sufrido un ahíto de ganas de vivir después de haber perdido toda esperanza.
Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies