Oigo vuestras voces en el silencio. Mis miedos y complejos rellenan los huecos que hay entre vuestras palabras.
Intentáis aparentar normalidad, como si algo en mi mundo pudiera serlo o si hubiera en mi un rastro de cordura.
Confesadlo, tenéis miedo. Nadie sabe como puedo reaccionar.
Ni siquiera yo.
Preferiríais que no estuviera ahí, que hubiera muerto en el útero de una mujer flotando en estricnina.
No sé si lo viví, pero aún recuerdo su sabor amargo. Es extraño este veneno, tan amargo como la vida.
Ven aquí, abrázame. Es insoportable el silencio de tu cuerpo cuando intenta huir de mi dolor.
Vuelve, antes de que me descomponga metido en una bolsa de plástico en algún vertedero de residuos orgánicos.
Sólo tú me hiciste daño y necesito matar a todos para castigarte.
Ellos lo saben y evitan mirarme a los ojos. Piensan que, si no me ven, dejo de existir. Y sólo los más valientes repiten tres veces mi nombre reflejados en el espejo del ascensor.
Brote psicótico
Soy extraño, siento como se remueven mis entrañas.
Es mi cuerpo, rebelándose, intentando detenerse, intentando evitar lo que está por venir.
Sólo quiero abrazarnos en un incendio. Poder arrancarme el corazón para que no me hagas daño.
Sólo ver tus ojos derretirse para que ya no puedan mirarme de aquella manera.
Que nuestro sudor sea gasolina que avive las llamas de nuestros recuerdos perdidos.
Aquellos en los que parecíamos una foto de un bello paisaje donde nuestros cuerpos transmitían calor y no, como ahora, el mío miedo, el tuyo repulsa.
Una foto, un paisaje, tal vez Finisterre, tal vez más allá.
En los mundos que no conocimos, donde nos prometimos ser siempre felices.
Y la vida sólo era un camino por recorrer (juntos).
Ha llovido sangre, ayer noche, y esta mañana ha amanecido todo cubierto de sangre. En las calles, charcos de sangre, los coches salpican sangre, las nubes rojas son heridas en el cielo, sangre. Te vi pasear, y la sangre empezó a brotar de tu cuerpo hasta que, al fin, ya no quedó nada de él. Sólo sangre.
¿Cuántos años tienen que pasar hasta que un cadáver desaparezca? ¿Cuántos más para hacer desaparecer las ilusiones que alimentamos toda una vida? ¿Cuánto tiempo en la gran ciudad hasta que dejas de desconfiar del calor de un extraño?
¿Cuánta sangre perderás antes de reconocer el peligro?
Y las lápidas sólo son un recuerdo de que todos, todos, estamos condenados a fracasar. Y nunca fue necesario esperar toda una vida antes de que esa sangre deje de recorrer tus venas definitivamente. Y es tu falta de empeño, nada más, lo que te lleva a alimentarte de sustancias que provocarán tu muerte.
Te irás oxidando hasta que tu piel oxidada, hasta que tus órganos oxidados, hasta que todo tu interior oxidado pierda el brillo de toda esa sangre.
¿Cuánto tiempo perdisteis adorando a un Dios que basó su reinado en la corrupción de vuestros cuerpos? ¿Cuándo comprenderás que sólo merece la pena adorar la santa sangre de las adolescentes vírgenes?
Porque ahí es donde la verdadera vida se esconde: los planes de futuro sobrecargados, la ausencia de experiencia y el exceso de esperanza.
Porque es, en definitiva, cuando la primera gota cae en la tierra sucia convirtiéndola en fango, color valentino, ése es el momento en el que tu esencia se ensucia con los convencionalismo; tu sangre conoce el alcohol y nunca más olvida su calor; y tu cuerpo comienza a oxidarse para recordarte como a los emperadores romanos que sólo eres mortal.
Eras solamente un niño cuando nací, cuando ocurrieron todas aquellas cosas terribles ¿Recuerdas? Esperma y entrañas de animal. Hombres santos murieron, víctimas del fanatismo religioso. Y tú tumbado llorando en el suelo, frío de azulejos en tu rostro. Eran el cadáver de tu inocencia.
Pasaron los años y se repitieron aquellas tardes de alcohol y barbitúricos, demasiado cobarde para continuar despierto, enganchado al narcótico sabor de la eutanasia, volviendo a ver esas imágenes una y otra vez, construyen un cuadro tan atrayente, que puedes revolcarte en el placer y el dolor simultáneamente. Pero nada de esto tiene sentido si no hay público y tú eres demasiado cobarde para pasar a la acción.
Duerme, niño, duerme, yo vigilaré tu sueño, tomaré el control, te concederé todo lo que deseas: sangre, entrañas, polución, la destrucción de nuevos mundos sustituyéndolos por otros en los que el placer no tenga límites.
Cogí a aquella muñeca, pasado desesperado en soledad. Ella tampoco era capaz de controlar sus recuerdos y me dijo que le gustaba cortarse la piel. Empezamos el ritual, los santos lloraban excrementos y yo acariciaba su cara con aquella cuchilla. Sabía que Dios no me pondría límites si conseguía destruir algo tan hermoso. Entonces, lo tuve claro, bebí su sangre y nos besamos, hicimos el amor hasta que nos explotaron las venas. Entonces despertaste y te convenciste a ti mismo de que nada más había sido un sueño.
Volviendo a tu vida, a tu dieta de alcohol y medicación, once cápsulas, el polvo subiendo por tu nariz, invadiendo tu cerebro, otorgándome el control. Quieres volver a dormirte pero te da miedo hacerlo. Pones la música al máximo, pero es sólo sonido de fondo cuando yo te grito al oído.
Y llegas a la conclusión de que estás solo y asustando, de que nadie va a venir a salvarte. Sabes que volverán a ocurrir cosas horribles y sólo tienes tres opciones: verdugo, víctima o ambas cosas. Te faltará valor para hacerlo solo. Te harás cortes en los muslos, buscando una mínima concentración, algo que te haga olvidarme. Pero es tarde ya, seres mitológicos nos han santiguado con su bendito esperma. Tomaron aquella decisión por ti. Siempre estarás solo y asustando, pero descuida, yo estaré siempre por aquí, dispuesto a tomar el control y, por mucho que pase, puedes contar conmigo, siempre dispuesto a redimirte cometiendo por ti todos los pecados innombrables y necesarios para sanar tu alma enferma de horror.
Cuando te fuiste sin contarme nada de lo que había pasado, pensé que lo mejor sería dejar de pensar. Aceptarlo, sin más y seguir adelante con la ayuda de mi medicación. La que me recetan y la que consigo yo por mis propios medios. Aunque es imposible olvidar, no lo es evitar que el recuerdo te duela. En el fondo, somos pura química.
Desapareciste, negándome cualquier posibilidad de salvación, dejándome plantado en el invierno de la noche eterna, aquél del que una vez me rescataste. Desapareciste antes de leer mi carta, aquella en la que te abría mi corazón, explicándote que antes de ti no encontraba sentido a mi vida y tampoco se la encontraba a la de los demás.
Sin embargo, conseguiste pintar puntos rojos en el gris de mi nihilismo. Porque a través de tus ojos todo se veía diferente. Podría decirse que era gracias a ti que crecían flores en este planeta. Llegamos a pensar que nuestras insignificantes vidas dentro de este enorme universo significaban algo por fin. Pero no era así.
Primero vinieron las bromas por tu retraso y después los nervios por la constatación de un accidente. No lo deseamos, lo sé, pero yo lo quise con todas mis fuerzas. Aún existiendo la incógnita acerca de mis posibilidades, lo hubiera apostado todo por aquella personita. ¿Sabes cuántas veces imaginé sus abrazos? ¿Sus manitas diminutas tocando mi cara?
Tu aborto confirmó mis peores temores. No sólo yo pensaba que era perjudicial para todo lo que atraviesa mi campo visual sino que tú también lo hacías. A diferencia de mí, tú siempre supiste que toda esta felicidad fingida tenía fecha de caducidad.
Ahora me empeño en desaparecer pero no consigo hacerlo. Sé que sólo tengo que dar un paso adelante. Todo se ha acabado varias veces ya en mi interior. Pero sigo inmóvil.
Paradójicamente, parezco haber sufrido un ahíto de ganas de vivir después de haber perdido toda esperanza.
Mi madre se casó muy ilusionada. Todas las mujeres consideraban que mi padre era un hombre bastante guapo con un gran porvenir. Pero, lo que más le importaba a ella, era toda la retahíla de atenciones que le dispensaba. Con él nunca estaría sola.
Pasaron los años, entre medias yo nací, mi padre pasaba cada vez menos tiempo en casa. Normalmente no salía del bar hasta que el camarero, cada día de manera un poco menos educada, le instaba a hacerlo aunque no quisiera.
Echaba la culpa de todos sus problemas a la crisis industrial pero yo podía sentir la vergüenza que sentía las pocas veces que se animaba a dedicarme temerosas muestras de cariño para compensar el color gris de nuestras paredes.
Después empezaron las explosiones de violencia, y lo que debió ser una niñez plena de recuerdos felices se vio alterado por el llanto de una madre, que diazepam tras diazepam, había olvidado sus desvaríos aferrándose a los barrotes del cabezal de la cama.
Miraba a los otros niños desde un pupitre de la última fila. La profesora me miraba con desprecio desde la pizarra. Mis compañeros siempre se percataban de mi presencia cuando necesitaban alguien con quien meterse y no para jugar al fútbol, escogiéndome siempre al final, de mala gana, cuando había que organizar los equipos para un partido.
En fin, sólo me hallaba feliz dentro de mi mundo, cuando imaginaba que tenía alas y podía volar o una espada con la que cortar las cabezas de todos mis enemigos.
Aquellas imágenes me acompañaron desde que tengo memoria, fueron ellas y la literatura los únicos lugares en que me sentí importante, pero siempre estaba ahí la realidad dispuesta a sacarme de mis ensoñaciones.
Y con el tiempo aprendí, observando a los animales que me rodeaban que uno sólo puede llegar a realizarse revolcándose en el dolor ajeno.
En el instituto me reinventé, era aquel chico triste y solitario que se había comprado una chaqueta negra con la palabra odio escrita en la espalda. Yo me regodeaba en mi interior, cada vez más, gracias al dulce humo de la marihuana y a aquella música que potenciaba mis sueños que, día tras día, se teñían color rojo, odio y rencor.
Nadie se preocupó nunca de los secretos que se ocultaban detrás de mi mirada hasta que llegaste tú, preguntándome por aquellos poemas que escribía en aquella libreta negra.
Te gustaban aunque nunca llegaras a comprenderlos del todo, te parecían crueles y cercanos al trastorno mental y siempre me regañabas por su oscuridad.
Tú, una persona cuya única preocupación en su niñez fue la de crecer y ser feliz.
Me consideraste el amigo inofensivo al que podías contar todos tus secretos. Y, poco a poco, te dejé entrar en los míos protagonizar las primeras fantasías con las que me masturbaba, donde mi placer se mezclaba con tu dolor.
Y es por eso que ahora te escribo esta carta mientras estás tirada en alguna parte de ese bosque donde lo único vivo son los insectos que devorarán tu carne.
Se acabaron las buenas notas y los ánimos que te dedicaban tus padres, tan falsamente amables conmigo y tan orgullosos de ti.
Se acabaron las vacaciones de verano, tus historias acerca de todos aquellos tíos a los que te entregabas sólo por sentirte deseada.
Se acabó la universidad, formar una familia, trabajar como abogada defendiendo causas perdidas, tantos y tantos viajes que tenías planeados.
Adiós a un gran porvenir que siempre todos te vaticinaron.
Esta noche hemos viajado al fondo de mi subconsciente y, gracias a ti, he podido realizar mis deseos más ocultos.
Durante tantos años, he sido yo el guardián de tus secretos.
Por eso te lo debía, esto: ser la silenciosa guardiana de los míos.
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