“Para invocar un demonio necesitas saber qué nombre tiene” William Gibson, Neuromante
Upgrade (Ilimitado) [Leigh Whannell, 2018]
Upgrade es un ejemplo perfecto de lo que es una efectiva a atractiva serie B. Protagonizada por Logan Marshall Green, del que más que su parecido a Tom Hardy o sus colaboraciones en películas de grandes estudios como Spider Man o Prometheus, destacaría su capacidad para expresar mucho con muy poco, un pequeño gesto, una pequeña mirada, que queda patente en otras producciones más bien modestas o independientes como The Invitation de Theodore Shapiro o la extraordinaria miniserie Quarry.
Partiendo de una escenografía que recuerda un poco a una Blade Runner revisitada y un argumento que podría haber salido de alguna película de los 80, es decir, una arquetípica historia de venganza mezclada con la adaptación del cuerpo humano a la tecnología cibernética que bebe de clásicos como eXistenZ de David Cronenberg, la ya mencionada Blade Runner de Ridley Scott y en parte un cyberpunk clásico inspirado en el anime japonés.
Upgrade (Ilimitado) [Leigh Whannell, 2018]
Upgrade (Ilimitado) [Leigh Whannell, 2018]
De este caldo surge una película ni extraordinaria ni excesivamente original, predecible en muchos de sus tramos, que cumple más que sobradamente en su tarea de entretener con originales escenas de acción que cabalga con soltura entre la comedia, el thiller y el drama.
Es digno de elogio señalar que el director y guionista Leigh Whannell consiga hacer todo esto con un montaje muy ágil que, sin rodeos, consigue crear un universo propio, aprovechando muy bien sus referencias, para no tener que hacer digresiones innecesarias que puedan distraer al espectador de aquello que nos trata de hacer llegar que es una disfrutable película de acción futurista que nos introduce con facilidad en su trama y sus personajes en una duración de poco más de hora y media lo que la convierte en una rara avis en un momento en que las carteleras están repletas de películas que pasan con facilidad los 150 minutos.
“Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir” Roy Batty (Rutger Hauer), Blade Runner
Todo a la vez en todas partes
Sucede, a veces, que la ceremonia de los Oscars decide sorprendernos y, por una vez, hacer justicia al verdadero talento. Quizá incluso lo haga más a menudo de aquí en adelante, porque toda esa serie de películas mediocres que antes podíamos ver en las salas de cine ahora se estrenan directamente en plataformas digitales que, no suelen darnos agradables sorpresas en relación a los proyectos cinematográficos que producen o nos ofrecen, salvo honrosas excepciones nos dan más bien pocas.
Curiosamente, suele tratarse más bien de títulos no hollywoodienses, como Sin novedad en el Frente(Edward Berger, 2022), Los miserables(Ladj Ly, 2018) o Sólo nos queda bailar(Levan Akin, 2019), que quizá no podríamos haber visto de otra manera pues se trata de películas que no suelen durar en cartelera o que, si lo hacen, lo hacen normalmente con pases a los que un honrado padre de familia no tiene posibilidad de acudir.
Pero, en fin, cuál es el futuro de cine, he ahí la polémica. Carlos Boyero, se refiere a ella como una “Lamentable película, un disparate inentendible, bobamente imaginativo, pesado de ver y escuchar” preguntándose: ¿Esa cosa es el presente del cine? A lo que yo contestaría que efectivamente no lo es, porque últimamente resulta muy difícil encontrar una película que como ésta reúna tantas virtudes y tanto talento.
Me arrepiento de no haberla visto en salas. Tengo una tele guay y eso, pero creo que la experiencia hubiera sido mejor en una sala de cine. Confieso que la primera vez que la vi me perdí un poco, bajo la llamada del sueño y el efecto de las benzodiacepinas que tomo como buen habitante de un país occidental. No llegué a verla entera, me quedé casi en el principio, medio dormido. No era el momento.
No obstante, a pesar de todo, guardaba un buen sabor de boca y, el otro día, cuando mi mujer me preguntó si poníamos otra vez la película del Oscar pensé: Sí, por supuesto.
Y esta vez me metí de lleno en el ojo del huracán, y una lluvia de escenas e imágenes coloridas, surrealistas, icónicas, cómicas, dramáticas, emotivas e hipnóticas me sumergieron en una película que, en realidad, no es una alternativa al cine de superhéroes ni un divertimento vacuo sino una historia sobre el amor, sobre la capacidad que a veces perdemos de ver desde los ojos que nos miran y sobre la futilidad de pensar en lo que pudo haber sido y no fue frente al disfrute de las relaciones que entablamos en una vida que es como es: complicada, insatisfactoria, injusta, hostil y carente de sentido.
A mí me pasa lo mismo que al personaje de Evelyn Wang (extraordinaria Michelle Yeoh). No de verdad claro. Pero creo que a ustedes les pasa, a todos. Al menos a todos los que todavía no hemos perdido la capacidad de imaginar. A los que un día, hastiados de trabajar o de hacer otra cosa, nos imaginamos como un actor o un escritor famoso al que alguien está entrevistando (mi sueño siempre ha sido que me entreviste Bárbara Ayuso); también nos pasa, paseando por las calles de Madrid, perdidos entre tanta gente nos sentimos como un espía en medio de una conspiración que tenemos que desentrañar a través de los movimientos de otros viandantes; como cuando soñamos que somos superhéroes o caballeros oscuros que vencen en combate a multitud de enemigos humanos, malignos o deformes.
Pasa que nuestra imaginación también se confunde con películas que hemos visto o libros que hemos leído. De ahí el pastiche, las referencias a Ratatouille o a Deseando Amar de Wong Kar-Wai que, sobrepasando la consideración de ejercicio de estilo, son devoradas por la trama, masticadas y perfectamente absorbidas por nuestro metabolismo.. Hablo, por ejemplo, de esa conversación en un callejón en la que Ke Huy Quan le explica a la protagonista que hay más de una manera de hacer las cosas, que todos los seres humanos somos diferentes y que nos enfrentamos a la vida de diversas maneras, no siendo necesariamente más válida que una de otra.
Y me quedo, injustamente sin señalar la soberbia lección de interpretación que nos regala Jamie Lee Curtis, sin hablar de todo lo que rodea al personaje de Stephanie Hsu, elogiar al omnipresente James Hong, ni decirle a Tallie Medel lo dulce que es y lo bien que le quedaría el pelo largo.
Ni señalar que esta película nos explica el multiverso mucho mejor de lo que lo hacen en el somnoliento primer capítulo de la serie Loki o que hubiera sido lo que Spielberg hubiera rodado en lugar de Ready Player One a principios de los ochenta, cuando todavía le sobraba talento.
Si hubiera estudiado medicina, cosa que no hice no tanto por falta de vocación como de capacidad, tengo bastante claro que en el momento en el que has de elegir a qué rama te quieres dedicar yo no hubiera dudado demasiado: me habría decantado por la medicina forense. No tanto por amor a los muertos como por rechazo a los vivos.
No por torpeza, que hubiera sido un buen motivo, sin duda. Cualquiera que me conozca, aunque en realidad puede que nadie lo haga, que nadie conozca a nadie y que yo sea el nadie de nadie, cualquiera que se detenga a observarme durante más de cinco minutos, notaría aún sin ser siquiera mínimamente perspicaz, que el trabajo de cirujano, eso de cortar, extraer, coser y limpiar no es lo mío. Para empezar, nunca he sido capaz de enhebrar una aguja, por más que chupe el hilo, no, qué va, imposible. Y, aparte de eso, soy muy despistado, capaz de sacar un apéndice e intercambiarlo por un reloj, un paquete de kleenex o dónde coño he dejado yo mis auriculares.
Anestesista (¿hace falta ser médico para eso?) acabaría en desastre. Sería de esos que se reparten las dosis con los pacientes, pues tampoco duele tanto eso de que un médico te coloque un ebook donde debía estar tu pulmón izquierdo o que, por despiste o por llevar la contraria, algún compañero te haya cortado la pierna izquierda al entender que eso que escribiste en grande, ÉSTA NO, significara para él no ÉSTA NO ES LA QUE HAY QUE CORTAR sino CORTE ÉSTA PORQUE ÉSTA NO SIRVE. Y, qué coño, imagino que una vida con eterno parche de morfina en el pecho tampoco estaría tan mal.
Conste que no tengo miedo a la medicina, ni a los quirófanos. Estoy encantado con mi hipocondría y dispuesto a ponerme a las órdenes de un médico para cualquier tipo de tratamiento u operación. Me encanta la comida de hospital y esos pabellones de psiquiatría, con su compañía peculiar, los cigarrillos pautados y sus cinco comidas al día. Ahí es donde descubrí que el Nesquik le da mil vueltas al colacao, o donde aquel hombre me dijo una vez que sí, que todo el mundo sabía que su hermano estaba muerto, que él también lo sabía, pero que nadie podía negarle lo que podía ver: que estaba sentado en la mesa de al lado y que le hablaba.
Me sorprendió, no obstante, la cantidad de libros de autoayuda, misticismos varios que otros pacientes, personal o gente que pasaba por ahí te recomendaban. El puto Osho o el puto Paulo Coelho. Como si estar loco fuera una opción personal y no el resultado de todas las fuerzas cósmicas del universo conspirando en tu contra. Como si fuera algo de lo que no eres consciente cada minuto de cada día. Cada pastilla, una tras otra, que te recuerda el deseo de no volver a tomarlas. El deseo de volver a convertirte en esa persona a la que no puedes dejar de adorar por más que digan que todas esas fantásticas ideas que se le ocurren son perjudiciales para ti.
Y, en fin, lo peor de ser médico, en mi opinión, sin querer ofender a nadie, desde mi punto de vista, etcétera, etcétera, somos los pacientes. Somos quienes pensamos que si alguien nos ve sufrir debe acompañarnos en ese sufrimiento. Desearía ser forense porque nadie miraría mis ojos esperando ver ahí algo. La puta empatía, no sé. Porque no me moriría de ganas de decirle a los ojos que me observan que, en realidad, me importa un comino. Que no me alegro de que tu hijo esté recuperándose ni lloro contigo por la muerte de tu mejor amigo. Que yo no soy así ni quiero serlo y que lo que más detesto en este mundo es cuando acudes a mí para compartir tus miedos, tu tristeza, tu dolor o tu sufrimiento. Odio que trates de ensuciar mi conciencia con todo eso.
Odio recordar que no soy invulnerable. Que existe, en los demás, la capacidad de utilizar palabras y poner lágrimas en sus ojos y, que sólo con eso, conseguirían de mí lo que quisieran. Acabaría tentado de romper la realidad y erradicar la muerte. Y, sí, puede que me digas que eso me pasaría sólo de joven, a esa edad en la que todo parece posible. Pero, ¿sabes? En mi mente sigue pareciendo todo posible. Joder, es posible que toda esa gente a la que hubiera visto morir me visitara y se empeñara en hablar conmigo en esas tardes de soledad, cuando llueve y, con un libro en la mano, miro por la ventana. Cuando me entretengo mirando a la gente pelear contra el viento. ¿No es eso la vida? Tratar de avanzar mientras un vendaval de sentimientos, recuerdos, traumas y fatigas chocan contra ti. Porque crecer supone, de algún modo, tener la certeza de que te vas a morir y todo ese vendaval simplemente desaparecerá, “como lágrimas en la lluvia”.
No soportaría pensar que no fui capaz de salvar todo ese vendaval ni haber apagado la luz de tantos ojos demandantes. Con los muertos me llevaría mejor. Ellos también me hablarían, a veces me hablan hasta los objetos, pero sería distinto. Porque creo que los muertos se aferran a los recuerdos felices y van olvidando todo lo demás. Me contarían esas historias, me harían reír, hasta que, poco a poco, fueran olvidándose de pequeños detalles. Cómo se llamaba aquel bar, quién era la persona que me acompañaba o por qué ese deseo que apenas recuerdo ha dejado este vacío en mí.
Desaparecerían ellos y sus historias de una manera más paulatina. Buscarían mi simpatía, pero en ningún caso me considerarían un salvador. Sería, simplemente, su amigo. Alguien a quien la resaca le hunde a penetrar la noche con ellos. La noche que todo lo hace desaparecer recordándonos que habrá un mañana, más historias, quizá algunas que contar y otras que, a mi pesar, nunca podré olvidar. Historias que se confundirán con las mías, incapaces de explicarse a sí mismas o de desentrañar el mecanismo que esconde el secreto de tu sonrisa.
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