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Etiqueta: Angelus Novus

Pentecostal

2020-09-06

Pentecostal


Estaba en el parque, con Carla, era un decir, porque ella estaba en algún lugar dentro de la locomotora, uno de aquellos imposibles de verse a través de los ojos de un adulto. Quizá estaba hablando con alguna de sus amigas. ¿De qué hablan las niñas de cinco años? No lo sé, sólo recuerdo una vez, en la guardería, bromeando con Eneko, pasándole la goma por el brazo y diciendo: “te voy a borrar”, mientras el resto de nuestra mesa redonda estallaba en carcajadas.


Así es el mundo de los niños. Nosotros lo fuimos alguna vez y no somos capaces de recordar cómo era. Y miramos cómo se ríen y se divierten, con un gesto melancólico, provocado por la sensación de que ya nunca seremos capaces de reír ni de sorprendernos con aquella franqueza.
De repente, llegó un hombre, sudamericano, acompañado de varias mujeres, un micrófono y un altavoz. Por supuesto ellas tenían nombres, pero yo no los conocía, motivo por el cual las confundía con parte del atrezzo.


Una de ellas se acercó al micrófono: “Hola, hola” y, acto seguido, cuando comprobó que todo estaba bien conectado, se puso a cantar. Una canción irritante dedicada a su mejor amigo, Jesucristo, aquél que le quería, le escuchaba y le ayudaba en los momentos difíciles.


Pensé lo mismo que pensaba de aquellos adolescentes que fumaban porros en los bancos inmediatamente colocados enfrente de los columpios. Ellos también ponían música a todo volumen, y a veces cantaban. Andaban como personajes de una película de Sergio Leone, cada uno con su propia música, necesitados de comunicar al mundo sus preferencias, como paso necesario para encepar su identidad. Quizá ambos piensen que su música podría ser capaz de modificar mi punto de vista, pero me temo que no.


Los cristianos pentecostales, así se presentaron, estaban colocados al otro banco del parque y yo en medio, intentando vanamente concentrarme en el libro que me había llevado, uno sobre la Alemania de Weimar. Aquel lugar idílico en que el arte, la vida y el sexo todavía tenían sentido. Donde los hombres se reían con la franqueza de un niño, del mismo modo que se esforzaban al máximo por aprehender todo lo que había a su alrededor con la curiosidad inherente a la infancia.


Pudiera ser que Alemania fuera un paraíso antes de la llegada de Hitler, pero algunos historiadores y periodistas interesados, los hombres de aquella república eran personas de chicle, y sus articulaciones no eran lo suficientemente firmes como para cargar sobre sus hombros con el peso de la historia. Pero Hitler sí era capaz, sólo por eso los alemanes se entregaron a él, porque prometió hacer Alemania grande de nuevo. Y la hizo, por un tiempo, para después hundirla en una humillación mucho mayor de la sufrida en la Primera Guerra Mundial, la de un país dividido, controlado, teñido de vergüenza y derrotado. ¿Por qué seguimos creyendo en Jesucristo a pesar de todos los genocidios, las mutilaciones y la violencia sexual?


No lo sé, es probable que Alemania necesitara un mesías para despertar y que los pentecostales no fueran tan diferentes, en su empeño de tratar de cooptar miembros para su iglesia. Ellos se presentaron, y no sé si nadie se había detenido para escucharlos, pero ellos hablaban del lugar en el que estaba su iglesia, un lugar tocado por la mano de Dios en el que todos compartían creencias y problemas.


Supuse que ahí podrían ser niños, porque yo cuando era pequeño creía en la existencia de Dios de manera natural. Era lo que me habían enseñado mis padres, lo que nos habían contado en el colegio. Jesucristo cargó con el pecado original para librarnos de todos los pecados, algo así. Y debíamos querer a Jesucristo, que en ocasiones era un bebé indefenso y en otras un señor con barba que caminaba hacia la cruz.


El mismo Jesucristo ungido en Alemania, o en España. Mi suegro, hace poco, me dijo que su visión de España había cambiado mucho. De niño estaba convencido de que se trataba de una unidad de destino universal, una, grande y libre que alumbraba al mundo. Hoy no piensa así, ha dejado de ser un niño que sabe que no tenemos tanto de lo que presumir.


¿Por qué dejamos de creer en algunas cosas cuando nos hacemos mayores y en otras no? ¿Por qué es tan fácil dejarnos embaucar? Supongo que porque consciente o inconscientemente queremos hacerlo. Porque es una salida fácil, pensar que alguien conoce quienes son nuestros enemigos, cuál es el camino que hay que recorrer y saber a quienes tenemos que extirpar.

Pensé entonces, poseído por mi inherente esnobismo, en acercarme y hablarles de la paradoja de Santo Tomás de Aquino, aquella que cuestiona la existencia de un Dios omnipotente. Dice básicamente que, si Dios es omnipotente, debería poder crear una roca que él mismo sería incapaz de levantar pero, si lo hiciera, no sería todopoderoso, al ser incapaz de levantar dicha roca.


A mí me vale cono negación de la existencia de Dios, al menos la de un Dios omnipotente y todopoderoso, claro. Supongo que, de haberme levantado, aquel hombre o alguna de las mujeres que le acompañaba, me hubieran escuchado con una sonrisa franca, contestándome algo imposible de rebatir: Dios es capaz de crear esa roca y al mismo tiempo capaz de levantarla, porque la fe va más allá de cualquier otra lógica, no es algo que podamos explicar, nada sujeto a las reglas de la gramática ni de la comprensión, es algo que sentimos, que sabemos más allá de cualquier consideración, como el niño que está convencido de que nunca crecerá, de que nunca morirá y de haber sido el primero en descubrir aquellos secretos de la naturaleza que a los adultos, debido a su constante repetición, han dejado de parecernos algo especial o único.


Supongo que no puedes convencer a un converso, a alguien que no se rige por la lógica sino que busca en todas partes los hechos que le hagan sentir que aquello que lo que piensan es cierto. No tendría sentido creer si no fuera imposible hacerlo.

No somos muy diferentes a ellos. Nosotros también buscamos agarrarnos a algo o alguien que nos proteja, como haría un Dios omnipotente. Alguien que nos haga sentir que conocemos los engranajes que mueven el mundo, o que hemos depositado nuestra confianza en alguien, un líder político, un populista o un dictador, que los conoce.

O crees en Dios o no crees. Y nosotros tratamos de eliminar la duda de nuestro diccionario, porque toda duda es la señal de que podemos estar equivocados y, en fin, que aquel que tenemos enfrente, contra el que quizá no tenemos nada, que quizá no nos guste ni nos caiga bien, da igual, puede que tenga razón. Y puede entonces que tengamos que replantearnos nuestra visión del mundo.


Personalmente, prefiero la duda a la certeza, porque la duda nos permite ser libres, la certeza no. La certeza nos obliga a negar casi todo lo que escuchamos, para que nuestra visión de las cosas no se derrumbe como un castillo de naipes. Nunca tenemos en cuenta los naipes que hubieran quedado en pie, cerrándonos a la posibilidad de que otro nos pueda ayudar a construir uno más alto. Porque la duda es cultura, y hemos pasado a un punto en que hemos dejado de aspirar a ella porque sólo nos hace sentir inferiores. Hemos llegado al punto en que es más importante ganar la discusión que aprender de ella.


Sin embargo, yo también estoy encerrado en una paradoja, y vuelvo a mirar a Carla. Viene hacia mí, llorando, me dice que se ha dado un golpe en la frente con una esquina, a lo que yo respondo con un beso, que le hace volver a sentirse segura. Pienso en lo mucho que hemos tenido que trabajar en eso, en disolver poco a poco todas las dudas que le acompañaban cuando llegó a notros y conseguir que abrazara la certeza de que siempre estaríamos ahí para quererla, cuidarla y protegerla.


En este caso, preferimos la certeza a la duda, convencidos de que es lo mejor para ella, lo que me lleva a dudar también de mi preferencia por la duda. En fin, lo cierto es que los niños sólo quieren saber que el mundo mañana seguirá siendo igual, seguirán estando sus padres ahí para lo que necesiten y, sobre todo, para escucharles, porque en su verbo habita la magia de las cosas que con los años hemos olvidado.

Pentecostal

Cuadernos de viaje lunar


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Cuadernos de viaje lunar Angelus Novus, Iglesia Pentecostal, Paternidad

La utopía destructiva

2018-10-05

Utopía: La humanidad que merece su destrucción

Siempre fui más de la opinión de D.H. Lawrence. Debemos continuar, por muchos cielos que se hayan derrumbado. Es el único sentido que le encuentro a la existencia. La supervivencia sobreponiéndose a una miriada de catástrofes cotidianas, de precisos momentos en los que todo cambió.

Y, sin embargo, a pesar de mi convencimiento, no puedo evitar, a veces, sentirme contagiado del virus posiblemente más dañino de la existencia humana. Me posee, me provoca grandes fiebres, mañanas de mantas y noches de euforia. Estimula mi inspiración y, como una musa maligna, escribe por mí esos textos que suenan tan bien. Aquellos de los que, en el fondo, no estoy especialmente orgulloso. Porque confunden realidad e imaginación.

La utopía. Corre por mis venas como las corrientes sucias y pestilentes que arrasan las calles en una inundación. Me convence de que puedo articular un discurso claro, razonable y consecuente. El discurso que cambiará tu manera de pensar. Que se propagará por la red, será traducido a todos los idiomas que existen y nos hará a todos un poco más felices.

Conseguiré crear una nueva existencia en la que ya nadie sentirá la necesidad de sufrir.

 

La utopía

 

El término fue acuñado por Tomás Moro. En su libro se refería a una isla creada por el rey Utopo, cuya organización se caracterizaba por tres principios fundamentales: la racionalidad, la uniformidad y un sistema de gobierno basado en la gerontocracia y el patriarcado.

Como se suele decir, Tomás Moro fue un producto de su época y los detalles con los que describió esta isla no son otra cosa que un reflejo de su visión de los problemas de la sociedad. Pero a mí lo que más me llama la atención es la uniformidad: todas las ciudades tenían prácticamente la misma extensión, todas las casas eran iguales, así como el perfil de los líderes: hombres de una cierta edad.

Esta uniformidad era la base de todo. Por mucho que existieran esquemas políticos que evitaran la tiranía y el gobierno estimulase la libertad de culto y el respeto a las diferentes corrientes de pensamiento e incentivase la sensibilidad artística entre sus ciudadanos, la uniformidad es el dogma. Unas mismas condiciones para todos los ciudadanos (excepto para las mujeres, claro está) constituirían el ingrediente principal de la fórmula de la felicidad.

Más allá de la visión de Tomás Moro, el concepto de la utopía ha ido evolucionando y alimentando los grandes movimientos por la liberación humana, como pueden ser el comunismo, el anarquismo, los nacionalismos o el feminismo. La mayoría de estos movimientos a pesar de sus posibles sinergias o convergencias han establecido un marco único en el que se daría dicha liberación. En el comunismo se trataba de la dictadura del proletariado, en el anarquismo de la abolición del estado, las leyes y la propiedad, en el caso del nacionalismo la aplicación sin límites del derecho de autodeterminación y, en el del feminismo, la consecución de una igualdad real entre hombres y mujeres que superase las diferencias de género.

Dejando de un lado el feminismo, provisto de tantas corrientes que hacen que resulte muy difícil establecer un único escenario final. El resto de movimientos propugnan siempre una necesidad, lo que Bakunin llamó en su momento la “educación de las clases populares”. Los nacionalistas en su caso hablarán de la “construcción nacional”. En definitiva se refieren no a otra cosa que la necesidad de una élite que muestre el camino al pueblo.

Y los elementos del mismo que expongan opiniones diferentes estarán alienados o serán llamados traidores, o simplemente, como sucede en muchos nacionalismos, radicales o moderados, se les negará su condición de pertenencia a la comunidad.

Algún cínico podría decir que el odio es el precio que tenemos que pagar por la consecución de la felicidad.

 

La utopía neoliberal y el fin de la historia

 

El caso es que todos estos movimientos propugnan esquemas en principio cerrados en los que tendrá lugar dicha liberación. Porque incluso el neoliberalismo fue definido por Pierre Bourdieu como una utopía en vías de realización, señalando que dicho sistema, abrazado como un dogma por organizaciones como el FMI, el Banco Mundial o la OMC no es otra cosa que “una pura ficción matemática fundada, desde su origen, sobre una formidable abstracción, que, en nombre de una concepción tan estrecha como estricta de la racionalidad, identificada con la racionalidad individual, consiste en poner entre paréntesis las condiciones económicas y sociales respecto a las normas racionales y de las estructuras económicas y sociales, que son la condición de su ejercicio”. Más allá del engaño intencionado que esconde este dogma, en él se representa de nuevo la idea utópica de que una organización basada en normas racionales podría ser aplicable a cualquier contexto o lugar.

El triunfo de esta visión del mundo viene garantizado por contar entre sus fieles seguidores con los poseedores de “todas las fuerzas de un mundo de relaciones de fuerza” y sicarios en las instituciones políticas dedicados solamente a crear las condiciones necesarias para que este sistema sea posible. Y, es por eso, que en el contexto de la caída del Muro de Berlín y del fin de la utopía soviética, surge un ensayo como “El fin de la historia” de Francis Fukuyama que, a pesar su evidente etnocentrismo y falta de rigor consigue una publicidad inaudita sólo por afirmar que la útopía ya se ha cumplido, porque el sistema capitalista ha vencido al no quedar ya sobre el tablero ningún competidor que pueda hacerle sombra. Con lo que concluye que la historia ha terminado.

Pero el neoliberalismo sigue aludiendo a un futuro en que, gracias al libre comercio, conseguiremos un crecimiento sin fin, ignorando las contradicciones que se producen en su interior y la violencia inherente al propio sistema, ejercida constantemente contra las clases populares más desfavorecidas que son las principales perjudicadas cuando se produce algún desajuste en un sistema ya de por sí basado en la desigualdad.

 

El carácter destructivo

 

Pero si definimos la historia como la consecución de la utopía me temo que ésta nunca llegaría a su fin. El Ángel de la historia, como lo definía Walter Benjamin era sólo el testigo paralizado de una serie de catástrofes que se sucedían una tras otra. Incapaz de deshacer lo hecho, de detener las injusticias o de dar la voz a los más desfavorecidos.

También es interesante la redefinición que hizo el autor del concepto de utopía o, más concretamente, interpreto yo la reflexión acerca de su inutilidad. No se trata de crear una sociedad perfecta, sino de la destrucción de todo aquello que provoca las injusticias o la insatisfacción entre las clases más oprimidas. En palabras del propio autor: “Al carácter destructivo no le ronda ninguna imagen”. Porque no importa tanto lo que venga después como la destrucción en sí, porque: “destruir rejuvenece, ya que aparta del camino las huellas de nuestra edad; y alegra, puesto que para el que destruye dar de lado significa una reducción perfecta, una erradicación incluso de la situación en que se encuentra. A esta imagen apolínea del destructivo nos lleva por de pronto el atisbo de lo muchísimo que se simplifica el mundo si se comprueba hasta qué punto merece la pena su destrucción”. El autor coloca la destrucción en el núcleo central de su discurso. Nuestra necesidad de destruir aquellas estructuras que nos oprimen y no nos dejan respirar. La necesidad de combatir y erradicar las injusticias. Sin otro propósito concreto más allá de darnos la oportunidad de poder caminar entre las ruinas de lo existente, entre las que será posible hallar caminos por todas partes.

 

La confusión siniestra

 

Fukuyama tenía razón en una cosa: hoy en día no existe ningún sistema o ideología que aglutine por sí solo la fuerza suficiente como para hacer sombra al capitalismo. La izquierda se ha dividido en infinidad de movimientos a veces incompatibles entre sí. Por ejemplo, los movimientos ecologistas o antibelicistas pueden chocar con grandes partidos de izquierda preocupados de mantener los puestos de trabajo en ciertos sectores. Un ejemplo claro de ello es Cádiz, donde la producción de armamento militar para países con regímenes crueles y totalitarios se ha convertido en el principal medio de subsistencia de gran parte de la población.

La izquierda se enfrenta cada vez más a decisiones fatales en las que ha de escoger entre abandonar a su base social y traicionar sus ideales. Por otro lado, se le han ido pegando vicios de la derecha basados en la negación de la realidad, donde no se mira la realidad tal cual sino tal cual querríamos que fuera, negándose a legislar en temas como la prostitución que sigue siendo objeto de debate, incluso dentro del feminismo.

Mientras la derecha se dedica a buscar enemigos o promocionar teorías más o menos estrafalarias como las de Pinker o puramente reaccionarias como las de Sartori, recientemente fallecido, la izquierda se pierde en los detalles incapaz como es de ofrecer una alternativa o un nuevo modelo de sociedad.

Quizá sea mejor. Que el debate se centre en las decisiones concretas. En los problemas que afectan a la población. Porque lo cierto, es que en una sociedad de clases endeudadas pero aun así razonablemente acomodadas, resulta imposible plantear una ruptura con el régimen actual.

 

El fin de la historia

 

El debate se ha vuelto confuso. Los movimientos son cada vez más, sustituidos por una marea de opiniones. Las redes sociales han cobrado vida propia y empieza a ganar importancia no la realidad en sí, sino los sentimientos, nuestra idea de cómo debería ser. Y por eso sólo consumimos las opiniones que apuntalan nuestra manera de pensar, independientemente de su veracidad. Porque la realidad, el verdadero sufrimiento han dejado de importar. Ahora sólo importa justificar a los nuestros.

La utopía sigue existiendo. A ratos. Guardando las formas. Hoy ningún líder político saldrá a decirnos que otro mundo es posible. Por lo menos no nos lo dirá en serio. Las nuevas repúblicas son sólo duran segundos. Las personas están cada vez más polarizadas, pero también aisladas. Los problemas se resolverán en un futuro.

Pero el problema sigue ahí. El odio. Al traidor. Al diferente. No nos importa cómo se sienta la persona que hay delante. Ni sus motivos. Ese rencor crece y crece. Se busca un enemigo y uno de los bandos debe ganar. Se cebará sobre su oponente. Vendrán catástrofes futuras.

Y el ángel de la historia sigue observando, impertérrito, como los imperios se levantan y después caen, como la guerra lo convierte todo en ruinas.

Y a la humanidad sólo le queda la opción de seguir adelante, por muchos cielos que se hayan derrumbado.

utopía

Manifiesto Angelus Novus, Bárbara Ayuso, Carácter Destructivo, D. H. Lawrence, Destructor de mundos, Feminismo, Francis Fukuyama, Giovanni Sartori, Mijail Bakunin, Pierre Bourdieu, Steven Pinker, Tomás Moro, Utopía, Walter Benjamin

Terrores nocturnos

2018-05-16

Terrores nocturnos

Espectro de mis silencios,
puedo escuchar tus secretos
cuando caminas en la noche.

Hasta que me despierta el albor
entre pedazos de recuerdos derrotados.
Y sé que olvidaré tus palabras
pero no tu rostro.

Cuántos días empiezan en desolación.
Cuántas veces me he abrazado a la nada.
Y sé que yo no puedo escoger mis recuerdos,
que tu amargo sentido del humor lo hará por mí.

Consumo al despertar veneno que me hace revivir.
Desprende mi cuerpo pequeñas gotas con la velocidad.
Me curo con ellas cayendo,
Diluyéndose en una humanidad leve e infinita.

La vida es lenta y tediosa cuando nadie te ha enseñado a quererte.
¿Cuántas veces me hiciste pasar por el mismo lugar?
¿Cuántas he de ser declarado culpable?
Una y otra vez, hasta que el tiempo se detenga.

Cuando lo haga, por favor,
recordadme no por mis errores
sino porque serví como alimento a la naturaleza.

Cuando mi prefrontal deje de fabricar patrones
seguiré recordando a todos los que quise.

Pensaré que la mayoría de nosotros
no deseábamos tantas guerras.
Nos vinieron impuestas.

Volveré a visitaros
cada noche cerraré vuestros párpados
y os garantizaré recuerdos felices.

Cuando os observe desde ninguna parte
quizá sigáis teniendo mis palabras,
escondidas entre los papeles.

¿Me recordaréis cuando no esté?
¿Quién habré sido para cada uno de vosotros?
¿Podré esconderme entre vuestros recuerdos?
¿Despertaré cada mañana?

terrores nocturnos

Luces, Sombras Angelus Novus, Culpabilidad, Pesadillas, Recuerdos, Reflejos

Lugares abandonados

2018-05-07

Lugares abandonados

Mi piel no es impermeable
tus lágrimas de ácido la mojan y la atraviesan.
Y nuestra herida me escuece,
no sólo los días de lluvia.

Mi cerebro atorado,
en modo mantenimiento,
no sabe qué pensar
ni qué sentir.

Entonces me entrego a impulsos adormecedores,
hipnóticos, soporíferos, narcóticos,
estupefacientes, somníferos,
barbitúricos, calmantes.

Todo para olvidar
que mis tormentas de granizo
a ti también te hicieron sangrar.
Que me duele el estómago
porque no siento lo que debería.

Mi piel desprende sustancias tóxicas,
no te acerques, no me toques.

Me dieron medicinas para ordenar
el almacén de caos al que llamo recuerdos.
No hay posibilidad de cura,
renombra a resilientes
y a veces se lo creen.

Planté para ti un vergel daltónico,
te construí una casa de lugares abandonados.
El ángel nos observa
con el rostro destruido.

Juré que mi sal no escocería en tus heridas.
Te mentí,
involuntariamente y a sabiendas.

Mis palabras resuenan
exhortando tus reproches.

lugares abandonados

Sombras Angelus Novus, Carácter Destructivo, Culpabilidad, Desamor, Sangre

Vírgenes en Saturno

2018-04-08

Atravesaba una ausente calle extranjera, pero no estaba ahí sino en otra parte: en un pasado rosa, en un plano fijo rodado en un patio con suelo de cemento y paredes lo suficientemente altas para no dejar escapar a ningún niño. Ella saltaba a la comba despreocupadamente. Se llamaba Ana, después se convertiría en una mujer llamada Elisa que le abandonó para permanecer siempre latente en sus recuerdos, quizá sólo por joder.

El cielo se oscurecía en una tarde de verano. Las nubes rojizas, el sol naranja, tan lejanos y siempre lo mismo, porque el cielo allí no se diferenciaba en nada del de Bilbao ni del de cualquier otro. Podía irse a cualquier parte, coger su moto y desaparecer, para todo el mundo excepto para él.

Había colocado la foto de su nuevo fracaso amoroso en su álbum de malos recuerdos. Sentía nostalgia de los repentinos ataques de risa, los polvos a las siete y media de la tarde y los cigarrillos nevados. Se quedaba con la decepción y la soledad, e intuyó que la soledad no era otra cosa que una enfermedad porque podía curarse pero no tenía solución.

Aquella frase era más sencilla en un país extranjero, donde todos hablan raro y no hay un solo local abierto después de las siete de la tarde. Tras la huida, donde Javier estaba tan lejos de ella, ni siquiera tenía el dinero suficiente para llamarla, escuchar su voz y colgar, aunque su presencia lo ocupase todo.

No sabía si estaba al principio o al final del plan que nada cuidadosamente había elaborado. “Sin dirección, sin dormir dos veces en el mismo lugar”, sabiendo que aquella frase sólo era una excusa y la verdadera razón, encontrar algún elemento sustitutivo.

Se detuvo en un mirador sin saber a ciencia cierta cómo había llegado hasta ahí. Tampoco sabía volver pero daba igual: no había un lugar donde volver. Todas las ciudades del mundo son iguales, lugares de paso.

Había una estatua de una virgen que imploraba ser crucificada. Bañaba la pena su mirada al escuchar las campanas que doblaban por el fruto de su vientre.

Javier encendió un cigarrillo, adoptó una pose ausente y miró al horizonte simulando estar deprimido. Pero nadie reparaba en él. Nadie lo consideraba interesante, por eso nunca fue suficiente para Elisa.

Había más españoles en el mundo, turistas que iban al cine a ver La isla mínima y enfermeras que buscaban trabajo en los hospitales de la ciudad. A veces, Javier podía hablar con alguien y sentir compañía. Sentir compañía sin comunicarse. Ellos hablaban el mismo idioma y se comunicaban a la perfección.

Hasta aquel momento en el que alguien reparó en él. Cuando Cristina invadió su campo visual apoyada en la barandilla, y le dijo: “Tú eres español, ¿verdad?”. Sus ojos hacían juego con la barandilla, color verde botella.

Ninguno de los dos tenía ganas de hablar, pero hablaron de todo. De la pubertad, de sus monogamias sucesivas, de los días felices y los días tristes, de los grititos con los que llamaban a sus madres desde la cuna, del cielo infantil, el que sí parecía diferente dependiendo de donde estuvieran, de las historias que sus padres les contaban de pequeños, de lo que aprendieron y de lo que nunca quisieron aprender, de sus motivos en el extranjero, de su trabajo de camarera, de la falta absoluta de dinero de él, de ciudades repetidas y absurdas, de ciudadanos, avergonzados unos y otros orgullosos de la nada, de los libros, de poesías cinematográficas, mujeres vestidas de azul que enterraban a sus hijos, niños que se comían los cerebros de sus antepasados, de erecciones y movimientos mecánicos, sexo oral, dolor causado por la menstruación, la destrucción de los óvulos tocados por un esperma casi transparente, la voluntad doblegada, las absurdas costumbres extranjeras y la red interminable de comunicaciones nulas.

Elisa tenía el pelo largo y sólo se peinaba con viento y lluvia. Se coló indefectiblemente en los negativos de la película de Javier recordándole que había gente que había sufrido tanto o más que él, siendo capaces no obstante de correr libres entre las luces de la ciudad y las montañas que se veían a lo lejos.

Cristina era un personaje irreal en un mundo sucio. El personaje de un cuento que siempre se acaba cuando es más feliz.

Cuando Javier era pequeño, Bilbao olía a musgo, metal y desperdicios industriales. Los obreros se enfrentaban a la policía y el Rock Radical Vasco fabricaba una falsa imagen de unidad. Cerró Euskalduna y algunos obreros paraban las carreteras y quemaban contenedores de basura. Podías defender cualquier idea sin necesidad de hacer eso, pero nadie te haría caso. Las babosas caminaban entre la zona de guerra y el estado de excepción. En Cádiz imaginaban nuestras calles repletas de tanques, imaginaban cerdos gigantes devorando niños en los parques, angulas que saltaban fuera del agua y se mudaban a vivir a los tejados de la ciudad, ahí donde nadie pudiera alcanzarlas, las ratas se informaban a través del telediario, comentaban las noticias en salas privadas, en hoteles lujosos, y los sindicatos luchaban por la paz social firmando acuerdos obligatorios en democracia.

Cuando era pequeño, un día, Javier vio a su hermana haciendo cola para pedir una beca. Fue el primer año que vio algo así y pensó que sus padres habían hecho algo malo.

Javier y Cristina se fueron al hotel. Vieron una película donde unos animales se comportaban como seres humanos y vivían infelices para siempre. Después otra en que los extraterrestres se camuflaban entre nosotros: decían cosas sin sentido e iban en coche a trabajar.
Cristina se entristecía y Javier empezó a coleccionar maneras de hacerle sonreír, por ejemplo con un beso. Javier imaginó su tacto, Cristina cogió su mano y se la llevó a su pecho.

Cuando Javier era todavía muy pequeño su madre le arropaba y le contaba después un cuento para que pudiera dormir. En él, el príncipe mataba al dragón y rescataba a la princesa, y al final el rey le compensaba con una bolsa de monedas y el príncipe se casaba con una periodista.

También le contó que había fantasmas. De noche el tren pasaba al lado de su casa y la habitación era una montaña rusa de luz en movimiento. Los fantasmas nunca le atacarían ahí, porque no les gustaban las luces ni el ruido. Por eso hay fantasmas en las casas de campo y no en las ciudades.

Ahora imaginaba que él era un fantasma, bajo una lámpara de luz cálida, tendidos sus cuerpos desnudos en una cama de matrimonio. Ella le obligó a prometerle que nunca le abandonaría, él se creyó sus mentiras y le proporcionó placer oral bajo las sábanas.

En la época en que los dinosaurios dominaban la tierra, el acto sexual, por sí mismo y en ausencia de testigos, se consideraba suficiente para consumar un matrimonio.

De pequeño una vez Javier decidió dedicar la tarde a arrancar carteles de propaganda política de Herri Batasuna, hasta que un imbécil con cien años y una boina se encaró con él, que no pesaba más de veintisiete kilos y tenía la facultad de desaparecer, como habían desaparecido tantas víctimas de la guerra que ellos inventaron.

Aquella tarde se asustó, pero le asustaba más una bomba que podía destruir el mundo. Los rusos o los americanos, no sabía quién, habían lanzado otra hace tiempo y destruyó medio mundo. Después construyeron algunas más, para compensar sus fuerzas y casi sin darnos cuenta habíamos entrado en la sociedad del riesgo.

Javier podía recordar la imagen de la Tierra explotando y partiéndose en mil pedazos que se expanden por el universo, lo había visto millones de veces.

Javier no podía imaginar la existencia sin él, sin sus padres o con la ausencia de Cristina.

Javier se durmió y por la mañana fueron a dar un paseo en moto. Tenía sensaciones exactas a las que tuvo con Ana, Elisa o cualquier otra persona que hubiera sabido caminar sobre la línea de puntos o cualquier otro acontecimiento de eterno (y frágil) retorno. Jesús, por quien María lloró de rodillas ante los legionarios romanos, inauguró la historia como una sucesión de catástrofes de las que nos es imposible redimirnos.
En el reino de la nada, la vanidad y la estética se convirtieron en únicas virtudes. Daba igual lo superficial que fuera porque ahora era feliz, y siguió siéndolo cuando Cristina desapareció y su mente se perdió al fin. Mirando a la virgen sin tener idea de la manera de protegerla de lo que inevitablemente iba a suceder.

Volvió la mirada a una ciudad, pronto ardería en llamas, como todas las demás. Las luces se movían sin sentido aparente; no eran otra cosa que señales que los extraterrestres camuflados enviaban a los que esperaban en el espacio para iniciar la invasión.

La semana anterior había muerto el Papa Francisco, primera señal y primera víctima del bando de las ratas.

virgen

Luces Angelus Novus, Destructor de mundos, Euskalduna, Recuerdos

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“Lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer. En el interín surgen infinidad de síntomas mórbidos”

Antonio Gramsci

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