Se oxidan los días contados, uno a uno, en un monólogo interminable, eternos soliloquios y discursos gaseosos.
Aprendí el mundo, y después, aprendí a olvidar lo que aprendí, sólo para poder tropezar de nuevo y decidir que no soy yo sino la vida la que está equivocada.
Días cantados, contados con la voz de Fernando Alfaro. Letras que hacen que mi cerebro sangre hasta purificarme y volver a ser un niño que no piensa en los días que han pasado sino en los que están por venir.
Ya no pienso en mi próximo cumpleaños. Pienso en los amigos que vinieron en año pasado y en los pocos años que quedan para que no venga nadie y en lo poco que esto me hubiera importado si la culpa no fuera mía y sólo mía.
Porque ayer decidí que hoy me comería al mundo sin hacerme una idea de lo que pesaría mi cuerpo esta mañana. Porque hay noches que vuelo más alto de las nubes, en las que me niego a dar un paso atrás, y trágicas revelaciones al despertar, cuando la lluvia entra por la ventana y no puedo levantarme a cerrarla y sólo me queda esconderme en los sueños que no hablan de grandes metas sólo de soledad y adicciones, que me invitan a escapar, salir por la puerta de atrás dejando abandonadas todas las vidas que imaginé, muchas de ellas podría haberlas vivido pero qué más da, para ello tendría que levantarme y, con todo lo que pesa este desencanto, empiezo a sentir que no merece la pena.
Porque soy así, Dios y un ser inexistente, capaz de todo a ratos brillante, divertido y vitalista. Qué feliz cuando todos esos proyectos parecen posibles, qué feliz ahora mismo soñando despierto totalmente ajeno al mañana cuando vuelva a tatuarme en la frente la certeza del fracaso.
Arañas en la oscuridad. No enciendas la luz. Ellas no podrán verte. Perros salvajes, mascotas de satanás.
Tu único amigo el silencio, ese lugar donde pasas la mayor parte del tiempo, donde nadie puede escuchar tus pensamientos masoquistas
Hay en tu habitación un retrato de Dorian Gray, una televisión difuminada y una cuchilla que viola tus entrañas.
No vuelvas a mirar atrás ese tiempo que revives nunca existió. Sólo quedas tú y las mentiras que inventaste.
Aquel espejo, donde se reflejan tus entrañas. Aquellos vicios, se cobrarán su peaje. Aquel cerebro de un adolescente, siempre se negó a crecer.
Vivir en la irrealidad, mires donde mires, tratas de encontrar aquel momento en que tus células sonrosadas de la infancia se convirtieron en arañas negras, que te miran a través de ocho ojos y clavan en todas tus virtudes sus patas puntiagudas.
Se han dado un festín con tu piel, Ahora tienen ganas de vomitar todos los pecados que cometiste en su nombre. Todas las veces que obtuviste la redención y renunciaste a ella a cambio de seguir a su lado.
El deseo que le hacías sentir, ya no lo siente y lo que era un instante supremo de necesidad, ahora sólo es un cuerpo desnudo que se está marchitando.
Es tu carne oxidada, degradada hasta la putrefacción. Sólo quiere descanso y no encontrará nada más que dolor.
Sueñas con un amanecer que las espante a todas. Sin darte cuenta de que, por muchos amaneceres que veas, la oscuridad seguirá residiendo en tu interior. Arañas de sangre verde viscosa, cáncer, VIH, qué más da, escogiste demasiadas enfermedades, mientras el polvo blanco y el marrón entraban en tus venas.
Seré tu perro, te haré sexo oral, hasta devorarte las entrañas, hasta sacarte la sangre que tan barata me has vendido.
Winners don’t use drugs. Eso es lo que rezaban las máquinas de los salones recreativos cuando éramos niños. Lo recuerdo, bajo el escudo del FBI, de quienes lo único que sabíamos es que eran los federales, aquellos que pretendían robar el caso a esos policías que fueron los héroes de nuestra infancia.
Resulta paradójico que decidieran poner aquel mensaje ahí, en la que fue la primera gran adicción de muchos de nosotros. Nadie hablaba todavía de ludopatía infantil, pero nosotros, ajenos a todo aquello, esperábamos al viernes para convertir nuestra paga de veinte duros en cuatro monedas de cinco y meterlas en la máquina, en un intento inconsciente y vacuo de escapar de una realidad persistente que apenas comprendíamos.
A esa adicción siguieron muchas más, obviamente.
En la presentación del cinematógrafo de los hermanos Lumière proyectaron las imágenes en movimiento de una locomotora llegando a la estación. Los espectadores, nunca antes hubo testigos de algo semejante, acabaron algunos huyendo, otros, mareados, vomitando. Aquellas imágenes en blanco y negro acabaron confundiéndose con la realidad.
Nosotros hemos llegado más lejos todavía. Estamos en el punto en que nuestra existencia se ha fusionado con nuestro reflejo. Las pantallas y las cámaras nos poseen, nos vigilan, nos excitan y nos esclavizan. Todos nuestros datos están almacenados en discos duros. Si desaparecieran, dejaríamos de existir. Si nadie nos pudiera grabar, nada de lo que haríamos tendría la menor importancia. No somos diferentes de las sombras, inexistentes cuando no hay iluminación. Somos coleccionistas de historias, desde pequeños, venciendo a los malos, uno tras otro, protegidos bajo el cobijo de un avatar, asumiendo personalidades ajenas, vidas alternas cuyo movimiento capturamos en pantallas, en un relato o en una película y, en el exterior, reducidos a datos, sólo queda de nosotros la decisión de un algoritmo que capta nuestra alma al ritmo de los clicks del ratón.
Somos los que vivimos con la única finalidad del proyectar una imagen ante los demás. Nuestro sustento depende de ello, nuestra realidad es pensamiento único, vigilancia constante, nuestra imagen en blanco y negro en la pantalla de una cámara de seguridad en una estación antes de desaparecer por decisión de un mártir empeñado en agradar a su dios a base de amonal y metralla. Somos lo que los demás imaginan, pedazos de imágenes sugerentes en redes sociales, textos que tratan de aprehender nuestra esencia sin definirnos, porque lo cierto es que no sabríamos como hacerlo, ya que somos los que no vivieron, el reflejo de una existencia perfecta que nunca vamos experimentar.
Éste es el fin del mundo. Suenan las sirenas anunciando un inminente ataque nuclear. Paseáis por los supermercados y los centros comerciales preguntándoos si merece la pena pasar por caja. Intentáis llamar a vuestros familiares para darles el último adiós, pero no podéis: todas las líneas están colapsadas. Y es ahora, cuando va a suceder lo inevitable, el momento en que os arrepentís de haber votado a aquel loco que tomó la decisión de entrar en guerra con una superpotencia extranjera sólo porque eso le garantizaba un alto índice de popularidad en las redes sociales.
Vosotros, como siempre, aplaudiendo a cualquiera que diga que va a tener mano dura, contra esos estados que llamáis terroristas; o contra los inmigrantes, la gente blanca sin trabajo que cobra alguna ayuda social o, simplemente, contra aquellos que no piensan como vosotros. Necesitabais un enemigo, hasta el final. Ahora mismo.
Y yo desapareceré sin guardaros apenas rencor. Porque vosotros sólo erais una panda de gilipollas. Las clases desfavorecidas que vivíais de la ilusión de ser de clase media. Aunque no tuvierais inteligencia ni un mínimo de cultura. No como nosotros, la verdadera clase media, liberal y comprometida. Aquellos que en nuestra adolescencia escribíamos loas a la muerte, al final de todas las cosas. Los que pasábamos el tiempo convencidos de que daba igual votar o no votar; asistir a manifestaciones o integrarnos en un movimiento social no merecía la pena. Porque el mundo se ha convertido en un lugar hostil e ignorante; un recorrido que hace tiempo ya dejó de merecer la pena. Sólo por vuestra culpa, atajo de imbéciles dispuestos a rendir culto al profeta que anunciaba las verdades que queríais oír. Porque al final sólo se trataba de eso, de vivir de la ilusión de que teníais razón. En todas aquellas diatribas que soltabais en la barra del bar, convencidos de que teníais soluciones fáciles para los problemas complejos.
Convertisteis el orden en desorden. Vuestra imagen de Dios sólo estaba en vuestra cabeza y nunca os parasteis a penar que quizá si esa aberración existirá, tal vez nos hubiera creado con el único fin de divertirse contemplando nuestra autodestrucción. Ya que aquello tuvo que acelerar con un meteorito, aburrido ya de dinosaurios que no hacían más que comerse sus excrementos o los unos a los otros. Fue sólo un experimento inútil. No necesitaba criaturas majestuosas que dominaran la tierra, sino una especie de diminutos seres frágiles que, creyéndose inteligentes, iniciaran la aniquilación de todas las especies que existen en nuestro planeta hasta acabar consigo mismos.
No sé qué criaturas vendrán a sustituirnos. Quizá una especie de cucarachas superdotadas, capaces también de ponerse un cinturón de explosivos en la cintura para suicidarse llevándose consigo las más posibles de su propia especie. Serán un poco más resistentes, pero en todo lo demás como nosotros. Esconderán sus excrementos, detestarán el olor de sus semejantes y sentirán una terrible indefensión cuando se encuentren desnudos frente a otros.
Interpretarán esa fragilidad como el inicio de algo llamado amor. Algo destinado a salvarles a todos. Y sufrirán cuando el amor termine, y volverán a ilusionarse otra vez. Habrá momentos incluso en los que se crean los amos del firmamento, investidos del derecho a cumplir sus sueños. A sentirse únicos en un océano en el que algunas gotas estarán más sucias que otras, pero gotas al fin y al cabo. Solamente capaces de ponerse de acuerdo para producir una ola gigante que arrase con todo. Unas pocas harán fuerza y las demás se dejarán llevar por la corriente.
¿Y después? ¿Seguirá habiendo vida en este planeta? ¿Volverán algún día a crecer las flores? ¿A quién demonios le importa eso ya?
Menos a mí que a nadie. Que me encuentro ya casi al final de mi historia. De nuevo atrapado en aquella habitación naranja. Sin posibilidad de, al menos contemplar el apocalipsis, porque aquí no hay puertas ni ventanas. Siempre aparezco aquí y en algún momento una puerta aparece en algún lugar de la habitación. Siempre cuando mi grado de desesperación alcanza el límite. Pero esta vez no va a ser así, no sólo porque esta vez no soy yo quien va a salir sino ellos los que entrarán en algún momento, sino porque la sirena no deja de sonar en mi cabeza. Recordándome que el fin ya ha llegado y la única opción que me queda en este momento es la de luchar.
No hay muebles en esta habitación. Nada que pueda usar para defenderme, así que cuando uno de ellos, aquellos hombres enfundados en trajes negros estilo película del Quentin Tarantino que todavía conservaba algún talento, los mismos que llevaban días siguiéndome y acabaron encerrándome aquí, cuando el primero de ellos entre por el lugar que sea que aparezca una salida esta vez, saltaré sobre su cara, apretaré sus ojos hacia el interior con todas las fuerzas de que sea capaz, hasta que sus gritos se superpongan a esta sirena que ya me está provocando un agudo dolor de cabeza y mis manos se llenen de sangre.
Pero tardan mucho. Quizá esté ahora en un búnker bajo tierra y la historia que intento contaros no tenga ninguna relevancia. Porque estáis todos muertos, incluso ellos. Y a mí sólo me quedan días de angustia y dolor, hasta morir de hambre mientras mi mente se sigue paseando por los lugares más insospechados.
Intento recordar mis vídeos de música favoritos de los años ochenta. Recuerdo sobre todo a Status Quo, in the army now. Es curioso recuerdo la sensación derrotista pero el vídeo en sí. El caso es que no lo he vuelto a ver desde que era niño. Recuerdo también take on me. Me mimetizo con ese vídeo y empiezo a recordarlo todo dibujado en blanco y negro. Entro en aquel espacio irreal en el que sólo consigo sumergirme bajo el efecto del flunitrazepam. Y soy un niño, dibujando todo lo que recuerdo de aquella época. Porque nosotros nacimos en una generación que, quizá por primera vez, no estaba destinada a alcanzar grandes metas, sino solamente para observar desde la ingravidez un mundo que se destruye a sí mismo.
Lo primero que dibujé fueron los bombarderos, planeando entre las nubes. El sol sonreía hasta que se percató de su presencia. Tenía cuatro años y por eso no pude pintar nada mejor que una cara triste. ¿Recordáis aquellas imágenes? Seguro que las habéis visto mil veces en infinidad de películas. El avión avanza, rompiendo el viento y, al principio, la ciudad se ve muy pequeña, apareciendo poco a poco mientras las nubes se van disipando. Se va haciendo cada vez más grande. Llega un momento en que los monstruos mecánicos se sitúan en el centro de la ciudad y empiezan a soltar su carga letal. Entonces se dibuja una seta gigante y la onda expansiva va destruyendo todo a su alrededor.
Ése fue el fantasma nos aterraba en nuestra niñez y que escondía otro mucho mayor: la crisis. Porque su onda expansiva destruyó las fábricas, condenó a la juventud de nuestros barrios a la precariedad y a la drogadicción. La misma onda expansiva que fue acabando con los dibujos de nuestra niñez. Acabó con las fábricas, algunas de las cuales ya estaban en ruinas; con aquel dibujo de un grupo de obreros unidos contra el patrón. Se borraron las palabras comunidad y solidaridad y fueron sustituidas por el miedo y la rabia contra todo el que es diferente. Y en aquel dibujo todas esas siglas de sindicatos y partidos políticos que la clase obrera pensaba que le defendían fueron perdiendo sentido.
Y entonces yo caminaba en círculos, como muchos otros, pero no eran círculos concéntricos sino una espiral; de estudios que no nos habían servido para nada; de imágenes en los medios de comunicación conservadores, donde los inmigrantes de aspecto islámico caminan con machetes por la calle; de alcohol y heroína; de oficinas llenas de cubículos individuales donde estaba prohibido que los trabajadores hablaran unos con otros; de talleres textiles en el fin del mundo donde aquellas chicas, apenas adolescentes, trabajaban en condiciones de esclavitud; de políticos hablando de flexibilizar el mercado laboral; de esa nueva juventud amenazante que se organiza en bandas en el parque, que cualquier noche uno de ellos puede acercarse a ti y violarte o clavarte varias veces el cuchillo que esconde bajo la chaqueta; de los atentados, los coches llenos de polvo, la personas que buscan sus miembros amputados entre una niebla de polvo; de fascistas levantando el brazo mientras una panda de viejos cada vez más ricos se regocijan; de un mundo en que las reglas ya no tienen sentido porque las cambian a su antojo y únicamente puedes limitarte a la no tan difícil tarea de seguir la corriente y tratar de sobrevivir.
Y ahora dejad que deje de dirigirme a vosotros y me dirija sólo a ella. Porque sobrevivir es eso trataba de hacer yo cuando te encontré. Encontrar un sentido más allá de la supervivencia, algo más allá del dolor que me acompañaba siempre. El mismo que me acompañó desde niño. A pesar de haber nacido en una familia de clase media y haberlo tenido más fácil. De haber encontrado un trabajo muy bien remunerado y vivir en una de esas zonas ricas de la ciudad donde puedes pasear tranquilamente entre gente de tu propia raza.
No podía creer en nada y decidí creer en ti. Había pasado muchos años sometiéndome a rituales de autodestrucción y anomía que me llevaron a encontrarte. A ti, la asombrosa Nina Gold, aunque sepa que ese no es tu verdadero nombre. Decidí ser tu esclavo, entregarte todo lo que tenía y vivir según tus reglas. A cambio prometiste dotar de un sentido a mi existencia. Uno basado simplemente en la satisfacción de tus caprichos y deseos.
Por ti estoy atrapado en esta habitación. Por la necesidad de encontrarte, sentirte, tocarte y salvarte, aunque tú no creas merecer aquella salvación. Yo te la conseguiré, sean cuales sean las consecuencias.
Y ahora caigo en la cuenta de que las sirenas hace un rato que ya han cesado, que puede que no estemos en los albores del fin del mundo sino en el inicio de un nuevo comienzo. Migas de cal empiezan a caer sobre mi rostro. Ahora sé que entrarán por el techo y también sé que no estoy muerto.
Sé que a pesar de ser apenas capaces de mantenernos en pie, todavía nos quedan fuerzas para luchar por aquello en lo que creemos.
Quizá la espera no haya merecido la pena pero, créeme: no me importa decepcionarte. Tuve que partir, viajar alrededor y darme cuenta de que nada importaba, sólo tu presencia y mi esclavitud. Aquella que daba un sentido a mi existencia.
Y tantas veces he vomitado bilis contra ti, tantas noches desnudo en mi habitación. Sin dejar de sudar, meditando acerca del oscuro sentido del deseo que raramente se confunde con felicidad.
Tu existencia era la promesa de tantas cosas que, al final, se tuvo que imponer el dolor. Las cuerdas que ataban mis manos dejaron de sentir el deseo de tocarte. La nada, habilidosa, imperó en mi mente y, ahora mismo, suenan en mi cabeza sirenas anunciando el ataque nuclear de una superpotencia extranjera.
Me han prometido que destruirán todos los lugares en los que solía esperarte. Horas y horas, tiempo perdido entre breves mensajes que me proporcionaban una medida de alegría siempre transitoria. Porque nunca conseguí sentirme saciado con tus mentiras y tus promesas indefectiblemente siempre incumplidas.
Y ahora escribo las palabras que vienen a darme muerte, y me pregunto si esta vez también tu objetivo será otra vez el mismo, el que me ha torturado en los últimos tres años. Tener tan cerca tu presencia y nunca tenerte. Mentirme, descifrando tus jeroglíficos con el único objetivo de obtener la respuesta equivocada, aquella en la que al final te encontrabas tú. Y dejabas de ser un fantasma para convertirte en la diosa de todos mis silencios.
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