Suciedad
Entramos juntos en aquella habitación
y me traspasaste toda tu suciedad.
Han pasado treinta años
y todavía sigo intentando limpiarme,
pero la carne es débil
y a veces no tengo otra opción:
revolcarme en el fango,
ensuciarme un poco más
porque nadie me enseñó a vivir de otra manera.
Si supieras el daño que has causado,
tal vez ni siquiera te importase.
Y sé que es ridículo pedir explicaciones a un cadáver
pero necesito que me des un motivo
para poder pensar que soy algo más
que aquello que decidiste despreciar.
Me dijiste que debíamos ser buenos amigos
y que los buenos amigos se hacen favores.
Y te dejé hacer todos los que quisiste
sin parar a pensarlo,
paralizada por el miedo
con tus manos en mi cuello,
mi cuerpo semidesnudo
y mi espalda contra una pared helada.
Te hizo gracia que me sangrara la nariz
después de golpearme.
Creo que, después de eso,
nunca volví a ser capaz de respirar
y es por eso que a veces me ahogo sin motivo,
que todas mis articulaciones se bloquean
y me quedo parada
recordando tu voz decirme:
quieta,
estáte quieta
o será peor.
No puedo imaginarme que fuera peor de lo que fue.
Ni creo que sepas todas los actos oscuros que tuve que interpretar.
¿Intentaba salir de aquella habitación
o, por el contrario, permanecer en ella para siempre?
Porque el miedo que te tuve fue minúsculo
en comparación con el que me provoca salir,
pensar
que alguien pueda ver las marcas
al cortar mi cuerpo,
que alguien pueda olerte en todos y cada uno
de mis orificios.
Y, entonces, me vuelvo a quedar en la habitación,
donde ya no hay nadie, sólo tú.
Y sólo puedo decirte
que ya no te tengo miedo.
Me da igual si vuelves a entrar,
conozco el daño que provocas
y mil maneras de matarte.
No te tengo miedo.
No tanto como el que me tengo a mí misma.
A todas las barbaridades
que tuve que hacer para olvidarte.