Atravesaba una ausente calle extranjera, pero no estaba ahí sino en otra parte: en un pasado rosa, en un plano fijo rodado en un patio con suelo de cemento y paredes lo suficientemente altas para no dejar escapar a ningún niño. Ella saltaba a la comba despreocupadamente. Se llamaba Ana, después se convertiría en una mujer llamada Elisa que le abandonó para permanecer siempre latente en sus recuerdos, quizá sólo por joder.
El cielo se oscurecía en una tarde de verano. Las nubes rojizas, el sol naranja, tan lejanos y siempre lo mismo, porque el cielo allí no se diferenciaba en nada del de Bilbao ni del de cualquier otro. Podía irse a cualquier parte, coger su moto y desaparecer, para todo el mundo excepto para él.
Había colocado la foto de su nuevo fracaso amoroso en su álbum de malos recuerdos. Sentía nostalgia de los repentinos ataques de risa, los polvos a las siete y media de la tarde y los cigarrillos nevados. Se quedaba con la decepción y la soledad, e intuyó que la soledad no era otra cosa que una enfermedad porque podía curarse pero no tenía solución.
Aquella frase era más sencilla en un país extranjero, donde todos hablan raro y no hay un solo local abierto después de las siete de la tarde. Tras la huida, donde Javier estaba tan lejos de ella, ni siquiera tenía el dinero suficiente para llamarla, escuchar su voz y colgar, aunque su presencia lo ocupase todo.
No sabía si estaba al principio o al final del plan que nada cuidadosamente había elaborado. “Sin dirección, sin dormir dos veces en el mismo lugar”, sabiendo que aquella frase sólo era una excusa y la verdadera razón, encontrar algún elemento sustitutivo.
Se detuvo en un mirador sin saber a ciencia cierta cómo había llegado hasta ahí. Tampoco sabía volver pero daba igual: no había un lugar donde volver. Todas las ciudades del mundo son iguales, lugares de paso.
Había una estatua de una virgen que imploraba ser crucificada. Bañaba la pena su mirada al escuchar las campanas que doblaban por el fruto de su vientre.
Javier encendió un cigarrillo, adoptó una pose ausente y miró al horizonte simulando estar deprimido. Pero nadie reparaba en él. Nadie lo consideraba interesante, por eso nunca fue suficiente para Elisa.
Había más españoles en el mundo, turistas que iban al cine a ver La isla mínima y enfermeras que buscaban trabajo en los hospitales de la ciudad. A veces, Javier podía hablar con alguien y sentir compañía. Sentir compañía sin comunicarse. Ellos hablaban el mismo idioma y se comunicaban a la perfección.
Hasta aquel momento en el que alguien reparó en él. Cuando Cristina invadió su campo visual apoyada en la barandilla, y le dijo: “Tú eres español, ¿verdad?”. Sus ojos hacían juego con la barandilla, color verde botella.
Ninguno de los dos tenía ganas de hablar, pero hablaron de todo. De la pubertad, de sus monogamias sucesivas, de los días felices y los días tristes, de los grititos con los que llamaban a sus madres desde la cuna, del cielo infantil, el que sí parecía diferente dependiendo de donde estuvieran, de las historias que sus padres les contaban de pequeños, de lo que aprendieron y de lo que nunca quisieron aprender, de sus motivos en el extranjero, de su trabajo de camarera, de la falta absoluta de dinero de él, de ciudades repetidas y absurdas, de ciudadanos, avergonzados unos y otros orgullosos de la nada, de los libros, de poesías cinematográficas, mujeres vestidas de azul que enterraban a sus hijos, niños que se comían los cerebros de sus antepasados, de erecciones y movimientos mecánicos, sexo oral, dolor causado por la menstruación, la destrucción de los óvulos tocados por un esperma casi transparente, la voluntad doblegada, las absurdas costumbres extranjeras y la red interminable de comunicaciones nulas.
Elisa tenía el pelo largo y sólo se peinaba con viento y lluvia. Se coló indefectiblemente en los negativos de la película de Javier recordándole que había gente que había sufrido tanto o más que él, siendo capaces no obstante de correr libres entre las luces de la ciudad y las montañas que se veían a lo lejos.
Cristina era un personaje irreal en un mundo sucio. El personaje de un cuento que siempre se acaba cuando es más feliz.
Cuando Javier era pequeño, Bilbao olía a musgo, metal y desperdicios industriales. Los obreros se enfrentaban a la policía y el Rock Radical Vasco fabricaba una falsa imagen de unidad. Cerró Euskalduna y algunos obreros paraban las carreteras y quemaban contenedores de basura. Podías defender cualquier idea sin necesidad de hacer eso, pero nadie te haría caso. Las babosas caminaban entre la zona de guerra y el estado de excepción. En Cádiz imaginaban nuestras calles repletas de tanques, imaginaban cerdos gigantes devorando niños en los parques, angulas que saltaban fuera del agua y se mudaban a vivir a los tejados de la ciudad, ahí donde nadie pudiera alcanzarlas, las ratas se informaban a través del telediario, comentaban las noticias en salas privadas, en hoteles lujosos, y los sindicatos luchaban por la paz social firmando acuerdos obligatorios en democracia.
Cuando era pequeño, un día, Javier vio a su hermana haciendo cola para pedir una beca. Fue el primer año que vio algo así y pensó que sus padres habían hecho algo malo.
Javier y Cristina se fueron al hotel. Vieron una película donde unos animales se comportaban como seres humanos y vivían infelices para siempre. Después otra en que los extraterrestres se camuflaban entre nosotros: decían cosas sin sentido e iban en coche a trabajar.
Cristina se entristecía y Javier empezó a coleccionar maneras de hacerle sonreír, por ejemplo con un beso. Javier imaginó su tacto, Cristina cogió su mano y se la llevó a su pecho.
Cuando Javier era todavía muy pequeño su madre le arropaba y le contaba después un cuento para que pudiera dormir. En él, el príncipe mataba al dragón y rescataba a la princesa, y al final el rey le compensaba con una bolsa de monedas y el príncipe se casaba con una periodista.
También le contó que había fantasmas. De noche el tren pasaba al lado de su casa y la habitación era una montaña rusa de luz en movimiento. Los fantasmas nunca le atacarían ahí, porque no les gustaban las luces ni el ruido. Por eso hay fantasmas en las casas de campo y no en las ciudades.
Ahora imaginaba que él era un fantasma, bajo una lámpara de luz cálida, tendidos sus cuerpos desnudos en una cama de matrimonio. Ella le obligó a prometerle que nunca le abandonaría, él se creyó sus mentiras y le proporcionó placer oral bajo las sábanas.
En la época en que los dinosaurios dominaban la tierra, el acto sexual, por sí mismo y en ausencia de testigos, se consideraba suficiente para consumar un matrimonio.
De pequeño una vez Javier decidió dedicar la tarde a arrancar carteles de propaganda política de Herri Batasuna, hasta que un imbécil con cien años y una boina se encaró con él, que no pesaba más de veintisiete kilos y tenía la facultad de desaparecer, como habían desaparecido tantas víctimas de la guerra que ellos inventaron.
Aquella tarde se asustó, pero le asustaba más una bomba que podía destruir el mundo. Los rusos o los americanos, no sabía quién, habían lanzado otra hace tiempo y destruyó medio mundo. Después construyeron algunas más, para compensar sus fuerzas y casi sin darnos cuenta habíamos entrado en la sociedad del riesgo.
Javier podía recordar la imagen de la Tierra explotando y partiéndose en mil pedazos que se expanden por el universo, lo había visto millones de veces.
Javier no podía imaginar la existencia sin él, sin sus padres o con la ausencia de Cristina.
Javier se durmió y por la mañana fueron a dar un paseo en moto. Tenía sensaciones exactas a las que tuvo con Ana, Elisa o cualquier otra persona que hubiera sabido caminar sobre la línea de puntos o cualquier otro acontecimiento de eterno (y frágil) retorno. Jesús, por quien María lloró de rodillas ante los legionarios romanos, inauguró la historia como una sucesión de catástrofes de las que nos es imposible redimirnos.
En el reino de la nada, la vanidad y la estética se convirtieron en únicas virtudes. Daba igual lo superficial que fuera porque ahora era feliz, y siguió siéndolo cuando Cristina desapareció y su mente se perdió al fin. Mirando a la virgen sin tener idea de la manera de protegerla de lo que inevitablemente iba a suceder.
Volvió la mirada a una ciudad, pronto ardería en llamas, como todas las demás. Las luces se movían sin sentido aparente; no eran otra cosa que señales que los extraterrestres camuflados enviaban a los que esperaban en el espacio para iniciar la invasión.
La semana anterior había muerto el Papa Francisco, primera señal y primera víctima del bando de las ratas.
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