La insignificancia de la gran depresión
Alguna vez me lo he preguntado:
si algún día, por el motivo que sea,
consigo recuperarme
y dejar de lado el deseo de odio y de venganza.
Si caigo en la tentación de disfrutar de la vida,
ver el vaso medio lleno, hacer deporte,
beber menos alcohol, confiar en la gente,
ser responsable con la medicación,
con sustancias sin receta, etcétera.
¿Qué quedará de mí?
No sé si es genética o circunstancias,
pero hay un vacío en mí y no sé si necesito otro.
El vacío que consumía a Tom Reagan en Miller’s Crossing;
se llenaba a base de sesiones de alcohol nocturnas
y un desastroso olfato para las apuestas.
Supongo que al final eligió no llenar ese vacío,
decidirse por hacer todas esas cosas terribles
en las que pensamos tantas veces.
Decidió avanzar hacia ninguna parte,
volver al whisky y las apuestas,
renunciar a la amistad y al amor.
Es probable que no sea una decisión tan difícil
cuando, después de todo,
en realidad no eres más que un gangster.
A mí me hubiera gustado serlo,
aunque creo que nunca estuve
ni lo más mínimamente cerca
de poder escoger esa opción.
Y llegué a la conclusión,
de que son ciertos acontecimientos
los que nos han impedido vivir
aquella vida feliz que nos hubiera tocado.
Pero es más que eso.
Es una pulsión
que nos conduce
a los mismos hábitos autodestructivos de siempre.
Y supongo que algunos tenemos suerte
y el amor nos redime.
Y es por ese y no por otro motivo
por el que seguimos levantándonos cada día.
No seguir el camino el Tom.
No entregarnos.
Aunque sea difícil.
Aunque cada mañana tengamos que ponernos un disfraz.
Aunque nos acostemos con ganas de no despertar.
Aunque nos pongamos un disfraz cada mañana.
El que nos permite parecer capaces de afrontar el día
y recorrer los cien metros lisos en silla de ruedas.
Supongo que sólo lo consigo porque
conozco la baraja mejor que nadie
y porque tengo la suerte de mi lado.

Y entonces te miro a los ojos y me preguntas
“¿Por qué pareces tan ausente?”
Yo me digo que pertenezco a un mundo extraño
y tú me redimes haciéndome sentir especial.
Devolviéndome las ganas de hacer lo correcto.
Emprender camino a la estación y empezar de nuevo.
Pero el Dios del antiguo testamento endurece mi corazón
y vuelvo a querer ser Tom Reagan,
a un nihilismo pegajoso que sólo quiere terminar,
de una u otra manera pero consciente de que el vacío es real
y en ningún caso merece la pena ignorarlo.
Otras críticas publicadas en el blog:
Escalofrío (Bill Paxton, 2001)
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