La fragilidad de las torres gemelas
Recuerdo la sangre en mis nudillos el día que me dijiste que ibas.
Volviste dos años después, de Nueva York,
con varios libros bajo el brazo, en los que,
según decías, se escondía el sentido de la vida.
Estaban fuera de mi alcance, lo dejaste claro:
tú ya sólo leías en inglés, salvo pocas excepciones.
Yo me quedé con mi idioma de segunda y mis palabras absurdas,
incapaz incluso de entender la forma en la que vestías ahora.
Y, aunque a todas luces estuvieras fuera de mi alcance,
te empeñabas en seguir gastando conmigo tus horas muertas.
Supuse que porque yo era lo bastante inofensivo,
suficientemente tonto para hacerte caso
y claramente tendente al sufrimiento.
Como lo eras tú al aburrimiento mortal.
Te hubiese pedido un millón de veces que no volvieras a hablarme,
que me contaras todos tus secretos y me obligaras a confesarte los míos,
que me mintieras y me dijeras que querías estar siempre conmigo
que me dijeras la verdad que nunca sería suficiente para ti.
Y así pasó el tiempo, con tus grandes historias y mis pequeñas miserias.
Contándome todas aquellas cosas que me hubiera gustado vivir
y que estaban fuera de mi alcance.
Que, en realidad, sólo eran cuentos,
los mismos que contamos a los críos para que se duerman
historias con héroes y villanos, ambos con gafas de pasta,
con aquellas colecciones de discos que envidiábamos poseer
porque vivimos una época en la que las canciones no tenían valor por sí mismas.
Creo que te fuiste a Bruselas, con tus dos carreras
que, sorprendentemente tuvieron alguna utilidad.
Hiciste un máster, algún estudio de posgrado
y todos tus compañeros revoloteaban a tu alrededor.
Muchos de ellos se ocostaron contigo, yo me fui olvidando.
Mientras recordaba aquella noche en la que decidiste sentirte frágil,
Dejar de lado los reproches y sólo abrazarnos.
La misma noche en que decidimos que nunca volveríamos a vernos.

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