Cicatrices
He pintado las farolas con los claroscuros del final del verano
y, enfrentado a ese cruce de caminos me detengo,
sin saber muy bien qué dirección he de tomar.
Son infinitos los recovecos en el corazón del miedo,
igual que las cicatrices que provocan sin remedio
en ese abismo profundo en el que habitan nuestros recuerdos.
El cerebro se llena de sangre y bilis,
me duele la cabeza
intentando recordar o recordando demasiado,
hasta que salgo de mí mismo
para tumbarme sobre la hierba,
alargar el brazo e imaginar
que puedo tocar las hojas de los árboles.
Observar como crecen las flores que algún día alguien arrancará
mientras todos aquellos niños, ajenos a la tragecia, juegan en los columpios
y yo sueño con convertirme en su guardián, el guardián del parque.
La persona que, cuando uno de ellos se caiga o se dé un golpe.
está ahí para recogerlos del suelo y recordarles que las heridas se curan.
Tú trajiste contigo ya tus propias cicatrices
Y yo, siendo tu guardián,
sé por experiencia que siempre estarán ahí.
Y tengo que protegerte sin confesarte
que no sé cómo hacerlo,
porque ya estaba perdido mucho antes de que llegaras.
Y me dicen que, para poder cuidarte,
debo aprender a cuidar de mí.
Y, es difícil, porque hasta ahora
nunca me vi en la necesidad de hacerlo,
porque me he perdido en ese bosque encantado
en el que no hay hadas ni duendes
sólo un rencor y una autocompasión
basadas en el falso sentido inmutable de las cosas.
Y, ahora, vuelvo a recordar de nuevo la luz del final del verano
los días largos, las noches eternas y las fiestas de los pueblos.
Esa época que esperas que no termine nunca
al tiempo que sabes que lo va a hacer,
concediéndote la oportunidad de empezar otro año
que dedicar a cicatrizar todas las heridas todavía abiertas.

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