Quizá la espera no haya merecido la pena pero, créeme: no me importa decepcionarte. Tuve que partir, viajar alrededor y darme cuenta de que nada importaba, sólo tu presencia y mi esclavitud. Aquella que daba un sentido a mi existencia.
Y tantas veces he vomitado bilis contra ti, tantas noches desnudo en mi habitación. Sin dejar de sudar, meditando acerca del oscuro sentido del deseo que raramente se confunde con felicidad.
Tu existencia era la promesa de tantas cosas que, al final, se tuvo que imponer el dolor. Las cuerdas que ataban mis manos dejaron de sentir el deseo de tocarte. La nada, habilidosa, imperó en mi mente y, ahora mismo, suenan en mi cabeza sirenas anunciando el ataque nuclear de una superpotencia extranjera.
Me han prometido que destruirán todos los lugares en los que solía esperarte. Horas y horas, tiempo perdido entre breves mensajes que me proporcionaban una medida de alegría siempre transitoria. Porque nunca conseguí sentirme saciado con tus mentiras y tus promesas indefectiblemente siempre incumplidas.
Y ahora escribo las palabras que vienen a darme muerte, y me pregunto si esta vez también tu objetivo será otra vez el mismo, el que me ha torturado en los últimos tres años. Tener tan cerca tu presencia y nunca tenerte. Mentirme, descifrando tus jeroglíficos con el único objetivo de obtener la respuesta equivocada, aquella en la que al final te encontrabas tú. Y dejabas de ser un fantasma para convertirte en la diosa de todos mis silencios.
[1] Cansado y aturdido, te espero en silencio, como un insecto atrapado en un mar de cera.
Moviendo sus patas, sin encontrar nada a lo que aferrarse.
Fue más fuerte en él la necesidad de volar hacia la luz que el instinto de supervivencia.
Y se quedará ahí, atrapado, sin posibilidad de escape, convertido en una estatua.
Hasta que algún día la lumbre vuelva a encenderse y toda la cera se derrita.
[2] No es más que otra imagen, una de tantas, de las que hacen que me tambalee planteándome la eterna pregunta de quién soy y qué es lo que queda de mí después de tantos lugares abandonados y nuevos comienzos.
[3] Te escribo esta carta no para que la entiendas, sino para explicarte que a mí también me resulta muy complicado comunicarme conmigo.
[4] Mi enfermedad consiste en intentar salir a la superficie, en un mar cubierto de rocas que flotan a mi alrededor, se cruzan en mi camino y arañan mi piel recordándome que fui yo quien decidió tirarse al agua.
[5] Las nubes fabrican hielo y, entre todo este granizo, es imposible encontrarte.
[6] Estoy en esa fase, la de volver a tumbarme contigo sin sentir la necesidad de volver a pelearme conmigo.
[7] Intentar encontrar la solución al enigma es tan inútil como respirar bajo el agua. Y no hay en la novela de mi vida notas a pie de página Nada que pueda explicar por qué hago lo que hago.
Acontece entonces la absurda idea de convertir mi vida en literatura, sólo porque así tal vez pueda añadir un epílogo a mí historia ese final feliz donde todo cobra sentido y termina lo que hasta ahora nunca tuvo fin.
[8] Correr lo bastante lejos, hasta que ya no me queden fuerzas y deje de tener sentido intentar volver atrás. Es lo que hago el tiempo que consumen mis noches en vela. Y siento que puedo tocar la felicidad con la punta de mis dedos. Y mis pulsaciones se disparan, cierro el puño. Me detiene el miedo a lo desconocido.
[9] Intento respirar aire puro mas no consigo retenerlo estando como estoy rodeado de oxígeno.
Aurora poseía la belleza de una estrella del Hollywood clásico pero aquella esquina en la que trabajaba le desposeía de todo el glamour. A veces, echaba la vista atrás, y, preguntándose la razón que le había llevado a ese lugar, sólo encontraba una: el silencio.
El silencio de cuando era una niña, temerosa de como su padre pudiera reaccionar porque sabía que cualquier comentario suyo podía ser interpretado como un desafío y seguido de un castigo en el menor de los casos y, en el mayor, de una paliza.
Era esa y no otra la razón de que fuera tan buena estudiante porque dentro de los libros, dialogando con los fantasmas que habitaban el desván, podía escuchar sólo sus manidos sueños y no los gritos de eternas discusiones.
Muchas veces soñó que llegaban las tormentas de agosto y se llevaban consigo aquella casa con el resto de sus habitantes. Dejando tras de sí un mundo en blanco que ella pudiera pintar todas las cosas y los colores que quisiera.
Podría pintar un corazón y, sobre él, un hombre que realmente la quisiera pero tuvo la desgracia de provocar otro sentimiento en los hombres, el que proviene de sus más bajos instintos y del que fue por primera vez consciente en las clases de catequesis tras las que el párroco, aquel al que todos consideraban un santo varón, le invitaba a quedarse un poco más para profundizar en su fe, la que habitaba bajo su ropa interior, tiñendo de sangre los bajos del vestido de su comunión.
También aquella historia se quedó en el silencio, pues siempre supo que sus padres le habrían culpado a ella, como le culparían hoy de los moratones provocados por tantos borrachos en tantas malas noches o de todas las veces que, para volver a aquel mundo en blanco, había atravesado su piel con la aguja.
Y, entonces, las tormentas de agosto se llevaban también todos los recuerdos de aquella esquina a la que inevitablemente debería volver al día siguiente para cobrar por sentir en su piel el asqueroso sudor del deseo.
Ganar unos pocos billetes con los que poder pagar un nuevo lienzo en el que algún día pintaría un camino sin retorno.
Mi madre se casó muy ilusionada. Todas las mujeres consideraban que mi padre era un hombre bastante guapo con un gran porvenir. Pero, lo que más le importaba a ella, era toda la retahíla de atenciones que le dispensaba. Con él nunca estaría sola.
Pasaron los años, entre medias yo nací, mi padre pasaba cada vez menos tiempo en casa. Normalmente no salía del bar hasta que el camarero, cada día de manera un poco menos educada, le instaba a hacerlo aunque no quisiera.
Echaba la culpa de todos sus problemas a la crisis industrial pero yo podía sentir la vergüenza que sentía las pocas veces que se animaba a dedicarme temerosas muestras de cariño para compensar el color gris de nuestras paredes.
Después empezaron las explosiones de violencia, y lo que debió ser una niñez plena de recuerdos felices se vio alterado por el llanto de una madre, que diazepam tras diazepam, había olvidado sus desvaríos aferrándose a los barrotes del cabezal de la cama.
Miraba a los otros niños desde un pupitre de la última fila. La profesora me miraba con desprecio desde la pizarra. Mis compañeros siempre se percataban de mi presencia cuando necesitaban alguien con quien meterse y no para jugar al fútbol, escogiéndome siempre al final, de mala gana, cuando había que organizar los equipos para un partido.
En fin, sólo me hallaba feliz dentro de mi mundo, cuando imaginaba que tenía alas y podía volar o una espada con la que cortar las cabezas de todos mis enemigos.
Aquellas imágenes me acompañaron desde que tengo memoria, fueron ellas y la literatura los únicos lugares en que me sentí importante, pero siempre estaba ahí la realidad dispuesta a sacarme de mis ensoñaciones.
Y con el tiempo aprendí, observando a los animales que me rodeaban que uno sólo puede llegar a realizarse revolcándose en el dolor ajeno.
En el instituto me reinventé, era aquel chico triste y solitario que se había comprado una chaqueta negra con la palabra odio escrita en la espalda. Yo me regodeaba en mi interior, cada vez más, gracias al dulce humo de la marihuana y a aquella música que potenciaba mis sueños que, día tras día, se teñían color rojo, odio y rencor.
Nadie se preocupó nunca de los secretos que se ocultaban detrás de mi mirada hasta que llegaste tú, preguntándome por aquellos poemas que escribía en aquella libreta negra.
Te gustaban aunque nunca llegaras a comprenderlos del todo, te parecían crueles y cercanos al trastorno mental y siempre me regañabas por su oscuridad.
Tú, una persona cuya única preocupación en su niñez fue la de crecer y ser feliz.
Me consideraste el amigo inofensivo al que podías contar todos tus secretos. Y, poco a poco, te dejé entrar en los míos protagonizar las primeras fantasías con las que me masturbaba, donde mi placer se mezclaba con tu dolor.
Y es por eso que ahora te escribo esta carta mientras estás tirada en alguna parte de ese bosque donde lo único vivo son los insectos que devorarán tu carne.
Se acabaron las buenas notas y los ánimos que te dedicaban tus padres, tan falsamente amables conmigo y tan orgullosos de ti.
Se acabaron las vacaciones de verano, tus historias acerca de todos aquellos tíos a los que te entregabas sólo por sentirte deseada.
Se acabó la universidad, formar una familia, trabajar como abogada defendiendo causas perdidas, tantos y tantos viajes que tenías planeados.
Adiós a un gran porvenir que siempre todos te vaticinaron.
Esta noche hemos viajado al fondo de mi subconsciente y, gracias a ti, he podido realizar mis deseos más ocultos.
Durante tantos años, he sido yo el guardián de tus secretos.
Por eso te lo debía, esto: ser la silenciosa guardiana de los míos.
Mi padre era alcohólico, casi siempre estaba ausente. Excepto cuando nos dedicaba temerosas muestras de cariño o excesivas de violencia.
Mi madre se enamoró de él y se casó muy ilusionada. Nunca más estaría sola, pensó hasta que, diazepam tras diazepam, olvidó aquel desvarío dedicando sus pocos momentos de lucidez a llorar agarrada a los barrotes del cabezal de la cama.
Los recuerdos felices de mi niñez siempre acababan de forma terrible. Era el niño que se sentaba en la última fila y vivía feliz en su mundo.
Pero siempre había alguien dispuesto a sacarme de él.
En casa o fuera de ella.
Y con el tiempo aprendí, observando a los animales que me rodeaban que uno sólo puede llegar a realizarse revolcándose en el dolor ajeno.
Nunca saqué muy buenas notas pero acabé el instituto entre el humo de la marihuana y las canciones de los Smiths.
Escribiendo mis propios poemas sobre la mesa.
Un día mi profesora leyó uno de ellos y vi, por primera aquella mirada.
La que significaba que detrás de aquel chico triste y solitario se escondía alguien capaz de ser deseado, porque la intensidad de mis pensamientos rozaba la enfermedad mental al tiempo que atraía los gemidos de placer más profundos.
Aquellos que siempre había escuchado en mi mente, los que van a mezclarse ahora con tu dolor.
Esta noche tu vida acabará, con ella tus anhelos, Las buenas notas que hacían sentir a tu padre orgullosa, las vacaciones de verano en una bonita casa en la playa, todos aquellos novios de una noche a los que te entregabas como una guarra, sólo suplicando el afecto que te faltaba y alimentando la sensación de ser deseada que te perdía.
Esta noche la sentirás, yo me encargaré de ello. Viajaremos al fondo de mi subconsciente para hacer realidad por fin mis deseos más ocultos.
Siempre te acercaste a mí por considerarme inofensivo, razón por la que me contaste todos tus secretos.
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