Dolía Bilbao aquella tarde. La lluvia mojaba mi ropa, mi cara, mi pelo y, la humedad, calaba mis huesos. Yo era víctima de la burocracia, necesitaba una receta para comprar olanzapina, se me hacía olvidado en Palma aquella mañana, y de un centro de salud me mandaban al otro y, del otro, me volvían a enviar al primero. Qué agresiva se mostraba la ciudad conmigo, quizá nunca me perdonó que me fuera para poder no ser de ninguna parte.
Mi madre había cumplido años exactamente hacía catorce días. Aquel día mi padre le había llevado una docena de rosas. Y mi madre sentía una tumefacción en la parte del cerebro que rige la felicidad y la presunción, cada vez que una enfermera y una auxiliar le decían cosas del tipo: “Vaya suerte que tienes, mi marido nunca tiene ese tipo de detalles conmigo, qué envidia”.
Yo le compré un jarrón en los chinos y alguna otra cosa que no recuerdo. No recuerdo qué otra cosa compré, ni siquiera si era para ella. Sólo recuerdo que ya hacía días que los médicos habían visto otros tumores en el páncreas y en el hígado de mi madre, que su existencia se acercaba cada día un poco más a su fecha de caducidad. Y, así fue, la muerte, la dama de negro con su guadaña vendría a visitarle catorce días después.
Aquel día en que, al llegar a Bilbao, mi padre me dijo que cogiera un taxi y fuera a casa lo antes posible. Que ya casi no quedaba tiempo. Ansioso, durante todo el camino, sólo podía pensar en que, por favor, ojalá siguiera viva cuando llegase. Lo estaba. Pude tumbarme en la cama junto a ella, mi hermana sentada al otro lado, mi padre mirándonos desde la cocina, como si hubiera un campo de fuerza que no le permitiera acercarse más y traspasarlo le provocara un dolor que sería incapaz de procesar.
Sólo decíamos cosas bonitas. En el momento de la sedación, los médicos dijeron que podía oírnos. Así que hablábamos del futuro, de su aniversario de boda, cincuenta años que hubieran llegado el once de agosto de este año, de que si llegaba ese le llevaríamos sí o sí a Nueva York, a dentro de una película o a cualquier otro lugar que ella quisiera. Que todo iría bien, que podía irse tranquila, que estaríamos bien. Ese tipo de cosas.
De vez en cuando, salíamos de la habitación, cuando uno de los dos era incapaz de contener las lágrimas, yo abrazaba a mi hermana o ella me abrazaba a mí. Volvíamos a entrar y hablábamos de cosas felices. La verdad es que yo, como Truman, siempre he pensado que vivo en una película. Es un tanto aburrida pero hay escenas preciosas que quedarán grabadas en la retina del espectador.
28 de noviembre
28 de noviembre
Ésta era una de ellas, una de tantas, como aquel día en la boda de mi hermana, donde todo el mundo estaba animado, todos nos divertimos y todos llegamos muy tarde a dormir. Excepto mi mujer, que se recogió “pronto”, así muy entre comillas que ya serían por lo menos las tres o las cuatro. Estaba preciosa aquel día. Para mí siempre lo está, no lo digo por decir, es la verdad; pero en esa época todos estábamos más guapos, más jóvenes, con más pelo y menos kilos.
No puedo ni imaginar todo lo que esto haya supuesto para mi padre, de verdad, no puedo. Porque, cuando estás tanto tiempo así con alguien, se convierte en tu cuerpo, tu carne y tu sangre. Como dos serpientes que se unen y parece que nunca van a separarse.
Sin embargo, mi madre que, antes de adoptar a nuestra hija me dijo que ya la quería aunque no la conociera, sí que puede entender lo que siento al verla crecer.
No se trata de traer un mundo para que sufra esta realidad que bla, bla, bla.
Se trata de la vida, que se abre camino ante nuestros ojos en un ser que, pasados pocos meses también se convierte en algo nuestro. Mi hija, es mi hija; mi mujer, es mi mujer; los tres somos una familia. No te das cuenta, pero hay algo en la sonrisa de ese bicho que te despierta a las siete de la mañana que sí, que te toca los cojones, pero también te alegra el día. Que te agobia, pero también te enseña el amor incondicional. Que quisieras enseñarle tantas cosas sobre el mundo, atraparla no dejar que pase el tiempo, pero el tiempo pasa y pesa y tienes que aprender a soltar tu viejo lastre y darle la suficiente libertad para aprender por sí misma.
Y se trata también, tengas la edad que tengas, de que llega un momento en que todo tu mundo se deshace en un segundo. Salí de casa a por las recetas probablemente treinta segundos antes de que mi madre muriera; minuto y medio después mi padre me llamó y me dijo: “Ven, creo que mamá a muerto”. Yo sólo supe decirle, “vale”, y también: “te quiero”. “Y yo a ti”. Tenía que decirle a mi padre que le quería, así era, así es y supongo que no lo diré lo suficiente. No nos educaron así, es simple. Espero que la turba de hombres que pueblen el futuro tengan claras esas dos palabras. Luego llamé a mi mujer y bastó con oír su voz para sentirme un poco mejor.
Son dos palabras simples. Se explican por sí mismas. Llegó mi cuñado del trabajo y era la hora de comer. Ni siquiera sabíamos si comer o no, pero decidimos darle una oportunidad a la normalidad. Sabiendo, no obstante, que la normalidad ya nunca volvería a ser normal. Ella murió. Y todo un mundo se derrumbó alrededor de aquella mesa. Como cuando cayeron las Torres Gemelas y Nueva York nunca más volvió a ser la misma ciudad.
Primer movimiento: La Muerte y la herida incurable
La muerte
“Aquí acaba la historia del fin de un recital. Aunque todo vaya bien, que triste es el final. Una vez me dijeron, por favor escuchad, ‘que la mayor tristeza es ver a un amigo marchar'” Los Suaves, Cuando la música termina
O a una madre.La muerte
La Muerte, tal como todos la recordamos, es una mujer que lleva un vestido negro y una capucha del mismo color, manos de esqueleto, en las que porta una guadaña, y rostro desconocido. Hay quien la representa con el rostro de una calavera, quizá para darle un aspecto más agresivo y hasta dibujan una especie de sonrisa, como si se estuviera divirtiendo, aparentando ser un ente maligno, como de película de miedo, alguien de quien tuviéramos que huir, como si la misma idea de engañarla o esconderte de ella tuviera algún sentido.
Y es que la Muerte es una dama, pero no alguien. Su rostro es inexistente y, si pudiéramos quitarle la capucha, probablemente sólo encontraríamos vacío o quizá, con suerte, podríamos ver algo que jamás podremos comprender.
Así lo experimentó Thanos en los comics del Guantelete del Infinito. La Muerte tenía cara de mujer, sí, pero nunca se comunicaba directamente con el Titán loco y siempre mantenía la misma expresión. Thanos intentó llenar ese vacío reuniendo las gemas del infinito para matar a la mitad del universo. No tenía la motivación malthusiana de la películas, tan solo quería hacerle un regalo a su amada. Y, para desgracia de Thanos, fue un gesto inútil, ya que la Muerte no abandonó rostro inexpresivo, no sonrío, ni dio las gracias, ni siquiera le miró a la cara.
Porque la Muerte no disfruta matando.
Simplemente aparece. Se trata de una actriz secundaria, que en silencio se lleva los 21 gramos de los que hablaba aquella película de Iñárritu.
No, la muerte no tiene rostro. Si su existencia tiene alguna finalidad tampoco lo sabemos. Si nos va a entregar un regalo o ha venido a castigarnos. Si nos llevará a otro mundo o simplemente nos abandonará en la nada, ese lugar donde nunca más volveremos a ser conscientes de haber existido.
Y ninguno hemos sido jamás capaz de verla porque se reduce a una exhalación un suspiro, ni siquiera una pequeña milésima de una milésima de un segundo. Apenas te das cuenta. ¿De verdad ha dejado de respirar? Y ahí fue donde acabó todo. Sin pararte a pensar ni un momento en la Parca, porque ahí de lo que me di cuenta fue de algo más importante, de que después de su visita mamá ya se había ido, y la vida de toda mi familia había cambiado para siempre.
En realidad, me aferré a su cadáver, ya no tenía sentido contener las lágrimas.
Esto lo digo porque en sus últimos momentos, cuando estaba con la sedación, los médicos nos dijeron que ella todavía podía oír lo que se decía a su alrededor y que podía afectarle. Por eso, mi hermana y yo, le decíamos que estaríamos bien que ella se pondría bien y este verano todos nos iríamos de viaje para celebrar las bodas de oro de mis padres. Porque ella no pensó en ningún momento, ni en el hospital ni cuando la llevamos a casa que se iba a morir. Ignorando que tenía un cáncer de páncreas incurable, cuando volvió a casa sólo estaba contenta de haber vuelto a su cuarto pintado de aquel rosa tan bonito, de volver a estar con mi padre que siempre la había cuidado, desde los mejores hasta los peores momentos.
Y pensó que la vida continuaba de alguna manera y todo iría a mejor. Siempre fue una mujer optimista.
Por eso, cuando ella se fue, yo no noté ninguna presencia extraña en la habitación, ni tan siquiera un escalofrío. Porque la muerte viene y hace su trabajo. Nunca sabremos bien en qué consiste y yo tampoco pensé en ello. Sólo sabía que nuestra existencia es un misterio que nunca lograremos comprender. Y, entonces, durante unos minutos, sólo me fijé en que su ojo izquierdo había quedado medio abierto. Intenté cerrarlo y no lo conseguía. Joder cuanto odio aquel momento, porque fue la certeza de que su cuerpo había dejado de funcionar. La certeza de que ya no había nada más que hacer, de que los secretos que había compartido con ella ya nunca volvería a compartirlos con nadie más, de que no podía viajar al pasado y reparar las cosas que ya no tenían arreglo.
Pensé: Es mejor que haya sido rápido, que no haya sufrido.
La mierda de razonamiento que parece que puede justificar por sí mismo el hecho de que ya no estás aquí conmigo.
Pensé, al menos he podido despedirme. Pero, ¿en verdad lo hice?
Quiero pensar que al final, cuando deje de escribir sobre ello esté seguro de que sí. Quiero pensar que habré ajustado nuestras cuentas. Porque la cuestión no es que me haya despedido o no, sino la certeza de que no podré olvidarte y que niego a aceptar que ya te has ido.
“El hombre sano no tortura a otros, por lo general es el torturado el que se convierte en torturador.” Carl Gustav Jung
Sueña conmigo Sueña conmigo
“¿Sueñas conmigo?”, dijo ella, mirada seria y gesto adusto, vestida con una camiseta roja y unos también minúsculos pantalones cortos de color negro. “Te ordené que soñaras conmigo, ¿lo has hecho?”. Él no recordaba sus sueños, no sabía si mentirle o decirle la verdad. Estaba atrapado. Si no le decía que sí ella no estaría satisfecha y le castigaría y si le mentía el castigo sería mucho mayor. Si decía que sí, ella no se conformaría con aquella afirmación, le preguntaría una y otra vez por el sueño, buscando errores y contradicciones y, si encontraba alguna, ya lo he dicho, las consecuencias serían terribles para él.
No obstante, decidió que sería mejor mentir, y contestó: “Sí, soñé contigo, pero era todo muy confuso”.
“¿Confuso? ¿Qué quieres decir con eso?”.
“No le des más importancia, por favor, mis sueños nunca significan nada”, dijo él, le imploraba. “Detengamos este juego aquí”.
“Esto no es un juego. Desde un principio lo pactamos así. Tú me lo darías todo. Tu vida, tus pensamientos, tus recuerdos, todos tus datos personales, bancarios, todo”, y sonriendo, añadió: “Y yo, a cambio, te daría una razón por la que vivir. Una hora cada noche en la que poder hablar conmigo de lo que yo quiera”.
Alex se quedó pensativo. ¿Afirmó con la cabeza? No puedo decirlo con seguridad. Sólo sé que cogió un cigarrillo del paquete de tabaco que tenía encima de la mesa, tiró para atrás la silla y dio una calada larga que, al expirar, reflejó el humo sobre la pantalla del ordenador y, poco a poco fue invadiendo las paredes de aquella habitación ya amarillentas. Tras unos segundos contestó, simplemente: “Es que ya no tengo claro quién soy”.
Sueña conmigo
Sueña conmigo
“Claro que no. Por eso estoy yo aquí, para recordártelo. No eres nadie. No hay nada que te haga especial excepto yo. Sin mí no eres nada. En eso consiste el verdadero amor, Alex. En la entrega. Te entregas a mí como las monjas de clausura lo hacen a Dios, incondicional y absolutamente, en silencio, obedientes”. Entonces hizo una pequeña pausa y volvió a preguntar: “¿Qué soñaste?”.
“Soñé contigo. Estabas en una habitación, sin puertas ni ventanas, gris cemento por todas partes y un agujero al cielo, también cemento, eran nubes oscuras pero no traían agua. Tenías frío y estabas atada a una sencilla, de madera”. Se quedó un momento pensativo. “Continúa”, le dijo ella. Él obedeció: “Tenías cada pierna atada con cinta aislante a cada una de las patas de la silla. Las manos detrás, entrelazadas, y otra cinta en el pecho que te inmovilizaba también los brazos. No tenías ninguna opción. No había nada que pudiera salvarte y, hubo un momento, en que cerraste los ojos y, al abrirlos, viste una inscripción en la pared, escrita con sangre ‘Nina Gold, ésta es tu hora’”.
“¿De qué película de Saw has sacado esa escena?”. Dijo Nina Gold. “¿Quieres imaginar? De acuerdo, imaginemos. Ahora eres tú el que está atado a esa puta silla, desnudo e indefenso”, dijo: “Te voy a hacer un regalo. Te voy a dotar de un don que no tienes: personalidad, la misma capacidad de opinar. ¿Te sientes atado a esa silla? ¿Lo sientes de verdad?”.
“Sí, lo siento así Nina, estoy atado, desnudo y no puedo hacer nada para soltarme”. Y era cierto, no podía moverse. No podía apagar la pantalla del ordenador ni dejar de mirarla, por más que lo intentara. Lo peor era si intentaba cerrar los ojos, porque dolían como si hubiera ácido bajo sus párpados. ¿Estaba soñando ahora?
No tenía una respuesta para aquella pregunta. Nina estaba al otro lado de la pantalla mirando su móvil, escribiendo mensajes no sé sabe a quién. Siempre sospechó que había alguien por encima de ella. Alguien por encima de todos nosotros que nos concede la existencia a su antojo. Que decide que niños llegan a nacer o son abortados por el camino, quien decide quién es alfa, beta y omega. Un Dios cruel que planeó que conociera a Nina en algún momento y que ordenó ella lo fuera todo para él. Que abandonase sus amistades, a su familia, que apenas saliera a la calle para comprar lo justo para alimentarse o comprar sustancias que le permitieran afrontar aquellas veintitrés horas de ausencia.
Siguió mirando la pantalla. Nina había cogido un mando de televisión que apuntó hacia él. Y le dio a la pausa. Ya nubes dejaron de moverse y un aire congelado se quedó quieto, florando a su alrededor. Todos los relojes se detuvieron y su habitación empezó a hacerse cada vez más pequeña, sus paredes murmuraban, a la vez que se oscurecían y tomaban la apariencia y el tacto del cemento. Alguien le había hecho una herida en el brazo y, en la pared, había una frase escrita con su sangre: “Alex debe morir”. Aquellas letras estaban escritas debajo de una pantalla en la que seguía viendo a Nina, inmóvil, con una extraña sonrisa que nada tenía que ver con la de la Gioconda. Un gesto cruel, los ojos de un demonio que se burlaban de él porque se había meado encima.
Sueña conmigo
Sueña conmigo
“Niño malo”, dijo Nina ahora estaba a su lado, le cogió el pelo, moviendo su cabeza hacia atrás y dijo: “Voy a tenerte que dar unos azotes”. Y Alex sintió de repente una excitación tremenda seguida de un tremendo cansancio. “Ya basta de jugar en la distancia”. “¿Qué quieres decir?”, contestó Nina.
“Que no puedes azotarme, porque tú tampoco te puedes mover”.
“Supongo que la sangre que hay en mi cuello, la que se utilizó para pintar la pared es real, un corte escandaloso pero no mortal. Un corte igual al de tu cuello, ya que ahora estamos los dos sentados, mirando la pared. Los dos atados sin poder movernos, sólo mirarnos de reojo. De este modo puedo ver también un círculo de orina debajo de tu silla. Porque alguien viene, alguien que nos aterra a los dos y no sabemos qué hacer para impedirlo”.
Nina estaba en shock. Hasta ahora, sólo ella había tenido la capacidad de modificar la realidad en la que vivía Alex. Nunca había ocurrido al revés. Y, sin embargo, ahí estaban, los dos atrapados en el mismo sueño sin poder salir. Probablemente dormidos, recostados sobre la mesa con los ojos cerrados frente a la pantalla. “¿Puedes oír mi voz, Alex?”.
“Sí, puedo”.
“¿Cómo vamos a salir de aquí?”.
“No lo sé, Nina, creo que todo depende de ti”.
Nina pensó, ¿cómo que todo dependía de ella? Estaba tan atrapada como él. E, igual que él notaba aquella presencia maligna que, de un momento a otro, aparecería en la habitación. Y cuando apareciera se haría de noche. Y de noche hay criaturas terribles. De noche pasan cosas aterradoras.
“Debes reconocerlo Nina. No hay alfa ni beta. Sólo estamos tú y yo. Y sólo hay una razón por la que quieres conocerlo todo de mí, sólo una razón para controlarme y esa razón es que tú también estás enamorada de mí. Tú también sientes miedo cada noche. Cuando enciendes el ordenador y le das al botón de llamada. Mientras suenan los tonos pensando que puede que llegue el día en que nadie conteste. En realidad, los dos somos frágiles. Tú, yo, todos los demás, lo somos, tenemos miedo de seguir solos en un mundo que cada vez nos asusta más. Cada vez más grande y lleno de peligros sobre los que no tenemos ningún tipo de control”.
“¡Cállate!”.
“Nina, tienes que soltarlo, controlarme así no te servirá de nada. No te protegerá de nada. Sólo podremos salir de aquí si tienes el valor suficiente de confesar que estás enamorada de mí”.
“Estás loco”.
Entonces, alguien apareció, una sombra salida de algún lugar imposible puesto que no había ninguna puerta de entrada. Era un hombre alto, silencioso, vestido todo de negro y con una máscara pegada a su rostro también de color negro. Tenía cierto parecido con Michael Myers.
Sueña conmigo
Sueña conmigo
“No siempre es el mismo. A veces depende de algo que haya visto en el cine, oído en la radio o visto por Internet”, dijo Alex. Pero el final es siempre el mismo.
“¿Cuál es el final?”, preguntó Nina. Y Alex permaneció en silencio.
Una mesa apareció de repente delante de ellos. No fue una aparición. Era como si hubiera estado ahí todo el rato y no se hubieran percatado de ello. Sobre aquella mesa el hombre de negro comenzó a desplegar un estuche. Se movía lentamente porque sabía que ninguno de los dos sería capaz de escapar. Atento al detalle, quitándose los guantes y acariciando cada una de sus herramientas de tortura. Pensando en cuál de ellas utilizaría en primer lugar. Un ritual que Alex casi se sabía de memoria, pues soñaba con eso muy a menudo. Aunque a veces no lo recordara, siempre quedaba algún destello. No obstante, aquella noche se hacía evidente una diferencia: no estaba solo.
“Sólo me harás daño a mí. A ella no le toques. Son las reglas”. El hombre oscuro asintió después hizo a Nina una reverencia quizá algo exagerada y siguió ahí, mirando ensimismado sus herramientas de tortura. El martillo, el bisturí, las tenazas, incluso una cuchara.
“¿Por qué sólo a ti?”, preguntó Nina. “¿Qué coño es lo que te va a hacer? ¡Despierta, joder! ¡Reacciona!”.
“Ya te he dicho que yo no puedo hacer nada. Todo depende de ti. De que reconozcas que tú tampoco eres especial. Que en el fondo somos iguales. Yo necesito que me controlen, tú necesitas alguien a quien controlar. Llevas buscando a alguien como yo demasiado tiempo. Demasiado tiempo escuchando mis historias, mis pajas mentales, leyendo mis relatos, obligándome a enseñarte cualquier parte de mi cuerpo, lo que como, las pastillas que tomo, el número de cigarrillos que fumo cada día, la manera en la que me tengo que masturbar y en lo que debo pensar mientras lo hago
“La verdad es esa: tú estás tan sola como yo. Todo esto empezó como un juego, pero has terminado perdiendo el control y enamorándote. Ya no quieres esa mierda de la dominación. Quieres que vayamos al cine, que tomemos un café en uno de esos bares psicodélicos del centro, vernos fuera de las pantallas, poder besarnos. Te quiero Nina, desde el primer día en que hablamos me enamoré de ti, y he estado soportando tus torturas sólo por poder estar a tu lado. Pero ya no aguanto más. Tienes que reconocerlo, Nina, sólo así acabará esto”.
El hombre oscuro se quedó mirando a Nina. Señaló a Alex con la mano e hizo un gesto moviendo el dedo alrededor de su sien. “Ese tío está loco”. Es lo que le dijo, no con palabras, sí en su mente. “Una chica como tú puede aspirar a algo mejor. Tú te mereces más y él se merece el tormento y el olvido”.
Y entonces se decidió. Cogió el martillo. Le separaban de Alex uno, dos, tres, cuatro y cinco pasos que ocurrieron en cámara lenta.
Sueña conmigo
Sueña conmigo
Se plantó delante de él, demostrando que Alex era incapaz de mantenerle la mirada. Alex bajó la careza. “Ya está”, dijo mirando a Nina. “Supongo que ahora todo ya ha terminado”.
Entonces Nina se puso a llorar como nunca lo había hecho, de tristeza, de rabia. No era justo que le pusiera en aquella situación, no podía obligarle a enamorarse de él. Además, era un idiota. ¿Cómo podía haberse enamorado de ella después de todas las privaciones, castigos y humillaciones a las que ella le había sometido? Después del chantaje, del control constante.
El hombre sin rostro. Levantó el martillo y dio un golpe seco en la rodilla. El dolor debía ser insoportable, pero Alex lo aguantaba. Muchas veces había sido dulce y tierno con ella, y le había hecho reír después de un mal día. Él le aceptaba tal como era. A pesar de su mal humor, de las broncas injustificadas, de sus malos modos, quería estar con ella cada día, todo el tiempo que ella le permitiera.
Se preguntó qué hubiera pasado si se hubieran conocido en otro lugar. Él era tan tímido, tan torpe, ni siquiera hubiera reparado en él. No era el tipo de persona que iluminaba una habitación cuando entraba en ella. Y, sin embargo, su cara se iluminaba al verle cada noche. Qué estupidez.
El hombre oscuro había vuelto a mirar su estuche de herramientas. Iba a optar por unas tenazas, todo apuntaba a ello, pero “¡Para!”, le dijo. Fue un susurro entre lágrimas.
El hombre oscuro hizo un gesto que imitaba la estupefacción. Se acercó a ella en uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete pasos. Y esta vez ella fue capaz de mantener su mirada. Si Alex era un pusilánime, ella sería fuerte por los dos.
“Detén esto”, dijo Nina, “le quiero esa es la verdad”. Y entonces el hombre oscuro, la mesa y todas las herramientas de tortura desaparecieron. Las paredes de hormigón armado empezaron a caer; y Alex y Nina lloraron. Cada uno frente a una pantalla diferente. Cada uno en su cuarto. Solos. Como siempre habían estado.
“Te espero a las cuatro delante de la puerta de El Corte Inglés”, escribió Nina. Después apagó la pantalla, el ordenador y se echó una siesta.
Alex todavía cojeaba un poco cuando llegó al lugar indicado. Un dolor muy fuerte en el mundo virtual puede dejar secuelas en el mundo real, al menos eso dicen los expertos. Le costó conocer a Nina, esta vez tan tapada a causa del frío. Sus mejillas sonrosadas su boca, sus ojos. Siempre había sido preciosa pero esta vez era como la primera vez y no pudo hacer otra cosa que enamorarse al instante.
Se dieron un beso y Nina decidió el bar psicodélico al que irían a tomar un café. Ya juntos en la cafetería le dijo: “Como seguramente has adivinado no me llamo Nina Gold, soy Eva Lopez, pero nunca me llamarás así”. Después continuó: “Yo sigo mandando en esta relación, no te equivoques, sigues siendo mío. Hoy decidiste darme un toque de atención y he de reconocer que casi estabas obligado a hacerlo, pero que no se repita. Yo decido cuando nos vemos y cuánto tiempo, como ha sido siempre…”.
“Pero nunca lo haremos detrás de la pantalla de un ordenador, ¿verdad?”, le interrumpió Alex y Nina dijo: “Por supuesto que no”.
“Bien”, dijo Alex. “Acepto todas tus condiciones y las que estén por venir. Nunca te llamaré por tu nombre y nunca te diré que te quiero”.
Cuando la camarera les llevo el café la conversación empezó a ser banal y divertida. Primero sobre películas, series. Después sobre relaciones anteriores y, por último, se acostaron juntos. Fue la primera época en la que todo su mundo se reducía a sexo y conversación. Un imposible final feliz.
“Las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo” Napoleón Bonaparte
Glam
Algunas chicas viven con miedo. Yo no, prefiero vivir al día y una aventura cada noche. Por eso, en vez de montarme en un taxi con dos amigas camino a casa o esperar con todas en grupo la llegada del autobús, muchas noches decido desaparecer y caminar sola, ir de bar en bar y ver qué pasa.
A menudo me cruzo con gilipollas, sí, pero pronto los espanto. Sólo te diré una cosa: soy mucho más guapa que tu novia. Y eso a muchos hombres les acojona. Porque, aunque pueda decirse que el hombre en masculino es un depredador, a veces torpe y maleducado, pero siempre dispuesto a matar, comerse y follarse a su presa, también es cierto que, la soledad actual, vuestra obsesión políticamente correcta, ha convertido a los mayorías en betas que ni siquiera saben cómo acercarse a una mujer.
Y ya lo decía Aurora Beltrán: Si tu mirada está asustada, en fin chico, no me vales para nada. A algunas amigas mías les va el rollo romántico, tipo ese chico tímido que se sienta al final de la clase, a otras les gusta el tío que se acerca y las toma investidos en un derecho de conquista. Creo que Napoleón dijo algo así, que los hombres debían dejarse de mandar flores y bombones o de abrir la puerta y dejar pasar primero a la mujer caballerosamente. Porque a una mujer se le conquista y punto.
Pero. ¿Era un alfa Napoleón? Lo cierto es que en Waterloo le dieron bien por el culo. Seguro que en la isla de Elba tenía algún sirviente negro que por las mañanas le enseñaba la polla para recordarle que él no era el más macho. Puto Napoleón, la que lio para nada. Tanto como se lían algunos sólo para echar un polvo.
Aquella noche me metí en un bar con luces de neón y, en la pista de baile, de esas azules que tanto favorecen y te cambian el color del vestido. Bailaba de modo sexy empapada en Eme y con un par de copas de más.
Glam
Pero no os preocupéis, yo controlaba. Tengo una gran resistencia natural a todo tipo de estupefacientes. Soy consciente de lo que pasa a mi alrededor, vigilo todos los rincones y nunca dejo que ningún cazador me dispare. A menos que yo quiera que lo haga, claro está.
Seguía pensando en Napoleón y en los putos franceses. Por mucho mayo del 68 del que presumieran y con todo ese chovinismo, son todos unos putos gilipollas. Por eso me hizo tanta gracia la broma de Luís Zahera; yo también he soñado siempre con matar a algún francés. Pena que no me haya encontrado con ninguno en una de estas noches de aventura, se lo hubiera hecho pasar realmente mal.
Y, en fin, ahí estaba en la barra quien me iba a cazar esa noche. Yo no le había prestado mucha atención, porque se había pasado el tiempo en el que yo bailaba de espaldas a mí. No se había dado la vuelta ni una sola vez, ni para echarme una mirada furtiva. Supongo que pensaba que en una discoteca llena de orcos no iba a encontrar caviar. Del caro además.
Tenía sed. Y me dirigí a la barra invadiendo su espacio personal. Me miró y me dijo: “¿Qué quieres tomar” y yo respondí: “Creía que los camareros estabais siempre al otro lado de la barra”. Miró mi escote con malicia, y confieso que su sonrisa y su glam, no sé qué otra palabra podría usar para describirlo, me atrajeron sin remedio. Su peinado calculadamente asilvestrado fue lo primero que me llamó la atención y el contraste con su manera de vestir (vaqueros, una camiseta roja de David Bowie y su chaqueta de traje) hizo que aumentara mi interés. me llamó la atención. “Venga, en serio, ¿qué tomas?”. “Lo mismo que estés tomando tú”.
Glam
Hablamos sobre las cosas habituales. Que estaría bien que el gordo de Corea del Norte hiciera sus pruebas nucleares en Francia en vez de en Japón. Que Japón estaba sobrevalorado por culpa de esa generación X a la que le parecía lo más que tuvieran máquinas de vending en las que podías comprarte unas bragas por unos pocos yenes. Que finalmente yo no tomaría lo mismo que él porque a mí el Jack Daniels no me iba nada, era demasiado amargo y yo prefería mil veces el Cardhu. “¿Tienes dinero para pagar eso”, pregunté con sorna y él me dijo algo así como “el dinero no es problema nena”. Me encantaba que me llamaran nena, eso me desarmaba.
Así que me lancé y le besé. Fue muy impetuoso por mi parte, él casi se cae de la silla y le costó un poco de tiempo entender la situación. Me dije: “Yo ya he hecho la mitad del trabajo, no te meteré la lengua si tú no lo haces”. Y lo hizo, y tengo que decir que besaba de maravilla, sabía jugar, pasearse por mis dientes, lamerme el cuello. Hasta que, de repente, se quejó, le estaba clavando el bolso. Me preguntó a ver por qué era tan grande. Y yo le palpé los pantalones y le dije que ése era el único tamaño por el que tenía que preocuparse en aquel momento. E iba creciendo y creciendo, y estábamos besándonos y besándonos en la barra de quizá sí pero, en ese momento, no me pareció el mejor lugar para sacársela y metérmela así que le dije: “¿Dónde tienes el coche?”.
Salimos. La madrugada se confundía con el amanecer. Notó que temblaba un poco y me puso su chaqueta sobre los hombros. Todo un caballero. Pero mi temblor nada tenía que ver con el frío y bastante con la excitación. Esta vez debía ser todo perfecto. Llegamos a su coche, él adelantó todo lo que pudo los asientos delanteros con lo que nos quedó bastante sitio para poder jugar. El coche estaba bien, era amplio, pero no me preguntes ahora la marca ni el modelo, no es el momento, porque yo me bajé la parte de arriba del vestido y él pudo ver mis pechos, tocarlos y lamerlos profusamente. Le dejé que lo hiciera todo el tiempo que quisiera, no tenía prisa.
Aunque he de decir que, mientras él iba a lo suyo, yo iba a lo mío. Le desabroché el cinturón y lo tiré en una esquina, después le desabroché los pantalones, eran de botón no de cremallera, así que tiré de ellos con fuerza. Y al ver sus boxers pensé que no era de esos a los que su madre le sigue comprando la ropa interior. O eso o pertenecía a la rara especie de esas que tienen buen gusto. Le tiré para atrás, bajé por su pecho y le lamí la polla a través de la tela de su ropa interior. Quería ponerlo a mil y, no es extraño en mí, lo estaba consiguiendo, muy rápido, más rápido.
Bajé la cinta elástica de sus boxers, di un salto y dejé que me la metiera sin ningún problema. Él me dijo algo de que le diera tiempo a ponerse el condón. “Déjate de condones”, le dije. Había llegado el momento.
En las películas muchas veces se ve gente apuñalando a otra gente con cuchillos de cocina. Parece muy fácil, pero no os hacéis a la idea de lo difícil que es. Primero, hay que tener mucha fuerza para clavarlo. Yo estoy en forma y me resultó casi imposible la primera vez. De verdad, aquel tío casi consiguió librarse y, por un momento, yo llegué a temer por mi vida.
Dicen que las psicópatas no tenemos miedo, pero que ahora soy una chica experimentada, lo tuve mi primera vez. No sé ni cómo me libré, fue casi por casualidad. Cuando aquel cabrón intentaba inmovilizarme le di algo así como un puñetazo y le clavé el cuchillo en el cuello. Murió como un cerdo mientras yo practicaba clavándole el cuchillo por otras partes del cuerpo. La hoja se partió rápidamente y entonces pensé que debía utilizar algo más efectivo. Aquel fue mi primer flechazo.
Pero en aquel coche en el que estaba en ese momento, del cual no sabía la marca ni el modelo ni siquiera el nombre del chico glam, yo ya no era virgen. Ya era una chica con multitud de recursos. ¿Sabéis que se puede comprar un bisturí en Amazon? Se lo clavé en el costado y la piel se cortó como si fuera mantequilla. No hay nada mejor que un bisturí o un cúter, este último sobre todo si quieres rajarle a alguien. Él me miraba con ojos de no entender nada. Yo seguía cabalgando y su polla seguía erecta. Le besé en los labios y le dije: “Creo que te quiero”. No mentía. Me encantó el hecho de que se quedara paralizado.
Glam
Volví a coger el bisturí y se lo clavé en la clavícula. Una herida casi mortal. Le mordí el labio con tal fuerza que le arranqué un trozo y que escupí en el suelo. El suelo estaba lleno de sangre, también tenía sangre sobre mi pecho y entre las piernas. Él convulsionaba, no dejábamos de follar, no se le ablandó en ningún momento y no sé si estaba vivo o muerto cuando se corrió.
Me tomé un momento para respirar. Aquello había sido la hostia. Normalmente siempre quedaba en mí un poso de insatisfacción, pero aquella vez fue perfecta. ¡Hasta se corrió dentro de mí! “Con un poco de suerte tendremos un bebe precioso, ¿verdad amor?”. Y con el bisturí primero le rasgué las pestañas porque los muertos me gustan siempre con los ojos bien abiertos. Después me quedé con una cadena que llevaba en el cuello como recuerdo de una noche tan especial.
Tenía la ropa en el enorme bolso. Debía limpiarme, cambiarme de ropa, salir del coche, hacer una foto de la escena, subirla a Instagram (no, es broma), introducir un trapo en el surtidor de gasolina, quemarlo y alejarme lo suficientemente lejos para poder ver la expresión.
Por suerte, todavía no me había encontrado con nadie que tuviera un coche eléctrico, me pregunto qué haría si se diera el caso. En fin, una vez vestida, todavía con el regusto metálico de su sangre en la boca, salí caminando en busca de un taxi que me llevara a casa. Pensé en lo raras que son las relaciones actualmente, con todo lo que habíamos hecho y ni siquiera sabíamos ninguno como se llamaba el otro.
Se tendrá que quedar con el mote de chico glam.
Por si nos encontramos, para que no me pase otra vez, te lo diré: me llamo Turner, Ana Turner. ¿Y tú?
Mi psiquiatra dice que sólo es un sueño. Pero yo sé que hace algunos años me atropelló un autobús, lo recuerdo perfectamente. Iba al instituto, medio dormido, como siempre. Me había levantado con el tiempo justo para ir a desayunar y mojarme el pelo. Tenía un pelo que no se permitía domar, siempre trataba de tumbarlo con el peso del agua. Y él volvía hacia arriba. Mientras andaba podía sentir los rizos botando sobre mí. Odiaba tener el pelo rizado.
Creo que pensaba en eso, sin darme cuenta de que el agua que me había echado en la cabeza no me había conseguido despertar del todo. ¿Fue un sueño? Yo digo que no, mi psiquiatra dice que sí. Los sueños no se graban en nuestra memoria con tantos detalles.
Pasé al lado del quiosco. En la Fotogramas, la portada se la dedicaban a Quentin Tartantino, Pulp Fiction se había mantenido en cartelera más de un año en varios cines de la ciudad. En la Rockdelux me hubiera gustado ver una portada con Surfin’ Bichos, pero se la dedicaban a Radiohead. Todo el mundo hablaba de Radiohead, y en mi mente pretendía confeccionar una diatriba que os convenciese a todos de que el Rock Británico estaba muy sobrevalorado. Pero lo hacía a duras penas porque tenía prisa, así que levanté el pie y lo puse del lado de la calzada.
“Oí un grito de mujer”, le digo al psiquiatra. “Escuché aquel sonido detenido en el aire”. Es muy extraño porque, cuando se detiene el tiempo, el ruido suena eternamente. “Comida china y subfusiles”, es lo que recuerdo repetir en mi mente, una y otra vez, una frase que duraba menos que una partícula de segundo. Y, mientras veía el autobús casi encima de mí, pude fijarme en todos los viajeros, la expresión de pánico del conductor y la de estupefacción de una vieja que caía sin detenerse y sin soltar el carrito. Llevaba unas gafas estilo Woody Allen.
El autobús pasaba por encima de mí, y el dolor era insoportable. No recuerdo el dolor, pero estoy seguro de ello porque podía ver cómo aquel vehículo me aplastaba desde el otro lado de la acera. Podía escuchar mis gritos y, a su vez, adivinar como mi luz se iba apagando poco a poco.
“Supongamos que lo que dices es verdad, que perdiste la vida en aquel instante”, dice mi psiquiatra mientras se asegura mirando por la ventana a través del cristal para asegurarse de que sus lentes habían quedado perfectamente limpias. “Si es así, ¿por qué no se fundió todo en negro? ¿Por qué sigues aquí y no has desaparecido?”. Como no creo en el más allá, la pregunta es pertinente.
Yo también miro por la ventana, la aurora del amanecer dibuja preciosos cuadros en tonalidades rojizas. Cuadros abstractos que lo significan todo aunque no signifiquen nada. No es lógico que esté en su consulta a esta hora.
¿O sí? ¿Dónde estoy ahora? Sólo sé que mi imaginación se resistió a morir, y fue creando recuerdos, escondiendo mi vida de la muerte como el agua que se esconde en el desagüe.
Sé que sigo debajo de aquel autobús porque desde ese día no he podido dejar de escuchar, en ningún momento, el grito de horror de aquella mujer. Gracias a ese grito sé que sigo huyendo, que la muerte todavía no me ha encontrado.
Tengo que estar alerta, sé que ella no me olvida. Quizá debería aprovechar mejor el poco tiempo que me queda, bailar al amanecer mientras escucho de fondo el ruido estridente de los pájaros, qué se yo. Pero tengo miedo, no quiero que la luz desaparezca y es por eso que me resisto a salir de este purgatorio de cabeceros de metal, puertas con cerrojo y paredes blancas.
Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies