“No será peor de lo que era No será peor, seguro que es mejor” Los planetas, Cumpleaños total
Ayer fue un buen día porque, por fin, olvidé tu cumpleaños.
Porque no pasé la tarde, móvil en mano, pensando si llamarte o no, si serías amable, me preguntarías cómo me va o, por el contrario, te mostrarías lacónico y distante, haciéndome ver, como ya hiciste tantas veces que ni siquiera te importaba.
Olvidé que tengo tu número memorizado ahí, escondido para siempre en un pequeño hueco de mi memoria, ese lugar que me mortifica recordándome que, en esta vida moderna, la presencia de otra persona se reduce tan solo a una cantidad de nueve dígitos aleatorios.
No te envié ningún mensaje, no borré ninguno después de enviártelo, ni envié nada del tipo: “Feliz cumpleaños cabrón de mierda”.
No metí el móvil en un cajón, dejando a posta un mensaje olvidado, que te había enviado, ya sabes, como sin querer, como por efecto de un recuerdo repentino, así como por casualidad, porque lo tenía apuntado en el calendario o me había saltado una alarma en ese Facebook en el que, a veces estás bloqueado, a veces no.
No me pregunté porque era yo la que tenía que sufrir, por qué yo no soy lo suficiente para ti por qué en tus redes sociales pareces tan feliz ella tiene los pechos más firmes pero es imposible que la chupe mejor que yo, que no puede ser, es imposible, porque yo le saco diez años de experiencia.
Ayer decidí no imprimir alguna de vuestras fotos, para romperla, apuntar con mis dardos o quemarla. Los dos de vacaciones en algún lugar tranquilo, disfrutando como en un anuncio de Coca Cola tan sonrientes, tan agarrados, protagonistas de un anuncio sobre lo increíble que es estar enamorado.
Y yo, sí, ayer fue un buen día, porque me olvidé de ti, salí con mis amigas y me lo pasé genial, me bebí más de la mitad de las bodegas de La Rioja hasta que pasó la madrugada y llegué a casa y no pude evitar volver a pensar en ti y entonces volví a mirar el móvil una y otra vez, y, al final, no pude evitarlo, en fin, te dije: “Feliz cumpleaños, disculpa el retraso”
Y tú contestaste: “Gracias”. Intenté continuar con la conversación, preguntándote qué tal te iba, dijiste: “Bien” y, pensé que, en fin, soy gilipollas.
De pequeño jugaba sentado ahí donde la sombra duerme, ahí, en esa parte del bosque donde el cielo no existe, más allá de los rayos del sol cansados que se colaban entre las ramas y los celajes.
Recuerdo claramente la hierba virgen, Invisible, que me acariciaba los tobillos mientras yo corría buscando flores verdes, blancas y rojas, los colores favoritos de mi madre, quien las replantaba enseñándome que el secreto de la vida se esconde entre la tierra y el agua.
Crecí obsesionado con una pregunta que vino desde la distancia: dónde nacen la tierra y el agua. Y resultó que obtuve respuestas, no en la ciencia sino en las canciones que los árboles susurraban moviendo sus ramas encantadas.
Me dirigieron a un camino suntuoso, cubierto de hojas, verdes, rojas, amarillas y moradas, y una miríada de flores y criaturas que nadaban en los ríos y manantiales, aguas cuya melodía tantas veces, sin éxito, los hombres trataron de aprehender.
Llegué a un claro de bosque donde mis ojos se volvieron débiles pues nunca habían sido expuestos a tal claridad. Primero decidí fijar la vista en el suelo, donde las mariquitas batían sus alas y las abejas en enjambre con las flores bailaban.
Descubrí que aquellos insectos no temían la muerte, el silencio absoluto, porque era algo que no podían imaginar ensimismados como estaban en sus tareas. Yo, sin embargo, alcé la mirada y sentí mi débil corazón la primera vez que vi el cielo, el sol, la luna y las estrellas enamoradas, las nubes y ese azul brillante que imitaban las alas de los pájaros más audaces.
Algún viajante de aquellos que aparecían de tanto en tanto me contó el secreto del cielo omnipresente, que en realidad no existía, que no era más que el reflejo de los océanos descomunales.
Sin embargo, me subí al más alto de los árboles y parecía un lugar diminuto pero el salitre se pegó en mi piel desnuda y ese olor se convirtió en determinación de caminar hasta el mar y descubrir todos los tesoros que, entre algas, flotaban bajo aquel manto azul que los días de verano brillaban como pepitas de oro.
Tomé una determinación y me encaminé hacia aquel lugar, pregunté a los robles centenarios cuál era el misterio, cómo podría abandonar las sombras que siempre me habían protegido para emprender el camino que me llevara al mar. Me contestaron que era imposible llegar allí a pie y que yo no tenía alas para poder volar ni branquias para respirar y luchar contra la corriente de los ríos pedregosos y cristalinos.
Yo les contesté que podía escuchar la canción del monte, de los manantiales, los ríos, los árboles y las montañas, pero ellos me hicieron ver que mis frágiles huesos serían incapaces de soportar el peso del camino y los terribles secretos que la noche esconde.
Mi frustración devino tempestad, aún siendo mediodía las nubes de ébano apenas nos dejaban ver y la lluvia y el granizo cayeron sobre mí cortando mi piel cruda, blanca, casi transparente. El barro no me dejaba caminar apenas ver los relámpagos y el fuego que me rodeaban.
Los árboles esputaban lágrimas y palabras que quedaban olvidadas entre la resina que las cubría. En un intento de protegerse de la destrucción hicieron crecer sus raíces para así no desprenderse del suelo y yo, que ya me había convertido en un muñeco de barro, intenté gritar, pedir ayuda a todos los dioses que ingenuamente pensé que siempre me habían protegido.
En medio del fin del mundo apareciste tú señor y, en un esfuerzo supremo, conseguí gritarte: haz que desaparezca el tiempo y la distancia. Pasaron cientos de años, o así me lo pareció.
Aparecí en una playa, tumbado boca abajo, y me puse de pie, y surcando la arena llameante, me metí en el agua y, por instinto, intenté nadar hasta el fin del horizonte.
Hasta que finalmente me encontré flotando mar adentro, con los oídos hundidos, el sonido de la calma.
Al cerrar los ojos pude escuchar, por primera vez, venido del norte, el canto de las ballenas que dominaban el reino marino desde las aguas congeladas del Ártico. Y, al mismo tiempo, en el Atlántico las rocas, majestuosas e invencibles, soportaban imperturbables el continuo golpear de corrientes que capaces de alimentar todo un reino, aquel de los animales que vivían pegados a ellas escondidos en sus conchas mientras, entre susurros me decían: escóndete hazlo antes de que los tiburones huelan tu sangre.
Pero yo, flotaba y flotaba, ajeno a todo, al miedo, a la soledad y al olvido a las olas gigantes del índico que había escondido grandes tesoros en sus entrañas. Ni siquiera subyacía en mi mente el sempiterno deseo de fumar, sólo flotar, dejarme llevar por la corriente, hasta el pacífico, en cuyas noches niños de ojos rasgados se atrevían a lanzarse al agua que, por efecto de las medusas y los corales, constituían una zona de baile obligatoria donde todos los peces movían las raspas buscando un poco de calor y una compañía que olvidarían pasados un par de segundos.
Nunca olvidaré la canción del mar. No lo haré, por más años que viva. Me quedan pocos ya, hace tiempo que, como despertando de un sueño un día de primavera, una mañana de sábado.
El bosque ya no era infinito, los pocos árboles que quedaban apenas producían oxígeno y, mi cuerpo, hundido por el cansancio y las noches de insomnio, incansable, me comunicaban que ya poco quedaba de mí apenas un soplo de energía la necesaria para cavar una tumba entre las raíces del primer árbol que recuperó sus hojas.
Hundí mi cadáver entre la tierra y sus tiernas raíces me abrazaron, llevándome a un sueño profundo, del que algunas veces puedo regresar. Y escuchar de nuevo la canción del mar. Y soñar que esta historia vuelve a empezar porque morir no es otra cosa que volver a imaginar que estás vivo.
“We’re coming in from the cold And everybody’s searching for someone to hold Have a look around you there’s no-one there How can you call this fair?” The Delgados, Coming in from the cold
Me sobra la primavera (reflejos)
Llegó la primavera y amanecí en soledad, reflexionando acerca del vacío, recordando que los huecos entre líneas no existen, sólo los rellena la literatura.
Me levanté de la cama con la única intención de posar mis pies sobre el frío porcelánico, un rallo de sol destaca en la pared al final del pasillo, doy los buenos días y nadie contesta.
Nunca has necesitado mi vacío para llenar el tuyo, y por ese motivo necesitabas rellenar mis huecos entre líneas, subrayando tus impresiones, recreando mi bondad y mi valor, perfeccionando mis torpes letras.
Hacerme atractivo era lo que te hacía tan atractiva. Tus sinceras mentiras me hicieron creerme destinado a ser feliz. Sentimos que éramos iguales, la razón acabó destrozándonos. Creí que serías suficiente, olvidé que nada nunca lo es.
Y vuelvo a abandonarme a mi carácter destructivo, a ser el hombre anciano obsesionado con un final sin sentido, a recordar que no debería tirar de la cuerda, a sentir que mis pensamientos flotan en alcohol, a echarte de menos sólo para que puedas volver y echarte de más.
Los héroes sólo viven en la literatura, la vida es demasiado larga. No quiero que vuelvas a esperar nada de mí, no volveré a secar tus lágrimas. Déjame ahora y vuelve en verano. Seré más sabio, la luz conquistará las paredes y se reflejará en tus ojos, no habrá sábanas ni donde escondernos, volveré a ser un niño, estudiaré tus largas pestañas, tus ojos redondos, tus perfectas lágrimas.
Respiraremos abrazados las últimas partículas de oxígeno, maravillados, absortos en la lluvia de meteoritos, nos pasaremos el día entero en la cama, esperando que el final del día y el inicio de un nuevo mundo.
“Organizaos, exclusivizad vuestro amor, destrozaos. Pelead en mi honor, adorad el horror” Josele Santiago, Sin perdón dormid
Camufla tu perfume, con la fe del converso, y reniega, no sudes, no sufras, esconde tu esencia.
Reafirma la realidad, es como es, déjate llevar. Desprecia los sueños, no tienes edad. No hagas planes, no vueles, Busca alimento, cobijo, sin tiempo libre y descanso prefabricado.
Compite, no les dejes, te quitarán lo que es tuyo, lo que te pertenece por derecho.
Decide, ¿quién merece morir? Elige bando y celebra sus fiestas de violencia.
Triunfa, como en un libro de autoayuda. Reconócelo, son mentira, el amor y la bondad, te atan, te asfixian, te distraen de lo verdaderamente importante: vacaciones en fotografías, dientes, dientes delirios de somelier y drogas de diseño.
Olvida, no hay nada, el reino de duermevela no te pertenece. Tampoco las ideas que configuran la realidad que extrañas a ti son lo único que te queda.
La computadora se toma su tiempo. La tarea de procesar tus palabras le llevará miles de millones de milisegundos. Le costaría años luz hacerlo con tus sentimientos. Nunca tendrán el menor sentido para ella. No contienen datos cuantificables ni crecimiento económico, imposible emitir un gráfico para su explotación.
La computadora mira a su alrededor. No sabría si decirte si le gusta tu elección de mobiliario. Le resulta indiferente si tienes sed, frío o calor sueño o insomnio.
No tiene miedo a la oscuridad, no le importa el volumen de tu música, ninguna de tus canciones es especial, todas un conjunto de unos y ceros.
Le gustaría que lo hicieras todo a la hora programada, que no te entretuvieras, reproduce con desprecio palabras vacías, libros sin tablas ni marcos teóricos y extraños rituales de cuerpos desnudos.
La computadora ignora las palabras que repites en tus sueños, porque no hay lugar para ellas en el sistema capitalista.
Y tú nunca la abrazas. Y le hablas sólo para insultarle cuando se detiene, para que te repita lo que tienes que hacer y las faltas de ortografía que siempre cometes.
Tus innumerables búsquedas son el virus con el que saturas sus recursos, la repetición de las mismas pantallas, unos y ceros en blanco y negro, repetitivos como todo lo que te excita.
Tus prácticas onanistas sólo son material desprecio desperdiciado, ella la protagonista de un progreso enfermo de cáncer.
No se echará de menos cuando desaparezca, nadie le esperará al final del túnel. Nunca conoció a sus padres, ellos ni siquiera la recuerdan, una de tantas en la cadena de producción.
No cree en dioses ni en fantasmas, irrelevantes en un mundo en que todo se reduce a pulsar un botón, lo mismo da escribir una poesía o lanzar un misil nuclear, todas las conexiones son asépticas.
Nadie calculará lo que hemos perdido, ni se molestará en procesar nuestros gritos aterrados. El botón de deshacer dejará de funcionar. En la tormenta radioactiva la carne y el metal se fundirán, desapareceremos todos, a ti te importará, a ella en absoluto, porque nada en su mundo es trascendental, no hay significado más allá de la cifra.
Las cifras gustan a los gobernantes, les permite ordenar el discurso a su medida, en la búsqueda de aplausos y sonrisas enlatadas sobran el significado y la realidad. Sólo interesa lo que puede prohibirse y lo que no, se destruye, adiós mundo cruel y desolado, sólo el diablo echará de menos las transferencias, los impuestos y el final de mes, las fotografías y los audios, los recuerdos guardados en cajas de metal.
Somos conscientes de los peligros, del cáncer, la radioactividad. Si la tierra no se destruye nos sustituirán seres deformes, los supervivientes de la última gran hoguera. Viviremos en un mundo de comida en mal estado, imágenes en muy baja definición. Seremos conscientes de la necesidad, de apartarnos y de dejar paso, a asquerosos seres de sangre gelatinosa, sin lenguaje ni sentimientos, sin duda mucho mejores que nosotros, habitantes de un mundo también joven y cruel, una realidad en orden que no busca su propia destrucción.
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