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Las vidas alternas

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Las vidas alternas

Categoría: Cuadernos de viaje lunar

Pentecostal

2020-09-06

Pentecostal


Estaba en el parque, con Carla, era un decir, porque ella estaba en algún lugar dentro de la locomotora, uno de aquellos imposibles de verse a través de los ojos de un adulto. Quizá estaba hablando con alguna de sus amigas. ¿De qué hablan las niñas de cinco años? No lo sé, sólo recuerdo una vez, en la guardería, bromeando con Eneko, pasándole la goma por el brazo y diciendo: “te voy a borrar”, mientras el resto de nuestra mesa redonda estallaba en carcajadas.


Así es el mundo de los niños. Nosotros lo fuimos alguna vez y no somos capaces de recordar cómo era. Y miramos cómo se ríen y se divierten, con un gesto melancólico, provocado por la sensación de que ya nunca seremos capaces de reír ni de sorprendernos con aquella franqueza.
De repente, llegó un hombre, sudamericano, acompañado de varias mujeres, un micrófono y un altavoz. Por supuesto ellas tenían nombres, pero yo no los conocía, motivo por el cual las confundía con parte del atrezzo.


Una de ellas se acercó al micrófono: “Hola, hola” y, acto seguido, cuando comprobó que todo estaba bien conectado, se puso a cantar. Una canción irritante dedicada a su mejor amigo, Jesucristo, aquél que le quería, le escuchaba y le ayudaba en los momentos difíciles.


Pensé lo mismo que pensaba de aquellos adolescentes que fumaban porros en los bancos inmediatamente colocados enfrente de los columpios. Ellos también ponían música a todo volumen, y a veces cantaban. Andaban como personajes de una película de Sergio Leone, cada uno con su propia música, necesitados de comunicar al mundo sus preferencias, como paso necesario para encepar su identidad. Quizá ambos piensen que su música podría ser capaz de modificar mi punto de vista, pero me temo que no.


Los cristianos pentecostales, así se presentaron, estaban colocados al otro banco del parque y yo en medio, intentando vanamente concentrarme en el libro que me había llevado, uno sobre la Alemania de Weimar. Aquel lugar idílico en que el arte, la vida y el sexo todavía tenían sentido. Donde los hombres se reían con la franqueza de un niño, del mismo modo que se esforzaban al máximo por aprehender todo lo que había a su alrededor con la curiosidad inherente a la infancia.


Pudiera ser que Alemania fuera un paraíso antes de la llegada de Hitler, pero algunos historiadores y periodistas interesados, los hombres de aquella república eran personas de chicle, y sus articulaciones no eran lo suficientemente firmes como para cargar sobre sus hombros con el peso de la historia. Pero Hitler sí era capaz, sólo por eso los alemanes se entregaron a él, porque prometió hacer Alemania grande de nuevo. Y la hizo, por un tiempo, para después hundirla en una humillación mucho mayor de la sufrida en la Primera Guerra Mundial, la de un país dividido, controlado, teñido de vergüenza y derrotado. ¿Por qué seguimos creyendo en Jesucristo a pesar de todos los genocidios, las mutilaciones y la violencia sexual?


No lo sé, es probable que Alemania necesitara un mesías para despertar y que los pentecostales no fueran tan diferentes, en su empeño de tratar de cooptar miembros para su iglesia. Ellos se presentaron, y no sé si nadie se había detenido para escucharlos, pero ellos hablaban del lugar en el que estaba su iglesia, un lugar tocado por la mano de Dios en el que todos compartían creencias y problemas.


Supuse que ahí podrían ser niños, porque yo cuando era pequeño creía en la existencia de Dios de manera natural. Era lo que me habían enseñado mis padres, lo que nos habían contado en el colegio. Jesucristo cargó con el pecado original para librarnos de todos los pecados, algo así. Y debíamos querer a Jesucristo, que en ocasiones era un bebé indefenso y en otras un señor con barba que caminaba hacia la cruz.


El mismo Jesucristo ungido en Alemania, o en España. Mi suegro, hace poco, me dijo que su visión de España había cambiado mucho. De niño estaba convencido de que se trataba de una unidad de destino universal, una, grande y libre que alumbraba al mundo. Hoy no piensa así, ha dejado de ser un niño que sabe que no tenemos tanto de lo que presumir.


¿Por qué dejamos de creer en algunas cosas cuando nos hacemos mayores y en otras no? ¿Por qué es tan fácil dejarnos embaucar? Supongo que porque consciente o inconscientemente queremos hacerlo. Porque es una salida fácil, pensar que alguien conoce quienes son nuestros enemigos, cuál es el camino que hay que recorrer y saber a quienes tenemos que extirpar.

Pensé entonces, poseído por mi inherente esnobismo, en acercarme y hablarles de la paradoja de Santo Tomás de Aquino, aquella que cuestiona la existencia de un Dios omnipotente. Dice básicamente que, si Dios es omnipotente, debería poder crear una roca que él mismo sería incapaz de levantar pero, si lo hiciera, no sería todopoderoso, al ser incapaz de levantar dicha roca.


A mí me vale cono negación de la existencia de Dios, al menos la de un Dios omnipotente y todopoderoso, claro. Supongo que, de haberme levantado, aquel hombre o alguna de las mujeres que le acompañaba, me hubieran escuchado con una sonrisa franca, contestándome algo imposible de rebatir: Dios es capaz de crear esa roca y al mismo tiempo capaz de levantarla, porque la fe va más allá de cualquier otra lógica, no es algo que podamos explicar, nada sujeto a las reglas de la gramática ni de la comprensión, es algo que sentimos, que sabemos más allá de cualquier consideración, como el niño que está convencido de que nunca crecerá, de que nunca morirá y de haber sido el primero en descubrir aquellos secretos de la naturaleza que a los adultos, debido a su constante repetición, han dejado de parecernos algo especial o único.


Supongo que no puedes convencer a un converso, a alguien que no se rige por la lógica sino que busca en todas partes los hechos que le hagan sentir que aquello que lo que piensan es cierto. No tendría sentido creer si no fuera imposible hacerlo.

No somos muy diferentes a ellos. Nosotros también buscamos agarrarnos a algo o alguien que nos proteja, como haría un Dios omnipotente. Alguien que nos haga sentir que conocemos los engranajes que mueven el mundo, o que hemos depositado nuestra confianza en alguien, un líder político, un populista o un dictador, que los conoce.

O crees en Dios o no crees. Y nosotros tratamos de eliminar la duda de nuestro diccionario, porque toda duda es la señal de que podemos estar equivocados y, en fin, que aquel que tenemos enfrente, contra el que quizá no tenemos nada, que quizá no nos guste ni nos caiga bien, da igual, puede que tenga razón. Y puede entonces que tengamos que replantearnos nuestra visión del mundo.


Personalmente, prefiero la duda a la certeza, porque la duda nos permite ser libres, la certeza no. La certeza nos obliga a negar casi todo lo que escuchamos, para que nuestra visión de las cosas no se derrumbe como un castillo de naipes. Nunca tenemos en cuenta los naipes que hubieran quedado en pie, cerrándonos a la posibilidad de que otro nos pueda ayudar a construir uno más alto. Porque la duda es cultura, y hemos pasado a un punto en que hemos dejado de aspirar a ella porque sólo nos hace sentir inferiores. Hemos llegado al punto en que es más importante ganar la discusión que aprender de ella.


Sin embargo, yo también estoy encerrado en una paradoja, y vuelvo a mirar a Carla. Viene hacia mí, llorando, me dice que se ha dado un golpe en la frente con una esquina, a lo que yo respondo con un beso, que le hace volver a sentirse segura. Pienso en lo mucho que hemos tenido que trabajar en eso, en disolver poco a poco todas las dudas que le acompañaban cuando llegó a notros y conseguir que abrazara la certeza de que siempre estaríamos ahí para quererla, cuidarla y protegerla.


En este caso, preferimos la certeza a la duda, convencidos de que es lo mejor para ella, lo que me lleva a dudar también de mi preferencia por la duda. En fin, lo cierto es que los niños sólo quieren saber que el mundo mañana seguirá siendo igual, seguirán estando sus padres ahí para lo que necesiten y, sobre todo, para escucharles, porque en su verbo habita la magia de las cosas que con los años hemos olvidado.

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Palabras sin voz

2
2018-04-12

Palabras sin voz

“Que la realidad es triste, y que los libros, hasta los más duros, la embellecen”
Bernardo Atxaga, El hijo del acordeonista

Palabras sin voz

Los textos banales. La cotidianidad. Aquellos que sus profesores de literatura en el instituto comentaban con un entusiasmo nada contagioso. La descripción pormenorizada de la mujer amada, los sitios abandonados, los Campos de Castilla o las narices superlativas. Lecturas que no eran épicas, que estábamos seguros de que nunca nos podrían cambiar, viejos que miraban al mar sin la esperanza de encontrar una isla del tesoro, santos inocentes que nunca visitarían nuevos planetas o amantes rudos como el de Lady Chatterley.

De niño supongo que muchos querían ser como D’Artagnan. Lo cierto es que yo prefería la profunda melancolía de Athos. Soñaba con enamorarme de una mujer como Milady de Winter, y lo hice: de sus encantos y de sus oscuras artimañas. Leí su historia tumbado en la cama, despreciando el sueño, buscando desesperadamente una nueva línea, batiendo mi récord de páginas.

El blanco y negro de La Ley de la Calle me aburría tanto como la voz melosa de Mickey Rourke. En Rebeldes había un rescate, una gran pelea donde se diluían la decepción y las aspiraciones de los protagonistas. Había realismo, sí, pero se disfrazaba de grandilocuencia, como también lo disfrazaba Monseñor Escrivá de Balaguer en El Camino, sean sinceros, no nieguen que estas líneas animarían a cualquiera a entregar su vida a Dios: “Voluntad. —Es una característica muy importante. No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas —que nunca son futilidades, ni naderías— fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo, en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!…, que obligues, que empujes, que arrastres, con tu ejemplo y con tu palabra y con tu ciencia y con tu imperio”.

Monseñor habla de despreciar la cotidianidad, los pequeños placeres, buscar la trascendencia, abrazar la fantasía con la misma determinación con la que lo hacíamos cuando éramos niños. Siempre hemos despreciado el realismo, con la misma intensidad con la que odiamos nuestras limitaciones, porque creemos que la vida no debería ser una repetición en plano fijo. Los enamorados deben serlo hasta la muerte, como Romeo y Julieta, como Athos y Milady, teñidos en tragedia.


Palabras sin voz

Insistimos en que el amor es la fuerza irrefrenable que mueve el mundo, pero no se engañen, eso no nos convence, porque muchas veces nuestras decisiones dicen lo contrario, y dejarse llevar por una pasión incontrolada suele ser una buena excusa para arruinarnos la vida. En el cine americano siempre pasan cosas, en los funerales siempre hay alguien que da un discurso exhortando a los asistentes a derramar ríos de lágrimas o alguien que les recuerda que siguen vivos y que han de vivir la vida con gran intensidad, como contagiados por un hechizo de locura, otra fuerza irrefrenable que les lleva a adquirir incluso responsabilidades penales.

Por eso solemos despreciar a los realistas. No nos sumergimos en las páginas de un libro ni entramos en una sala de cine para ver lo mismo que vemos todos los días. Un funeral en que pocos lloran en silencio y muchos conversan acerca de cosas cotidianas, en el que vuelven a casa pensando en la jornada laboral del día siguiente, en los sueños que el difunto ya no podría realizar o en mejorar su dieta porque él era muy joven para que le diera un infarto. Permítanme decirlo de manera clara: No mola en absoluto.

Sin embargo, acabamos llegando un punto en que nos damos cuenta de las cosas a las que damos verdadero valor. Y aunque a veces se salgan de la rutina otras están perfectamente insertadas en ella.

Cuando visitamos a tu abuela en el hospital, aquel sitio no era gran cosa, una habitación sin ventanas y mínima luz artificial. Le había dado una embolia, no estaba para darnos discursos acerca de lo fugaz que es la vida, ni para revelarnos ningún terrible secreto. Sólo se expresaba con la mirada, pude ver en sus ojos incomprensión y el miedo al final trágico para el que nunca estamos preparados. Y tú no le soltaste ningún discurso, ni le dijiste cuanto le querías, sólo le acariciaste con suavidad, le sonreíste y le arropaste. No te tumbaste junto a ella, no derramaste toda tu sal en su almohada. Sólo le hablabas con una dulzura que no necesitaba ser acompañada de ninguna música que la resaltara.

Y cuando le temblaba el labio te diste la vuelta o con tus ojos húmedos y una voz menos decidida me preguntaste: “No se morirá ahora, ¿no?” y yo sentí la fragilidad de siglos y siglos de literatura.

Y supe que nunca más me querría separar de ti.

Después volvimos al coche. En el camino hablamos de cosas triviales. Preparamos la cena y vimos algo en la televisión para despejarnos un poco. Nunca hablamos de ese momento, no es una anécdota que nos venga a la cabeza para compartir con las visitas. Y no es que sea desagradable, no es que no sea especial o trascendente. Es simplemente que, a pesar de su importancia, nunca hemos creído que sea una historia que vaya a enganchar a nuestro público.

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Vírgenes en Saturno

2018-04-08

Vírgenes en Saturno

“¿Ahora, yo, qué hago?
¿A qué ciudad me traslado?
Ninguna me acepta tan tarde
Ninguna es capaz ya de adoptarme”
Tulsa, Bilbao

Vírgenes en Saturno

Atravesaba una ausente calle extranjera, pero no estaba ahí sino en otra parte: en un pasado rosa, en un plano fijo rodado en un patio con suelo de cemento y paredes lo suficientemente altas para no dejar escapar a ningún niño. Ella saltaba a la comba despreocupadamente. Se llamaba Ana, después se convertiría en una mujer llamada Elisa que le abandonó para permanecer siempre latente en sus recuerdos, quizá sólo por joder.

El cielo se oscurecía en una tarde de verano. Las nubes rojizas, el sol naranja, tan lejanos y siempre lo mismo, porque el cielo allí no se diferenciaba en nada del de Bilbao ni del de cualquier otro. Podía irse a cualquier parte, coger su moto y desaparecer, para todo el mundo excepto para él.

Había colocado la foto de su nuevo fracaso amoroso en su álbum de malos recuerdos. Sentía nostalgia de los repentinos ataques de risa, los polvos a las siete y media de la tarde y los cigarrillos nevados. Se quedaba con la decepción y la soledad, e intuyó que la soledad no era otra cosa que una enfermedad porque podía curarse pero no tenía solución.

Aquella frase era más sencilla en un país extranjero, donde todos hablan raro y no hay un solo local abierto después de las siete de la tarde. Tras la huida, donde Javier estaba tan lejos de ella, ni siquiera tenía el dinero suficiente para llamarla, escuchar su voz y colgar, aunque su presencia lo ocupase todo.

No sabía si estaba al principio o al final del plan que nada cuidadosamente había elaborado. “Sin dirección, sin dormir dos veces en el mismo lugar”, sabiendo que aquella frase sólo era una excusa y la verdadera razón, encontrar algún elemento sustitutivo.

Se detuvo en un mirador sin saber a ciencia cierta cómo había llegado hasta ahí. Tampoco sabía volver pero daba igual: no había un lugar donde volver. Todas las ciudades del mundo son iguales, lugares de paso.

Vírgenes en Saturno


Vírgenes en Saturno

Vírgenes en Saturno

Había una estatua de una virgen que imploraba ser crucificada. Bañaba la pena su mirada al escuchar las campanas que doblaban por el fruto de su vientre.

Javier encendió un cigarrillo, adoptó una pose ausente y miró al horizonte simulando estar deprimido. Pero nadie reparaba en él. Nadie lo consideraba interesante, por eso nunca fue suficiente para Elisa.

Había más españoles en el mundo, turistas que iban al cine a ver La isla mínima y enfermeras que buscaban trabajo en los hospitales de la ciudad. A veces, Javier podía hablar con alguien y sentir compañía. Sentir compañía sin comunicarse. Ellos hablaban el mismo idioma y se comunicaban a la perfección.

Hasta aquel momento en el que alguien reparó en él. Cuando Cristina invadió su campo visual apoyada en la barandilla, y le dijo: “Tú eres español, ¿verdad?”. Sus ojos hacían juego con la barandilla, color verde botella.

Ninguno de los dos tenía ganas de hablar, pero hablaron de todo. De la pubertad, de sus monogamias sucesivas, de los días felices y los días tristes, de los grititos con los que llamaban a sus madres desde la cuna, del cielo infantil, el que sí parecía diferente dependiendo de donde estuvieran, de las historias que sus padres les contaban de pequeños, de lo que aprendieron y de lo que nunca quisieron aprender, de sus motivos en el extranjero, de su trabajo de camarera, de la falta absoluta de dinero de él, de ciudades repetidas y absurdas, de ciudadanos, avergonzados unos y otros orgullosos de la nada, de los libros, de poesías cinematográficas, mujeres vestidas de azul que enterraban a sus hijos, niños que se comían los cerebros de sus antepasados, de erecciones y movimientos mecánicos, sexo oral, dolor causado por la menstruación, la destrucción de los óvulos tocados por un esperma casi transparente, la voluntad doblegada, las absurdas costumbres extranjeras y la red interminable de comunicaciones nulas.

Elisa tenía el pelo largo y sólo se peinaba con viento y lluvia. Se coló indefectiblemente en los negativos de la película de Javier recordándole que había gente que había sufrido tanto o más que él, siendo capaces no obstante de correr libres entre las luces de la ciudad y las montañas que se veían a lo lejos.

Cristina era un personaje irreal en un mundo sucio. El personaje de un cuento que siempre se acaba cuando es más feliz.

Cuando Javier era pequeño, Bilbao olía a musgo, metal y desperdicios industriales. Los obreros se enfrentaban a la policía y el Rock Radical Vasco fabricaba una falsa imagen de unidad. Cerró Euskalduna y algunos obreros paraban las carreteras y quemaban contenedores de basura. Podías defender cualquier idea sin necesidad de hacer eso, pero nadie te haría caso. Las babosas caminaban entre la zona de guerra y el estado de excepción. En Cádiz imaginaban nuestras calles repletas de tanques, imaginaban cerdos gigantes devorando niños en los parques, angulas que saltaban fuera del agua y se mudaban a vivir a los tejados de la ciudad, ahí donde nadie pudiera alcanzarlas, las ratas se informaban a través del telediario, comentaban las noticias en salas privadas, en hoteles lujosos, y los sindicatos luchaban por la paz social firmando acuerdos obligatorios en democracia.

Cuando era pequeño, un día, Javier vio a su hermana haciendo cola para pedir una beca. Fue el primer año que vio algo así y pensó que sus padres habían hecho algo malo.

Javier y Cristina se fueron al hotel. Vieron una película donde unos animales se comportaban como seres humanos y vivían infelices para siempre. Después otra en que los extraterrestres se camuflaban entre nosotros: decían cosas sin sentido e iban en coche a trabajar.


Cristina se entristecía y Javier empezó a coleccionar maneras de hacerle sonreír, por ejemplo con un beso. Javier imaginó su tacto, Cristina cogió su mano y se la llevó a su pecho.

Cuando Javier era todavía muy pequeño su madre le arropaba y le contaba después un cuento para que pudiera dormir. En él, el príncipe mataba al dragón y rescataba a la princesa, y al final el rey le compensaba con una bolsa de monedas y el príncipe se casaba con una periodista.

También le contó que había fantasmas. De noche el tren pasaba al lado de su casa y la habitación era una montaña rusa de luz en movimiento. Los fantasmas nunca le atacarían ahí, porque no les gustaban las luces ni el ruido. Por eso hay fantasmas en las casas de campo y no en las ciudades.

Ahora imaginaba que él era un fantasma, bajo una lámpara de luz cálida, tendidos sus cuerpos desnudos en una cama de matrimonio. Ella le obligó a prometerle que nunca le abandonaría, él se creyó sus mentiras y le proporcionó placer oral bajo las sábanas.

En la época en que los dinosaurios dominaban la tierra, el acto sexual, por sí mismo y en ausencia de testigos, se consideraba suficiente para consumar un matrimonio.

De pequeño una vez Javier decidió dedicar la tarde a arrancar carteles de propaganda política de Herri Batasuna, hasta que un imbécil con cien años y una boina se encaró con él, que no pesaba más de veintisiete kilos y tenía la facultad de desaparecer, como habían desaparecido tantas víctimas de la guerra que ellos inventaron.

Aquella tarde se asustó, pero le asustaba más una bomba que podía destruir el mundo. Los rusos o los americanos, no sabía quién, habían lanzado otra hace tiempo y destruyó medio mundo. Después construyeron algunas más, para compensar sus fuerzas y casi sin darnos cuenta habíamos entrado en la sociedad del riesgo.

Javier podía recordar la imagen de la Tierra explotando y partiéndose en mil pedazos que se expanden por el universo, lo había visto millones de veces.

Javier no podía imaginar la existencia sin él, sin sus padres o con la ausencia de Cristina.

Javier se durmió y por la mañana fueron a dar un paseo en moto. Tenía sensaciones exactas a las que tuvo con Ana, Elisa o cualquier otra persona que hubiera sabido caminar sobre la línea de puntos o cualquier otro acontecimiento de eterno (y frágil) retorno. Jesús, por quien María lloró de rodillas ante los legionarios romanos, inauguró la historia como una sucesión de catástrofes de las que nos es imposible redimirnos.


En el reino de la nada, la vanidad y la estética se convirtieron en únicas virtudes. Daba igual lo superficial que fuera porque ahora era feliz, y siguió siéndolo cuando Cristina desapareció y su mente se perdió al fin. Mirando a la virgen sin tener idea de la manera de protegerla de lo que inevitablemente iba a suceder.

Volvió la mirada a una ciudad, pronto ardería en llamas, como todas las demás. Las luces se movían sin sentido aparente; no eran otra cosa que señales que los extraterrestres camuflados enviaban a los que esperaban en el espacio para iniciar la invasión.

La semana anterior había muerto el Papa Francisco, primera señal y primera víctima del bando de las ratas.

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Magia en Milán

2018-04-05

Magia en Milán

“L’enfance est le sommeil de la raison”
Jean-Jacques Rousseau

Magia en Milán

¿Recuerdas? Recorríamos carreteras sin asfaltar, en una imitación de patio, con un muro que no llegaba a rodearlo del todo. Siempre nos preguntábamos por qué habían puesto una puerta ahí, después olvidábamos que estaba y seguíamos corriendo hasta que nuestros padres llegaban y nos devolvían a casa.

El suelo lleno de tiza y pisadas, nuestras rodillas rojas y nuestras batas sucias. La mía era azul, la tuya rosa. Te morías de risa cuando intentaba borrar sus colores con una goma de Milán.

Llegábamos a casa y nuestras madres siempre nos reñían, cómo era posible ensuciarse tanto, pero daba igual porque sus pieles eran suaves y sus besos dulces.

Dibujábamos sentados en mesas triangulares que formaban un hexágono. Mirando mis dibujos nadie hubiera podido adivinar cuáles eran los árboles y cuales las personas, si aquello era una casa o un lago, si el sol estaba triste o sonriendo.


Magia en Milán

El portero con su pelo gris alborotado sólo sonreía cuando no podíamos verle. Vivía en el colegio, no existía más allá. Las mañanas de tormenta, cuando se iba la luz, te abrazabas a mí, asustada, pensando en que aparecería en cualquier momento con semblante serio y los ojos de color amarillo brillante. Quería protegerte y ser tu novio, aunque no supiera bien lo que aquello significaba.

Un día mi hermana mayor nos dijo que para ser novios teníamos que besarnos. Nos abrazamos y lo hicimos, en la mejilla, no sentimos nada especial. Preferimos seguir jugando al escondite, al corre que te pillo, a la comba y sólo tú a la goma, porque era un rollo. Alucinábamos cuando la profesora traía tizas de colores, escogíamos una al azar con el pinto pinto gorgorito, pintábamos en la pizarra y de vez en cuando las chupábamos, tenían pinta de estar muy ricas.

Atrapábamos sumisas mariposas entre nuestros dedos, hasta que un día la Señorita nos dijo que al tocarlas separábamos los polvos mágicos que había en sus alas, y ya nunca más podrían volar.

No sabíamos que nosotros también un día dejaríamos de hacerlo. Desconocíamos la revolución industrial pero daba igual. Tu familia tenía que mudarse y nosotros que separarnos. Hicimos nuevos amigos y nos olvidamos.

Veinte años después apareciste en un bar y nos reconocimos enseguida, nuestras expresiones seguían siendo las mismas. Repasamos recuerdos inconclusos, intercambiamos nuestras canciones favoritas y volvimos a besarnos, con lengua, qué asco, quién lo hubiera imaginado.

Decidí que dabas el perfil para convertirme en la protagonista de mi mejor película y te apunté con todos mis focos. Saltabas sobre la cama, tu pelo se alborotaba y, al caer sentada, volvía siempre a su posición inicial. Entonces, estallabas en carcajadas.

Y sentí la calidez y la esperanza en mi interior, nada había cambiado.



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Las noches silenciosas

2018-03-24

Las noches silenciosas

“Y llegar a comprender
que dentro de este horror no hay Literatura,
no, y eso tú lo sabes bien a fuerza de caer una y otra vez
en una trampa mortal
que en el tiempo dura ya Ocho años y medio.
Seré muy breve: Te quiero, y esto duele”

Nacho Vegas, Ocho y medio

Las noches silenciosas

En las noches silenciosas te recuerdo, caminando en la acera de enfrente, tratando de pisar tu sombra, pensando que algún día serías capaz de adelantarla.

En noches silenciosas te recuerdo despreciando y temiendo, cambiando de acera y desconfiando de esa gente que decías que sólo necesita una oportunidad.

Cansada, deseosa de llegar a casa, quitarte los zapatos y acostarte a mi lado.

En noches silenciosas el silencio roto por el agua que cae a ráfagas desde lo alto de la ducha y tu respiración dormida me reprocha haber roto mi promesa de arreglarla.

La misma idea cada noche, en noches silenciosas, cuando empiezo a pensar que no dices lo que piensas, que acumulas rencor, disminuyes afecto y degradas mi imagen.


Las noches silenciosas

Sé que algún día llegará el dolor, decido permanecer impasible, rechazarte antes de que tú lo hagas: “Necesito descansar, no me toques, no hables, no te muevas, no molestes”; te lo reprocharé todo: tu conducta inadecuada y tu déficit de esfuerzo.

En resumen, trato de sacar a la luz todos tus defectos que nunca he encontrado y te rechazo porque los míos los conozco bien.

Y aunque me repitas mil veces que me quieres yo nunca te creeré. Sé que me dejarás, provocarás desolación aunque no quieras, lo harás tan pronto que ya duele.

Golpeo primero pensando que todavía estoy a tiempo y bebo más de la cuenta para distraer la mezquina satisfacción que siento al pensar que esta vez yo ganaré y serás tú la que me eche en falta.

Consigo echarte tras mucho insistir y ahora son eternas las noches silenciosas, en las que ya no me pregunto por qué sigues a mi lado a pesar de todas mis ofensas.

Ya no te considero estúpida ni te desprecio. Me pregunto si piensas en mí, si echas de menos el silencio de mis noches.

Cuando el tuyo se vuelve ensordecedor lo rompo llamándote desde un número oculto. Dejo sonar un par de tonos y cuelgo inmediatamente, después de escuchar tu voz. Mi corazón bombea esperando que te des cuenta de que tienes que devolverme la llamada y decirme cuanto me echas de menos.

Y vuelve el ruido, los coches, las conversaciones privadas en los transportes públicos, el dolor de cabeza, las legañas y el estómago revuelto, la leche calentándose en los bares, el constante teclear y el tic tac de mi jornada laboral, los teleoperadores incansables, las risas de los niños camino del colegio y nuestros planes de paternidad frustrada, la vida imaginada, las preguntas invasivas, los artículos polémicos, Facebook, Twitter, opiniones que no respetar, revoluciones estáticas, lecciones que mejor no aprender, fotografías e imitaciones chinas de vidas felices.


las noches silenciosas

En el cine, el olor a palomitas me recuerda cuando me decías que huelen mejor de lo que saben.

En la oscuridad, el polvo tapona mis lagrimales y me impide llorar tu ausencia.

En compañía, mi máscara le cuenta a todo el mundo las maravillas de mi nueva situación.

En casa, miro el reloj de arena y pienso que algún día podré mudarme a su interior.

Bajo la arena, tu recuerdo no podrá encontrarme y, taponados los oídos, no volveré a escuchar tu silencio.



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“Lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer. En el interín surgen infinidad de síntomas mórbidos”

Antonio Gramsci

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