“No sé qué dijiste pero tengo miedo. Lo estoy intentando, no lo recuerdo” Barricada, Con el izquierdo
Con el izquierdo
Descontrol. Las voces en mi cabeza vuelven a pelear. Una me dice que te busque en mis recuerdos, la otra que se me ha dormido el pie izquierdo y no me podré levantar.
Lo peor del viaje al centro de la locura es que, dentro de ese tren, siempre hay una rejilla por donde se cuela la luz suficiente para que, en el fondo, seas perfectamente consciente de lo desequilibrado que estás.
Hay una tercera voz te que grita: ¡Reacciona! Pero eres incapaz de obedecer.
La genialidad de ayer, todos tus cumplidos, son hoy papel mojado. Y no recuerdo, exactamente, que es lo que decías ayer.
Tu cara sin rostro, que me habla sin mirar me confunde, y la rejilla me dice que tengo que huir. Pero no puedo porque se me ha dormido el pie izquierdo y estoy atrapado en este camastro.
Hace frío y sólo tengo dos finas sábanas con el escudo del hospital bordado. Se escuchan voces fuera de la habitación, debería salir huyendo de aquí, pero todas las puertas están cerradas.
Algo me dice que tendría que echar a correr pero, ya sabes, mi pie izquierdo y mis pensamientos congelados de clonazepam me recuerdan que la puerta de la habitación está ahí cerca, casi al alcance de la mano pero también lejos a miles de años luz de este planeta.
Y me pregunto si alguien aquí es capaz de pensar como yo, no lo mismo, sino de la extraña manera que yo lo hago.
Empiezo a gritar y, cuando creo que nadie me escucha, llegan gigantes vestidos de blanco que me atan a la cama. No puedo mover brazos ni pies, más clonazepan, me duele el pie izquierdo, quizá se esté despertando.
Y tú, flotando en la habitación, mirándome sin ojos y recordándome que las bellas palabras que me dedicabas ayer hoy no son mas que pesadilla.
Restos desordenados de una personalidad traumática
“Definir algo es limitarlo” Oscar Wilde
Restos desordenados de una personalidad traumática
Escribo, a veces pienso, que porque aquí, delante de la pantalla en blanco es el único lugar en el que puedo estar realmente solo. Solo en el sentido de poder convivir con todos los fantasmas y sueños imposibles que habitan el mismo mundo en el que yo me escondo cada vez que tengo ocasión.
Escribo con hambre, deseando creerme cada vez más capaz de hacerlo mejor y lo hago con miedo también, supongo que por el miedo al ridículo. A que pienses que mis letras son rebuscadas, aburridas, ridículas o insípidas. Porque igual, en los malos tiempos piensas que sólo hablo de ti y, en los buenos, que lo hago sobre otras personas.
Escribo porque no tengo otro remedio. Porque detesto la realidad y hacerme mayor, porque me desprecias pero aquí no me importa, porque todo se creen con derecho de despreciarme o tenerme lástima por tener un trastorno mental. Que no es tener, es ser, maníaco depresivo dicen a veces, rasgos límites, esquizoide… Escribo porque no tengo la necesidad de comunicarme pero sí de que alguien disfrute de lo que hay en mi mente. Escribo porque necesito un enemigo y no hay nadie más aquí.
Escribo mientras duerme mi hija, me gustaría que pudierais verla ahora. Ha cambiado tanto. Ya es una señorita sin paletas, que valora ante todo la amistad y la familia, se preocupa por los demás, disfruta jugando y subiéndose en cualquier promesa de peligro, más si yo estoy mirando como lo hace.
Escribo quizá para que estas palabras trasciendan en ella algún día. Tengo la sensación, a veces, de que mi mujer siempre tiene las palabras mágicas, que va varios pasos de parte de mí, del mismo modo que yo dudo de cada palabra que le digo, entrampado en la responsabilidad de pensar que mis palabras puedan tener algún efecto significativo en ella cuando sea mayor.
Escribo para decirte que os quiero. Que te quiero de una forma que ni te imaginas y para que no me digas que nunca hablo de ti.
Y escribo, en fin, para vosotros desconocidos, adoptando una pose descuidada para que creáis que nada de lo que penséis me puede llegar a afectar.
Todo acantilado tiene su suicida, y todo suicida deja tras de sí un reguero de dudas. No se trata sólo del hecho de si va a tener o no el suficiente coraje para hacerlo, sino también acerca de la huella que dejará tras de sí.
Resulta más sencillo suicidarte cuando no tienes a nadie o cuando tienes la máxima certeza de que no existe ningún otro habitante en el universo ni en la galaxia para la que ese acantilado y tú no sois tan siquiera una pequeña mancha de lápiz en un trozo de papel.
No tienes necesidad de preocuparte de quién heredará tu obsoleta colección de libros, ni esos manuscritos que están ahí pero nunca llegarán a nada, del dinero o más bien las deudas que dejarás a tus padres o a tus hijos, o de si dejaste el coche mal aparcado y ahí en este momento alguien llamando a la grúa para que se lleve ese coche lleno de arañazos al depósito municipal.
Porque ya hace tiempo que decidiste que no le importas a nadie. Tu existencia ha dejado de ser relevante y el lugar que ocupas en el mundo no es más que un rincón repleto de telas de araña. Eso es lo que quieren pensar los suicidas como tú. La seguridad de que su existencia no importa. Y me parece bien, no te juzgo.
Si vivieses en una cabaña de mierda perdida en un hueco del bosque que todavía ninguna editorial haya comprado para convertir los árboles que la pueblan en literatura de baja calidad, qué más da. Es más, si fueras Theodore Kaczynski y, además de habitar esa cabaña de madera, en vez de follar o disfrutar de la comida, te dedicaras a fabricar bombas caseras y enviarlas a gente inocente en nombre de un patético manifiesto, incluso me atrevería a empujarte.
Creo que debe haber pocas cosas más ridículas que un hombre cayendo por un acantilado, rebotando sobre una y otra piedra, dejando quizá souvenirs a su paso, un ojo, unos dedos o unos daditos de cráneo. Qué sé yo. Pequeños trozos de carne que con el tiempo se volverán putrefactos o acabarán convirtiéndose en fósiles. Eso en el mejor de los casos.
Si lo piensas es casi tan ridículo como el sexo: dos cuerpos desnudos en una habitación, inseguros, tratando de darse placer mutuamente sin saber muy bien cómo. Y, sin embargo, en una habitación puede caber un mundo entero con su deseo y su candor
Y, mientras dos amantes se abrazan en un piso sin calefacción, tú sólo eres capaz de encontrar nada ante la inmensidad del mar.
El secreto de los acantilados
Estás ahí y no eres capaz de detener tu mente un momento para preguntarte el secreto de las olas. Dónde nacen las olas. ¿Alguna vez te lo has preguntado? Siempre chocando. Moldeando, poco a poco y a la vez, todos los continentes que rodean. Sumidas en una espiral de derrotas diarias y constantes. El mar, los continentes, los peces, los ríos, los manantiales y los barcos siempre estarán ahí.
Pero tú quizá no. O quizá sí, en el infierno. Ese lugar que tanto obsesiona a los papas, será por la decoración supongo.
Tú quizá ya no estés ahí. Quizá rompas esta hoja y nunca vuelvas a saber lo que se siente cuando entras a un bar en una noche de nieve y te bebes un café con leche caliente, no vuelvas a sentirte igual pero diferente después de leer un libro que te ha tocado de lleno, jamás a partir de hoy calmes tu sed un tranquilo mediodía de agosto con una botella de congelado vino blanco y quizá tampoco vuelvas a dirigirle la palabra a alguien ni a perder la conciencia sólo recibiendo una pequeña caricia o el choque de unos labios sinceros.
Y ahora, mirando al mar, antes de que tú o yo callemos para siempre, dime: ¿Tanto frío hace ahí arriba?
Cuando Eva decidió comerse una manzana y así infligir el mayor castigo posible, la necesidad de trabajar, a todo el género humano, ésta no fue la única de las consecuencias de sus actos. Dios les dijo también algo así como que se avergonzarían de su desnudez, es decir, convertiría al hombre y a la mujer en los únicos animales que necesitarían ir vestidos para no pasar vergüenza.
E inventarían la ropa. Esa herramienta que usamos para esconder nuestros defectos, por ejemplo, con ropa ancha que disimule nuestros michelines, o crear una falsa ilusión sobre nuestras virtudes con el maquillaje, las fajas o los sujetadores push up.
Quizá porque fue una mujer la que cometió aquel pecado imperdonable, son las mujeres las que más sufren la necesidad de esconder sus defectos a toda costa. Porque Dios decidió crear una sociedad donde convertirlas en objeto de deseo y disfrute del sexo masculino.
Dirán que eso está cambiando porque cada vez somos un poco más feministas y ateos, al menos los wokes y los progres, a quienes a veces se podrá criticar diciendo que sólo defienden esos ideales para no desentonar en la dictadura judía puritana de pensamiento único. Aunque, en cualquier caso, da igual, porque no consigo encontrar la diferencia entre ser y parecer o adaptar nuestro comportamiento a lo que se espera de nosotros.
Pero, si lo pensamos fríamente, quizá una mujer hermosa pueda conseguir muchas cosas con sólo pedirlas. Cosa que no es capaz de conseguir el más apuesto de los hombres que, compartirá con todos los de su especie, unos genitales exteriores que, en todo momento, le recordarán lo ridículo que es en realidad su deseo sexual.
¿Por qué una mujer masturbándose resulta sensual y un hombre haciéndose una paja en el wáter sórdido? No por otra razón más que la de que el zumba zumba resulta altamente ridículo. Tanto como ese bulto marcado en el pantalón que nos convierte en tan predecibles como ridículos, desnudos, con un preservativo colgando, intentando penetrar a nuestra pareja sexual en una situación casi siempre problemática tanto cuando no conseguimos que nuestro soldadito esté lo suficientemente firme, cuando se nos sale continuamente, cuando nos vamos demasiado rápido o cuando no conseguimos concentrarnos lo suficiente como para hacerlo. Y, después, nos convertimos en una masa sudorosa, agotada, triste sempre post coitum y despreocupada del placer ajeno, en parte porque siempre tenemos ahí a la otra parte dispuesta a darnos unas palabras de ánimo independientemente del nivel de su disfrute.
No, creo que Dios no castigó a la mujer con la vergüenza que provoca su desnudez, o no solamente con ello sino con la tortura de convivir con seres que consideran el sexo como fuente de placer propio, que suplican en la cama date la vuelta que necesito correrme. Incapaces de controlar sus instintos y preservar su identidad. Y capaces de violar a mujeres y a niños sólo para conseguir unos segundos de satisfacción que nunca son suficientes ni consiguen saciar esa inherente crueldad que oculta un ese profundo sentimiento de insatisfacción que forma parte de su naturaleza.
Si hubiera estudiado medicina, cosa que no hice no tanto por falta de vocación como de capacidad, tengo bastante claro que en el momento en el que has de elegir a qué rama te quieres dedicar yo no hubiera dudado demasiado: me habría decantado por la medicina forense. No tanto por amor a los muertos como por rechazo a los vivos.
No por torpeza, que hubiera sido un buen motivo, sin duda. Cualquiera que me conozca, aunque en realidad puede que nadie lo haga, que nadie conozca a nadie y que yo sea el nadie de nadie, cualquiera que se detenga a observarme durante más de cinco minutos, notaría aún sin ser siquiera mínimamente perspicaz, que el trabajo de cirujano, eso de cortar, extraer, coser y limpiar no es lo mío. Para empezar, nunca he sido capaz de enhebrar una aguja, por más que chupe el hilo, no, qué va, imposible. Y, aparte de eso, soy muy despistado, capaz de sacar un apéndice e intercambiarlo por un reloj, un paquete de kleenex o dónde coño he dejado yo mis auriculares.
Anestesista (¿hace falta ser médico para eso?) acabaría en desastre. Sería de esos que se reparten las dosis con los pacientes, pues tampoco duele tanto eso de que un médico te coloque un ebook donde debía estar tu pulmón izquierdo o que, por despiste o por llevar la contraria, algún compañero te haya cortado la pierna izquierda al entender que eso que escribiste en grande, ÉSTA NO, significara para él no ÉSTA NO ES LA QUE HAY QUE CORTAR sino CORTE ÉSTA PORQUE ÉSTA NO SIRVE. Y, qué coño, imagino que una vida con eterno parche de morfina en el pecho tampoco estaría tan mal.
Conste que no tengo miedo a la medicina, ni a los quirófanos. Estoy encantado con mi hipocondría y dispuesto a ponerme a las órdenes de un médico para cualquier tipo de tratamiento u operación. Me encanta la comida de hospital y esos pabellones de psiquiatría, con su compañía peculiar, los cigarrillos pautados y sus cinco comidas al día. Ahí es donde descubrí que el Nesquik le da mil vueltas al colacao, o donde aquel hombre me dijo una vez que sí, que todo el mundo sabía que su hermano estaba muerto, que él también lo sabía, pero que nadie podía negarle lo que podía ver: que estaba sentado en la mesa de al lado y que le hablaba.
Me sorprendió, no obstante, la cantidad de libros de autoayuda, misticismos varios que otros pacientes, personal o gente que pasaba por ahí te recomendaban. El puto Osho o el puto Paulo Coelho. Como si estar loco fuera una opción personal y no el resultado de todas las fuerzas cósmicas del universo conspirando en tu contra. Como si fuera algo de lo que no eres consciente cada minuto de cada día. Cada pastilla, una tras otra, que te recuerda el deseo de no volver a tomarlas. El deseo de volver a convertirte en esa persona a la que no puedes dejar de adorar por más que digan que todas esas fantásticas ideas que se le ocurren son perjudiciales para ti.
Y, en fin, lo peor de ser médico, en mi opinión, sin querer ofender a nadie, desde mi punto de vista, etcétera, etcétera, somos los pacientes. Somos quienes pensamos que si alguien nos ve sufrir debe acompañarnos en ese sufrimiento. Desearía ser forense porque nadie miraría mis ojos esperando ver ahí algo. La puta empatía, no sé. Porque no me moriría de ganas de decirle a los ojos que me observan que, en realidad, me importa un comino. Que no me alegro de que tu hijo esté recuperándose ni lloro contigo por la muerte de tu mejor amigo. Que yo no soy así ni quiero serlo y que lo que más detesto en este mundo es cuando acudes a mí para compartir tus miedos, tu tristeza, tu dolor o tu sufrimiento. Odio que trates de ensuciar mi conciencia con todo eso.
Odio recordar que no soy invulnerable. Que existe, en los demás, la capacidad de utilizar palabras y poner lágrimas en sus ojos y, que sólo con eso, conseguirían de mí lo que quisieran. Acabaría tentado de romper la realidad y erradicar la muerte. Y, sí, puede que me digas que eso me pasaría sólo de joven, a esa edad en la que todo parece posible. Pero, ¿sabes? En mi mente sigue pareciendo todo posible. Joder, es posible que toda esa gente a la que hubiera visto morir me visitara y se empeñara en hablar conmigo en esas tardes de soledad, cuando llueve y, con un libro en la mano, miro por la ventana. Cuando me entretengo mirando a la gente pelear contra el viento. ¿No es eso la vida? Tratar de avanzar mientras un vendaval de sentimientos, recuerdos, traumas y fatigas chocan contra ti. Porque crecer supone, de algún modo, tener la certeza de que te vas a morir y todo ese vendaval simplemente desaparecerá, “como lágrimas en la lluvia”.
No soportaría pensar que no fui capaz de salvar todo ese vendaval ni haber apagado la luz de tantos ojos demandantes. Con los muertos me llevaría mejor. Ellos también me hablarían, a veces me hablan hasta los objetos, pero sería distinto. Porque creo que los muertos se aferran a los recuerdos felices y van olvidando todo lo demás. Me contarían esas historias, me harían reír, hasta que, poco a poco, fueran olvidándose de pequeños detalles. Cómo se llamaba aquel bar, quién era la persona que me acompañaba o por qué ese deseo que apenas recuerdo ha dejado este vacío en mí.
Desaparecerían ellos y sus historias de una manera más paulatina. Buscarían mi simpatía, pero en ningún caso me considerarían un salvador. Sería, simplemente, su amigo. Alguien a quien la resaca le hunde a penetrar la noche con ellos. La noche que todo lo hace desaparecer recordándonos que habrá un mañana, más historias, quizá algunas que contar y otras que, a mi pesar, nunca podré olvidar. Historias que se confundirán con las mías, incapaces de explicarse a sí mismas o de desentrañar el mecanismo que esconde el secreto de tu sonrisa.
Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies