Todo acantilado tiene su suicida, y todo suicida deja tras de sí un reguero de dudas. No se trata sólo del hecho de si va a tener o no el suficiente coraje para hacerlo, sino también acerca de la huella que dejará tras de sí.
Resulta más sencillo suicidarte cuando no tienes a nadie o cuando tienes la máxima certeza de que no existe ningún otro habitante en el universo ni en la galaxia para la que ese acantilado y tú no sois tan siquiera una pequeña mancha de lápiz en un trozo de papel.
No tienes necesidad de preocuparte de quién heredará tu obsoleta colección de libros, ni esos manuscritos que están ahí pero nunca llegarán a nada, del dinero o más bien las deudas que dejarás a tus padres o a tus hijos, o de si dejaste el coche mal aparcado y ahí en este momento alguien llamando a la grúa para que se lleve ese coche lleno de arañazos al depósito municipal.
Porque ya hace tiempo que decidiste que no le importas a nadie. Tu existencia ha dejado de ser relevante y el lugar que ocupas en el mundo no es más que un rincón repleto de telas de araña. Eso es lo que quieren pensar los suicidas como tú. La seguridad de que su existencia no importa. Y me parece bien, no te juzgo.
Si vivieses en una cabaña de mierda perdida en un hueco del bosque que todavía ninguna editorial haya comprado para convertir los árboles que la pueblan en literatura de baja calidad, qué más da. Es más, si fueras Theodore Kaczynski y, además de habitar esa cabaña de madera, en vez de follar o disfrutar de la comida, te dedicaras a fabricar bombas caseras y enviarlas a gente inocente en nombre de un patético manifiesto, incluso me atrevería a empujarte.
Creo que debe haber pocas cosas más ridículas que un hombre cayendo por un acantilado, rebotando sobre una y otra piedra, dejando quizá souvenirs a su paso, un ojo, unos dedos o unos daditos de cráneo. Qué sé yo. Pequeños trozos de carne que con el tiempo se volverán putrefactos o acabarán convirtiéndose en fósiles. Eso en el mejor de los casos.
Si lo piensas es casi tan ridículo como el sexo: dos cuerpos desnudos en una habitación, inseguros, tratando de darse placer mutuamente sin saber muy bien cómo. Y, sin embargo, en una habitación puede caber un mundo entero con su deseo y su candor
Y, mientras dos amantes se abrazan en un piso sin calefacción, tú sólo eres capaz de encontrar nada ante la inmensidad del mar.
El secreto de los acantilados
Estás ahí y no eres capaz de detener tu mente un momento para preguntarte el secreto de las olas. Dónde nacen las olas. ¿Alguna vez te lo has preguntado? Siempre chocando. Moldeando, poco a poco y a la vez, todos los continentes que rodean. Sumidas en una espiral de derrotas diarias y constantes. El mar, los continentes, los peces, los ríos, los manantiales y los barcos siempre estarán ahí.
Pero tú quizá no. O quizá sí, en el infierno. Ese lugar que tanto obsesiona a los papas, será por la decoración supongo.
Tú quizá ya no estés ahí. Quizá rompas esta hoja y nunca vuelvas a saber lo que se siente cuando entras a un bar en una noche de nieve y te bebes un café con leche caliente, no vuelvas a sentirte igual pero diferente después de leer un libro que te ha tocado de lleno, jamás a partir de hoy calmes tu sed un tranquilo mediodía de agosto con una botella de congelado vino blanco y quizá tampoco vuelvas a dirigirle la palabra a alguien ni a perder la conciencia sólo recibiendo una pequeña caricia o el choque de unos labios sinceros.
Y ahora, mirando al mar, antes de que tú o yo callemos para siempre, dime: ¿Tanto frío hace ahí arriba?
Cuando Eva decidió comerse una manzana y así infligir el mayor castigo posible, la necesidad de trabajar, a todo el género humano, ésta no fue la única de las consecuencias de sus actos. Dios les dijo también algo así como que se avergonzarían de su desnudez, es decir, convertiría al hombre y a la mujer en los únicos animales que necesitarían ir vestidos para no pasar vergüenza.
E inventarían la ropa. Esa herramienta que usamos para esconder nuestros defectos, por ejemplo, con ropa ancha que disimule nuestros michelines, o crear una falsa ilusión sobre nuestras virtudes con el maquillaje, las fajas o los sujetadores push up.
Quizá porque fue una mujer la que cometió aquel pecado imperdonable, son las mujeres las que más sufren la necesidad de esconder sus defectos a toda costa. Porque Dios decidió crear una sociedad donde convertirlas en objeto de deseo y disfrute del sexo masculino.
Dirán que eso está cambiando porque cada vez somos un poco más feministas y ateos, al menos los wokes y los progres, a quienes a veces se podrá criticar diciendo que sólo defienden esos ideales para no desentonar en la dictadura judía puritana de pensamiento único. Aunque, en cualquier caso, da igual, porque no consigo encontrar la diferencia entre ser y parecer o adaptar nuestro comportamiento a lo que se espera de nosotros.
Pero, si lo pensamos fríamente, quizá una mujer hermosa pueda conseguir muchas cosas con sólo pedirlas. Cosa que no es capaz de conseguir el más apuesto de los hombres que, compartirá con todos los de su especie, unos genitales exteriores que, en todo momento, le recordarán lo ridículo que es en realidad su deseo sexual.
¿Por qué una mujer masturbándose resulta sensual y un hombre haciéndose una paja en el wáter sórdido? No por otra razón más que la de que el zumba zumba resulta altamente ridículo. Tanto como ese bulto marcado en el pantalón que nos convierte en tan predecibles como ridículos, desnudos, con un preservativo colgando, intentando penetrar a nuestra pareja sexual en una situación casi siempre problemática tanto cuando no conseguimos que nuestro soldadito esté lo suficientemente firme, cuando se nos sale continuamente, cuando nos vamos demasiado rápido o cuando no conseguimos concentrarnos lo suficiente como para hacerlo. Y, después, nos convertimos en una masa sudorosa, agotada, triste sempre post coitum y despreocupada del placer ajeno, en parte porque siempre tenemos ahí a la otra parte dispuesta a darnos unas palabras de ánimo independientemente del nivel de su disfrute.
No, creo que Dios no castigó a la mujer con la vergüenza que provoca su desnudez, o no solamente con ello sino con la tortura de convivir con seres que consideran el sexo como fuente de placer propio, que suplican en la cama date la vuelta que necesito correrme. Incapaces de controlar sus instintos y preservar su identidad. Y capaces de violar a mujeres y a niños sólo para conseguir unos segundos de satisfacción que nunca son suficientes ni consiguen saciar esa inherente crueldad que oculta un ese profundo sentimiento de insatisfacción que forma parte de su naturaleza.
Si hubiera estudiado medicina, cosa que no hice no tanto por falta de vocación como de capacidad, tengo bastante claro que en el momento en el que has de elegir a qué rama te quieres dedicar yo no hubiera dudado demasiado: me habría decantado por la medicina forense. No tanto por amor a los muertos como por rechazo a los vivos.
No por torpeza, que hubiera sido un buen motivo, sin duda. Cualquiera que me conozca, aunque en realidad puede que nadie lo haga, que nadie conozca a nadie y que yo sea el nadie de nadie, cualquiera que se detenga a observarme durante más de cinco minutos, notaría aún sin ser siquiera mínimamente perspicaz, que el trabajo de cirujano, eso de cortar, extraer, coser y limpiar no es lo mío. Para empezar, nunca he sido capaz de enhebrar una aguja, por más que chupe el hilo, no, qué va, imposible. Y, aparte de eso, soy muy despistado, capaz de sacar un apéndice e intercambiarlo por un reloj, un paquete de kleenex o dónde coño he dejado yo mis auriculares.
Anestesista (¿hace falta ser médico para eso?) acabaría en desastre. Sería de esos que se reparten las dosis con los pacientes, pues tampoco duele tanto eso de que un médico te coloque un ebook donde debía estar tu pulmón izquierdo o que, por despiste o por llevar la contraria, algún compañero te haya cortado la pierna izquierda al entender que eso que escribiste en grande, ÉSTA NO, significara para él no ÉSTA NO ES LA QUE HAY QUE CORTAR sino CORTE ÉSTA PORQUE ÉSTA NO SIRVE. Y, qué coño, imagino que una vida con eterno parche de morfina en el pecho tampoco estaría tan mal.
Conste que no tengo miedo a la medicina, ni a los quirófanos. Estoy encantado con mi hipocondría y dispuesto a ponerme a las órdenes de un médico para cualquier tipo de tratamiento u operación. Me encanta la comida de hospital y esos pabellones de psiquiatría, con su compañía peculiar, los cigarrillos pautados y sus cinco comidas al día. Ahí es donde descubrí que el Nesquik le da mil vueltas al colacao, o donde aquel hombre me dijo una vez que sí, que todo el mundo sabía que su hermano estaba muerto, que él también lo sabía, pero que nadie podía negarle lo que podía ver: que estaba sentado en la mesa de al lado y que le hablaba.
Me sorprendió, no obstante, la cantidad de libros de autoayuda, misticismos varios que otros pacientes, personal o gente que pasaba por ahí te recomendaban. El puto Osho o el puto Paulo Coelho. Como si estar loco fuera una opción personal y no el resultado de todas las fuerzas cósmicas del universo conspirando en tu contra. Como si fuera algo de lo que no eres consciente cada minuto de cada día. Cada pastilla, una tras otra, que te recuerda el deseo de no volver a tomarlas. El deseo de volver a convertirte en esa persona a la que no puedes dejar de adorar por más que digan que todas esas fantásticas ideas que se le ocurren son perjudiciales para ti.
Y, en fin, lo peor de ser médico, en mi opinión, sin querer ofender a nadie, desde mi punto de vista, etcétera, etcétera, somos los pacientes. Somos quienes pensamos que si alguien nos ve sufrir debe acompañarnos en ese sufrimiento. Desearía ser forense porque nadie miraría mis ojos esperando ver ahí algo. La puta empatía, no sé. Porque no me moriría de ganas de decirle a los ojos que me observan que, en realidad, me importa un comino. Que no me alegro de que tu hijo esté recuperándose ni lloro contigo por la muerte de tu mejor amigo. Que yo no soy así ni quiero serlo y que lo que más detesto en este mundo es cuando acudes a mí para compartir tus miedos, tu tristeza, tu dolor o tu sufrimiento. Odio que trates de ensuciar mi conciencia con todo eso.
Odio recordar que no soy invulnerable. Que existe, en los demás, la capacidad de utilizar palabras y poner lágrimas en sus ojos y, que sólo con eso, conseguirían de mí lo que quisieran. Acabaría tentado de romper la realidad y erradicar la muerte. Y, sí, puede que me digas que eso me pasaría sólo de joven, a esa edad en la que todo parece posible. Pero, ¿sabes? En mi mente sigue pareciendo todo posible. Joder, es posible que toda esa gente a la que hubiera visto morir me visitara y se empeñara en hablar conmigo en esas tardes de soledad, cuando llueve y, con un libro en la mano, miro por la ventana. Cuando me entretengo mirando a la gente pelear contra el viento. ¿No es eso la vida? Tratar de avanzar mientras un vendaval de sentimientos, recuerdos, traumas y fatigas chocan contra ti. Porque crecer supone, de algún modo, tener la certeza de que te vas a morir y todo ese vendaval simplemente desaparecerá, “como lágrimas en la lluvia”.
No soportaría pensar que no fui capaz de salvar todo ese vendaval ni haber apagado la luz de tantos ojos demandantes. Con los muertos me llevaría mejor. Ellos también me hablarían, a veces me hablan hasta los objetos, pero sería distinto. Porque creo que los muertos se aferran a los recuerdos felices y van olvidando todo lo demás. Me contarían esas historias, me harían reír, hasta que, poco a poco, fueran olvidándose de pequeños detalles. Cómo se llamaba aquel bar, quién era la persona que me acompañaba o por qué ese deseo que apenas recuerdo ha dejado este vacío en mí.
Desaparecerían ellos y sus historias de una manera más paulatina. Buscarían mi simpatía, pero en ningún caso me considerarían un salvador. Sería, simplemente, su amigo. Alguien a quien la resaca le hunde a penetrar la noche con ellos. La noche que todo lo hace desaparecer recordándonos que habrá un mañana, más historias, quizá algunas que contar y otras que, a mi pesar, nunca podré olvidar. Historias que se confundirán con las mías, incapaces de explicarse a sí mismas o de desentrañar el mecanismo que esconde el secreto de tu sonrisa.
Cuando decidimos no guardar los cambios las palabras desaparecen, pero su significado sigue pesando. Quizá incluso más que antes. Porque, cuando la literatura no puede arreglar la realidad, nada puede hacerlo. Excepto tú, tú sí que podías, convertir la vida en algo perfecto con una sonrisa en una fotografía de tu cara bañada por el sol, o con frases que nunca logré entender y mi cabeza apoyada entre tus piernas mientras me tocabas el pelo con dulzura, hipnotizándome con tu voz, normalmente aguda, entonces ronca.
Nos dormimos en aquel sofá, ajenos a ese incendio que iba a devorar nuestras vidas. La luz del sol oscurece al atardecer. Esa hora en la que intenté escribirte una carta que, por arte de magia, hiciera desaparecer todo el dolor. Pero fui incapaz de despedirme y, al contrario, me limité a enumerarte todos mis reproches, a despreciar tu compañía. A pesar de que lo único que ansío en este momento es que volvamos a estar juntos.
Todo es mentira. Mentira el amor. Estúpidos esos que dicen que no podrían pasar dos meses sin follar o la idea de que sufrir por amor consiste en desollarse la piel, coleccionar heridas profundas que nunca dejarán de escocer en un mar de lágrimas. Mentira que no puedo vivir sin ti, sé que puedo hacerlo, pero la vida se me antoja tan oscura. Oscura y dolorosa, y caprichosa, decidida a recordarme tu ausencia en todo momento.
Me imaginaba que era una roca. Pero supongo que las rocas también se cansan del golpeteo constante de las olas del mar. Envejecen, poco a poco, cansadas de mirar a un horizonte que jamás alcanzarán. El problema es que quizá pensemos que el amor compensa eso. Por eso ahora pienso que mi vida está vacía. Y prefiero odiarte a pensar que antes también lo estaba. No guardar antes de reconocerlo. Aunque las palabras duelan igual.
Estaba en el parque, con Carla, era un decir, porque ella estaba en algún lugar dentro de la locomotora, uno de aquellos imposibles de verse a través de los ojos de un adulto. Quizá estaba hablando con alguna de sus amigas. ¿De qué hablan las niñas de cinco años? No lo sé, sólo recuerdo una vez, en la guardería, bromeando con Eneko, pasándole la goma por el brazo y diciendo: “te voy a borrar”, mientras el resto de nuestra mesa redonda estallaba en carcajadas.
Así es el mundo de los niños. Nosotros lo fuimos alguna vez y no somos capaces de recordar cómo era. Y miramos cómo se ríen y se divierten, con un gesto melancólico, provocado por la sensación de que ya nunca seremos capaces de reír ni de sorprendernos con aquella franqueza. De repente, llegó un hombre, sudamericano, acompañado de varias mujeres, un micrófono y un altavoz. Por supuesto ellas tenían nombres, pero yo no los conocía, motivo por el cual las confundía con parte del atrezzo.
Una de ellas se acercó al micrófono: “Hola, hola” y, acto seguido, cuando comprobó que todo estaba bien conectado, se puso a cantar. Una canción irritante dedicada a su mejor amigo, Jesucristo, aquél que le quería, le escuchaba y le ayudaba en los momentos difíciles.
Pensé lo mismo que pensaba de aquellos adolescentes que fumaban porros en los bancos inmediatamente colocados enfrente de los columpios. Ellos también ponían música a todo volumen, y a veces cantaban. Andaban como personajes de una película de Sergio Leone, cada uno con su propia música, necesitados de comunicar al mundo sus preferencias, como paso necesario para encepar su identidad. Quizá ambos piensen que su música podría ser capaz de modificar mi punto de vista, pero me temo que no.
Los cristianos pentecostales, así se presentaron, estaban colocados al otro banco del parque y yo en medio, intentando vanamente concentrarme en el libro que me había llevado, uno sobre la Alemania de Weimar. Aquel lugar idílico en que el arte, la vida y el sexo todavía tenían sentido. Donde los hombres se reían con la franqueza de un niño, del mismo modo que se esforzaban al máximo por aprehender todo lo que había a su alrededor con la curiosidad inherente a la infancia.
Pudiera ser que Alemania fuera un paraíso antes de la llegada de Hitler, pero algunos historiadores y periodistas interesados, los hombres de aquella república eran personas de chicle, y sus articulaciones no eran lo suficientemente firmes como para cargar sobre sus hombros con el peso de la historia. Pero Hitler sí era capaz, sólo por eso los alemanes se entregaron a él, porque prometió hacer Alemania grande de nuevo. Y la hizo, por un tiempo, para después hundirla en una humillación mucho mayor de la sufrida en la Primera Guerra Mundial, la de un país dividido, controlado, teñido de vergüenza y derrotado. ¿Por qué seguimos creyendo en Jesucristo a pesar de todos los genocidios, las mutilaciones y la violencia sexual?
No lo sé, es probable que Alemania necesitara un mesías para despertar y que los pentecostales no fueran tan diferentes, en su empeño de tratar de cooptar miembros para su iglesia. Ellos se presentaron, y no sé si nadie se había detenido para escucharlos, pero ellos hablaban del lugar en el que estaba su iglesia, un lugar tocado por la mano de Dios en el que todos compartían creencias y problemas.
Supuse que ahí podrían ser niños, porque yo cuando era pequeño creía en la existencia de Dios de manera natural. Era lo que me habían enseñado mis padres, lo que nos habían contado en el colegio. Jesucristo cargó con el pecado original para librarnos de todos los pecados, algo así. Y debíamos querer a Jesucristo, que en ocasiones era un bebé indefenso y en otras un señor con barba que caminaba hacia la cruz.
El mismo Jesucristo ungido en Alemania, o en España. Mi suegro, hace poco, me dijo que su visión de España había cambiado mucho. De niño estaba convencido de que se trataba de una unidad de destino universal, una, grande y libre que alumbraba al mundo. Hoy no piensa así, ha dejado de ser un niño que sabe que no tenemos tanto de lo que presumir.
¿Por qué dejamos de creer en algunas cosas cuando nos hacemos mayores y en otras no? ¿Por qué es tan fácil dejarnos embaucar? Supongo que porque consciente o inconscientemente queremos hacerlo. Porque es una salida fácil, pensar que alguien conoce quienes son nuestros enemigos, cuál es el camino que hay que recorrer y saber a quienes tenemos que extirpar.
Pensé entonces, poseído por mi inherente esnobismo, en acercarme y hablarles de la paradoja de Santo Tomás de Aquino, aquella que cuestiona la existencia de un Dios omnipotente. Dice básicamente que, si Dios es omnipotente, debería poder crear una roca que él mismo sería incapaz de levantar pero, si lo hiciera, no sería todopoderoso, al ser incapaz de levantar dicha roca.
A mí me vale cono negación de la existencia de Dios, al menos la de un Dios omnipotente y todopoderoso, claro. Supongo que, de haberme levantado, aquel hombre o alguna de las mujeres que le acompañaba, me hubieran escuchado con una sonrisa franca, contestándome algo imposible de rebatir: Dios es capaz de crear esa roca y al mismo tiempo capaz de levantarla, porque la fe va más allá de cualquier otra lógica, no es algo que podamos explicar, nada sujeto a las reglas de la gramática ni de la comprensión, es algo que sentimos, que sabemos más allá de cualquier consideración, como el niño que está convencido de que nunca crecerá, de que nunca morirá y de haber sido el primero en descubrir aquellos secretos de la naturaleza que a los adultos, debido a su constante repetición, han dejado de parecernos algo especial o único.
Supongo que no puedes convencer a un converso, a alguien que no se rige por la lógica sino que busca en todas partes los hechos que le hagan sentir que aquello que lo que piensan es cierto. No tendría sentido creer si no fuera imposible hacerlo.
No somos muy diferentes a ellos. Nosotros también buscamos agarrarnos a algo o alguien que nos proteja, como haría un Dios omnipotente. Alguien que nos haga sentir que conocemos los engranajes que mueven el mundo, o que hemos depositado nuestra confianza en alguien, un líder político, un populista o un dictador, que los conoce.
O crees en Dios o no crees. Y nosotros tratamos de eliminar la duda de nuestro diccionario, porque toda duda es la señal de que podemos estar equivocados y, en fin, que aquel que tenemos enfrente, contra el que quizá no tenemos nada, que quizá no nos guste ni nos caiga bien, da igual, puede que tenga razón. Y puede entonces que tengamos que replantearnos nuestra visión del mundo.
Personalmente, prefiero la duda a la certeza, porque la duda nos permite ser libres, la certeza no. La certeza nos obliga a negar casi todo lo que escuchamos, para que nuestra visión de las cosas no se derrumbe como un castillo de naipes. Nunca tenemos en cuenta los naipes que hubieran quedado en pie, cerrándonos a la posibilidad de que otro nos pueda ayudar a construir uno más alto. Porque la duda es cultura, y hemos pasado a un punto en que hemos dejado de aspirar a ella porque sólo nos hace sentir inferiores. Hemos llegado al punto en que es más importante ganar la discusión que aprender de ella.
Sin embargo, yo también estoy encerrado en una paradoja, y vuelvo a mirar a Carla. Viene hacia mí, llorando, me dice que se ha dado un golpe en la frente con una esquina, a lo que yo respondo con un beso, que le hace volver a sentirse segura. Pienso en lo mucho que hemos tenido que trabajar en eso, en disolver poco a poco todas las dudas que le acompañaban cuando llegó a notros y conseguir que abrazara la certeza de que siempre estaríamos ahí para quererla, cuidarla y protegerla.
En este caso, preferimos la certeza a la duda, convencidos de que es lo mejor para ella, lo que me lleva a dudar también de mi preferencia por la duda. En fin, lo cierto es que los niños sólo quieren saber que el mundo mañana seguirá siendo igual, seguirán estando sus padres ahí para lo que necesiten y, sobre todo, para escucharles, porque en su verbo habita la magia de las cosas que con los años hemos olvidado.
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