Observo como la gente adorna sus mascarillas con diversos emblemas, como si estos pudieran servir como una especie de escudo, no térmico como el que protege a las naves espaciales de las altas temperaturas, sino de tipo sanitario, como si esa bandera desplegara un campo de fuerza a su alrededor que impediría la entrada del virus.
O quizá se trate de un requisito sin e qua non para poder considerarte español, o catalán, o vasco. Sólo eres patriota si luces con orgullo tu bandera. Vale, pero, ¿qué es ser patriota?
Eso es lo mejor de todo. Patriota puede ser lo que tú quieras. Puedes creer que ser patriota significa votar a un partido que te protegerá de un gobierno totalitario que quiere destruir España o, por el contrario, si utilizas otra bandera, que estás a favor de una República Catalana en la que, liberados de la opresión del estado español, los catalanes vivirán en una sociedad vanguardista en la que ya no habrá crisis ni pandemias.
Homenaje a la bandera
Del patriotismo constitucional hemos pasado a un patriotismo famélico basado en símbolos y utopías de corto recorrido que da igual que no se cumplan porque siempre queda a quien culpar, ya sea a los españoles, a la inmigración, a la estupidez de la gente, así en general, de la que al parecer no somos parte, o a la izquierda totalitaria comunista soviética bolivariana.
Un patriotismo imaginario, al fin y al cabo. La defensa de ideologías que ya ni quieren ni necesitan un encuadre en nuestra realidad. Puede decirse que vivimos una eterna adolescencia en la que creemos saber lo que queremos y sabemos que lo queremos ahora. Simplificando el mundo alrededor donde la autoridad y el imperio de la ley que antes reconocíamos ahora sólo son elementos arbitrarios que se oponen a lo que estamos convencidos que debemos obtener por derecho.
Mucho se habla, por ejemplo, del Régimen del 78. En muchas ocasiones sin haber leído la constitución o tener apenas nociones de historia. Nuestra transición no fue modélica, cierto, fue un período convulso y sangriento, con infinidad de atentados y asesinatos con motivaciones políticas.
Sin embargo, ni se nos ocurre pararnos a pensar que se trataba de poner de acuerdo a 37 millones de personas, en el miedo de volver a otros cuarenta años de dictadura ni que la realidad es, por definición, imperfecta.
Ahora ya somos casi 47 millones. Nuestra sociedad agrupa a una población más heterogénea y fragmentada. Y pretendemos arreglarlo todo con leyes que digan que tenemos razón y que hay que ilegalizar al contrario.
Homenaje a la bandera
Pues bien, pienso, como hijo de la constitución nacido en 1978, que somos quizá una generación más preparada que la anterior pero también, y sin duda alguna, la peor generación que haya existido. Una generación mimada hasta la nausea incapaz de comprender que los derechos se defienden. No se otorgan por arte de magia. Una generación tendente a demonizar al contrario y volar todos los puentes de diálogo.
La política es un nuevo paradigma basado en el postureo, más preocupados por quién va a salir en la foto que en qué consiste la ley que se va a aprobar. Nos definimos más por oposición que por afinidad. Quizá eso se deba a una clase política de bajo perfil que no ha conseguido hacer que votemos con ilusión limitándonos a escoger siempre el mal menor.
Mientras pedimos leyes creyendo que un simple texto legal va a suplir graves carencias en nuestra educación, detestamos la igualdad, pedimos la ilegalización del contrario y reducimos el diálogo a patéticos zascas en Internet adaptando la realidad al discurso y no al revés, creyendo que aquello que nos negamos a ver o reconocer dejará de existir por arte de magia.
Winners don’t use drugs. Eso es lo que rezaban las máquinas de los salones recreativos cuando éramos niños. Lo recuerdo, bajo el escudo del FBI, de quienes lo único que sabíamos es que eran los federales, aquellos que pretendían robar el caso a esos policías que fueron los héroes de nuestra infancia.
Resulta paradójico que decidieran poner aquel mensaje ahí, en la que fue la primera gran adicción de muchos de nosotros. Nadie hablaba todavía de ludopatía infantil, pero nosotros, ajenos a todo aquello, esperábamos al viernes para convertir nuestra paga de veinte duros en cuatro monedas de cinco y meterlas en la máquina, en un intento inconsciente y vacuo de escapar de una realidad persistente que apenas comprendíamos.
A esa adicción siguieron muchas más, obviamente.
En la presentación del cinematógrafo de los hermanos Lumière proyectaron las imágenes en movimiento de una locomotora llegando a la estación. Los espectadores, nunca antes hubo testigos de algo semejante, acabaron algunos huyendo, otros, mareados, vomitando. Aquellas imágenes en blanco y negro acabaron confundiéndose con la realidad.
Nosotros hemos llegado más lejos todavía. Estamos en el punto en que nuestra existencia se ha fusionado con nuestro reflejo. Las pantallas y las cámaras nos poseen, nos vigilan, nos excitan y nos esclavizan. Todos nuestros datos están almacenados en discos duros. Si desaparecieran, dejaríamos de existir. Si nadie nos pudiera grabar, nada de lo que haríamos tendría la menor importancia. No somos diferentes de las sombras, inexistentes cuando no hay iluminación. Somos coleccionistas de historias, desde pequeños, venciendo a los malos, uno tras otro, protegidos bajo el cobijo de un avatar, asumiendo personalidades ajenas, vidas alternas cuyo movimiento capturamos en pantallas, en un relato o en una película y, en el exterior, reducidos a datos, sólo queda de nosotros la decisión de un algoritmo que capta nuestra alma al ritmo de los clicks del ratón.
Somos los que vivimos con la única finalidad del proyectar una imagen ante los demás. Nuestro sustento depende de ello, nuestra realidad es pensamiento único, vigilancia constante, nuestra imagen en blanco y negro en la pantalla de una cámara de seguridad en una estación antes de desaparecer por decisión de un mártir empeñado en agradar a su dios a base de amonal y metralla. Somos lo que los demás imaginan, pedazos de imágenes sugerentes en redes sociales, textos que tratan de aprehender nuestra esencia sin definirnos, porque lo cierto es que no sabríamos como hacerlo, ya que somos los que no vivieron, el reflejo de una existencia perfecta que nunca vamos experimentar.
Éste es el fin del mundo. Suenan las sirenas anunciando un inminente ataque nuclear. Paseáis por los supermercados y los centros comerciales preguntándoos si merece la pena pasar por caja. Intentáis llamar a vuestros familiares para darles el último adiós, pero no podéis: todas las líneas están colapsadas. Y es ahora, cuando va a suceder lo inevitable, el momento en que os arrepentís de haber votado a aquel loco que tomó la decisión de entrar en guerra con una superpotencia extranjera sólo porque eso le garantizaba un alto índice de popularidad en las redes sociales.
Vosotros, como siempre, aplaudiendo a cualquiera que diga que va a tener mano dura, contra esos estados que llamáis terroristas; o contra los inmigrantes, la gente blanca sin trabajo que cobra alguna ayuda social o, simplemente, contra aquellos que no piensan como vosotros. Necesitabais un enemigo, hasta el final. Ahora mismo.
Y yo desapareceré sin guardaros apenas rencor. Porque vosotros sólo erais una panda de gilipollas. Las clases desfavorecidas que vivíais de la ilusión de ser de clase media. Aunque no tuvierais inteligencia ni un mínimo de cultura. No como nosotros, la verdadera clase media, liberal y comprometida. Aquellos que en nuestra adolescencia escribíamos loas a la muerte, al final de todas las cosas. Los que pasábamos el tiempo convencidos de que daba igual votar o no votar; asistir a manifestaciones o integrarnos en un movimiento social no merecía la pena. Porque el mundo se ha convertido en un lugar hostil e ignorante; un recorrido que hace tiempo ya dejó de merecer la pena. Sólo por vuestra culpa, atajo de imbéciles dispuestos a rendir culto al profeta que anunciaba las verdades que queríais oír. Porque al final sólo se trataba de eso, de vivir de la ilusión de que teníais razón. En todas aquellas diatribas que soltabais en la barra del bar, convencidos de que teníais soluciones fáciles para los problemas complejos.
Convertisteis el orden en desorden. Vuestra imagen de Dios sólo estaba en vuestra cabeza y nunca os parasteis a penar que quizá si esa aberración existirá, tal vez nos hubiera creado con el único fin de divertirse contemplando nuestra autodestrucción. Ya que aquello tuvo que acelerar con un meteorito, aburrido ya de dinosaurios que no hacían más que comerse sus excrementos o los unos a los otros. Fue sólo un experimento inútil. No necesitaba criaturas majestuosas que dominaran la tierra, sino una especie de diminutos seres frágiles que, creyéndose inteligentes, iniciaran la aniquilación de todas las especies que existen en nuestro planeta hasta acabar consigo mismos.
No sé qué criaturas vendrán a sustituirnos. Quizá una especie de cucarachas superdotadas, capaces también de ponerse un cinturón de explosivos en la cintura para suicidarse llevándose consigo las más posibles de su propia especie. Serán un poco más resistentes, pero en todo lo demás como nosotros. Esconderán sus excrementos, detestarán el olor de sus semejantes y sentirán una terrible indefensión cuando se encuentren desnudos frente a otros.
Interpretarán esa fragilidad como el inicio de algo llamado amor. Algo destinado a salvarles a todos. Y sufrirán cuando el amor termine, y volverán a ilusionarse otra vez. Habrá momentos incluso en los que se crean los amos del firmamento, investidos del derecho a cumplir sus sueños. A sentirse únicos en un océano en el que algunas gotas estarán más sucias que otras, pero gotas al fin y al cabo. Solamente capaces de ponerse de acuerdo para producir una ola gigante que arrase con todo. Unas pocas harán fuerza y las demás se dejarán llevar por la corriente.
¿Y después? ¿Seguirá habiendo vida en este planeta? ¿Volverán algún día a crecer las flores? ¿A quién demonios le importa eso ya?
Menos a mí que a nadie. Que me encuentro ya casi al final de mi historia. De nuevo atrapado en aquella habitación naranja. Sin posibilidad de, al menos contemplar el apocalipsis, porque aquí no hay puertas ni ventanas. Siempre aparezco aquí y en algún momento una puerta aparece en algún lugar de la habitación. Siempre cuando mi grado de desesperación alcanza el límite. Pero esta vez no va a ser así, no sólo porque esta vez no soy yo quien va a salir sino ellos los que entrarán en algún momento, sino porque la sirena no deja de sonar en mi cabeza. Recordándome que el fin ya ha llegado y la única opción que me queda en este momento es la de luchar.
No hay muebles en esta habitación. Nada que pueda usar para defenderme, así que cuando uno de ellos, aquellos hombres enfundados en trajes negros estilo película del Quentin Tarantino que todavía conservaba algún talento, los mismos que llevaban días siguiéndome y acabaron encerrándome aquí, cuando el primero de ellos entre por el lugar que sea que aparezca una salida esta vez, saltaré sobre su cara, apretaré sus ojos hacia el interior con todas las fuerzas de que sea capaz, hasta que sus gritos se superpongan a esta sirena que ya me está provocando un agudo dolor de cabeza y mis manos se llenen de sangre.
Pero tardan mucho. Quizá esté ahora en un búnker bajo tierra y la historia que intento contaros no tenga ninguna relevancia. Porque estáis todos muertos, incluso ellos. Y a mí sólo me quedan días de angustia y dolor, hasta morir de hambre mientras mi mente se sigue paseando por los lugares más insospechados.
Intento recordar mis vídeos de música favoritos de los años ochenta. Recuerdo sobre todo a Status Quo, in the army now. Es curioso recuerdo la sensación derrotista pero el vídeo en sí. El caso es que no lo he vuelto a ver desde que era niño. Recuerdo también take on me. Me mimetizo con ese vídeo y empiezo a recordarlo todo dibujado en blanco y negro. Entro en aquel espacio irreal en el que sólo consigo sumergirme bajo el efecto del flunitrazepam. Y soy un niño, dibujando todo lo que recuerdo de aquella época. Porque nosotros nacimos en una generación que, quizá por primera vez, no estaba destinada a alcanzar grandes metas, sino solamente para observar desde la ingravidez un mundo que se destruye a sí mismo.
Lo primero que dibujé fueron los bombarderos, planeando entre las nubes. El sol sonreía hasta que se percató de su presencia. Tenía cuatro años y por eso no pude pintar nada mejor que una cara triste. ¿Recordáis aquellas imágenes? Seguro que las habéis visto mil veces en infinidad de películas. El avión avanza, rompiendo el viento y, al principio, la ciudad se ve muy pequeña, apareciendo poco a poco mientras las nubes se van disipando. Se va haciendo cada vez más grande. Llega un momento en que los monstruos mecánicos se sitúan en el centro de la ciudad y empiezan a soltar su carga letal. Entonces se dibuja una seta gigante y la onda expansiva va destruyendo todo a su alrededor.
Ése fue el fantasma nos aterraba en nuestra niñez y que escondía otro mucho mayor: la crisis. Porque su onda expansiva destruyó las fábricas, condenó a la juventud de nuestros barrios a la precariedad y a la drogadicción. La misma onda expansiva que fue acabando con los dibujos de nuestra niñez. Acabó con las fábricas, algunas de las cuales ya estaban en ruinas; con aquel dibujo de un grupo de obreros unidos contra el patrón. Se borraron las palabras comunidad y solidaridad y fueron sustituidas por el miedo y la rabia contra todo el que es diferente. Y en aquel dibujo todas esas siglas de sindicatos y partidos políticos que la clase obrera pensaba que le defendían fueron perdiendo sentido.
Y entonces yo caminaba en círculos, como muchos otros, pero no eran círculos concéntricos sino una espiral; de estudios que no nos habían servido para nada; de imágenes en los medios de comunicación conservadores, donde los inmigrantes de aspecto islámico caminan con machetes por la calle; de alcohol y heroína; de oficinas llenas de cubículos individuales donde estaba prohibido que los trabajadores hablaran unos con otros; de talleres textiles en el fin del mundo donde aquellas chicas, apenas adolescentes, trabajaban en condiciones de esclavitud; de políticos hablando de flexibilizar el mercado laboral; de esa nueva juventud amenazante que se organiza en bandas en el parque, que cualquier noche uno de ellos puede acercarse a ti y violarte o clavarte varias veces el cuchillo que esconde bajo la chaqueta; de los atentados, los coches llenos de polvo, la personas que buscan sus miembros amputados entre una niebla de polvo; de fascistas levantando el brazo mientras una panda de viejos cada vez más ricos se regocijan; de un mundo en que las reglas ya no tienen sentido porque las cambian a su antojo y únicamente puedes limitarte a la no tan difícil tarea de seguir la corriente y tratar de sobrevivir.
Y ahora dejad que deje de dirigirme a vosotros y me dirija sólo a ella. Porque sobrevivir es eso trataba de hacer yo cuando te encontré. Encontrar un sentido más allá de la supervivencia, algo más allá del dolor que me acompañaba siempre. El mismo que me acompañó desde niño. A pesar de haber nacido en una familia de clase media y haberlo tenido más fácil. De haber encontrado un trabajo muy bien remunerado y vivir en una de esas zonas ricas de la ciudad donde puedes pasear tranquilamente entre gente de tu propia raza.
No podía creer en nada y decidí creer en ti. Había pasado muchos años sometiéndome a rituales de autodestrucción y anomía que me llevaron a encontrarte. A ti, la asombrosa Nina Gold, aunque sepa que ese no es tu verdadero nombre. Decidí ser tu esclavo, entregarte todo lo que tenía y vivir según tus reglas. A cambio prometiste dotar de un sentido a mi existencia. Uno basado simplemente en la satisfacción de tus caprichos y deseos.
Por ti estoy atrapado en esta habitación. Por la necesidad de encontrarte, sentirte, tocarte y salvarte, aunque tú no creas merecer aquella salvación. Yo te la conseguiré, sean cuales sean las consecuencias.
Y ahora caigo en la cuenta de que las sirenas hace un rato que ya han cesado, que puede que no estemos en los albores del fin del mundo sino en el inicio de un nuevo comienzo. Migas de cal empiezan a caer sobre mi rostro. Ahora sé que entrarán por el techo y también sé que no estoy muerto.
Sé que a pesar de ser apenas capaces de mantenernos en pie, todavía nos quedan fuerzas para luchar por aquello en lo que creemos.
Algunas veces, la mejor opción, es el camino más fácil. Yo, sin embargo, ante cualquier disyuntiva, no tengo ninguna duda: siempre escojo el camino imposible.
Resulta mucho más dramático, un paso más, junto al alcoholismo, para saciar mi necesidad de ser recordado como un poeta maldito.
Esta noche ha sido noticia el fallecimiento del escritor Ernesto Bánegas, famoso, además de por obras como “SITCOM” y “cosas imaginarias”, también por llevar una vida desordenada no exenta de polémicas. El escritor, muerto, de acuerdo con la nota de prensa escrita por la familia, a causa de complicaciones en una operación; solía afirmar que su alcoholismo era consecuencia de las pesadillas que le atormentaban cada noche.
Se despertaba sintiendo que miles de arañas recorrían su piel. Cada noche era para él un encuentro con la desesperación ya que siempre temía morir por una de sus picaduras. Decía que, por esa razón, le resultaba imposible irse a dormir sin antes hacer una larga visita a su mueble bar para beber hasta quedar inconsciente. Además del alcohol se rumorea que también coqueteaba a menudo con el rohipnol y el lormetazepan.
Solía despertarse después en plena noche, en posturas imposibles, tumbado en el sofá o sentado sobre una alfombra con la cabeza apoyada en la mesa de su salón. Decía que en aquellos momentos su ánimo era más débil y su inspiración más fuerte, cuando todas las musas de los siete reinos de la literatura acudían a visitarle y él les pagaba escribiendo un conjunto de palabras mágico, desordenado y sublime. Sin duda no plato de buen gusto para cualquier lector, porque había quien veía en él a un genio mientras otros le acusaban de farsante.
Descanse en paz un héroe literario que, en su vida privada, siempre se mostró como un cobarde ante los vaivenes de la existencia.
Supongo que es demasiado largo para un epitafio y, sin embargo, es lo que me gustaría que pusieran en mi tumba. Algo que no me describiera en absoluto ser recordado como un personaje literario, porque las personas siempre mueren y ellos no: son dueños de un olvido que nunca llega.
La realidad es que si mi vida fuera literatura sería mucho más apasionante que la tuya.
Lo cierto es que si bebo tanto no es para ahuyentar a las pesadillas, sino para no echarlas de menos al despertar.
Y, sobre las teclas, no consigo recordarlas tal como fueron y vuelo por encima de la realidad, atravieso las paredes y escupo rayos láser a través de mis ojos.
O me quedo, sin más, sentado en un sofá, mirando como el infinito se transforma en un conjunto de burbujas lisérgicas hasta que se hace de noche y mi casa se convierte en un conjunto de luces que proyectan sombras.
Y esas sombras son el lugar perfecto para esconderme.
De la familia de las benzodiacepinas, como el diazepam, el alprazolam, el bromazepam, el clonazepam. Psicofármacos que te ayudan a tener quizá una vida no más plena, pero sin duda más soportable.
Los he probado casi todos. Han tenido un efecto devastador en mi memoria. Hay ocasiones en que no recuerdo lo que me has dicho hace quince minutos. Otras, la más, en las que ni siquiera me importa.
Podrían matarte y ni siquiera te importarían las consecuencias, como tampoco te importan demasiado todas esas cosas que dices para hacer daño a aquel que te intenta dar razones que te obliguen a pensar. A detener ese bendito sueño, esa ausencia de emociones y pensamientos que se convierten en el único y principal objetivo.
Porque los sueños simplemente dejan de existir. Dejan de hacerte daño. Según dicen, el lormetazepan interacciona con la fase REM del sueño y es por ese motivo por el que no recuerdas que has soñado al día siguiente.
Cuando tienes un Trastorno Obsesivo Compulsivo eso se convierte en una ventaja. Dejas de ver morir a tus seres queridos una y otra vez. Dejas de verlos empapados en vómitos y sangre. Se detiene por una vez la escalada de violencia que una vez te encontraste en un sueño tan real desaparece de repente.
Cada vez hay en el mundo más personas que presumen de tomar psicofármacos. Quizá les haga especiales o quizá solamente se coloquen en un percentil muy cercano a la normalidad.
Yo sólo puedo decir esta noche que no le encuentro ninguna ventaja a padecer una enfermedad mental. Que he empezado mintiendo. Ya que, por muchos panes que tomes, sólo pueden calmarte por un momento sin impedir que te acuestes destrozado e invadido por multitud de compulsiones y remordimientos. Todo junto, como una ruleta rusa en la que decides como joder más tu vida, de qué vas a tener que arrepentirte otra vez mañana.
Las noches destruyen todo lo que el día ha ordenado. Por eso adoro el lormetazepam, porque detiene la noche, suprime los sueños y sólo te despierta atontado, no en un diálogo constante con las terribles criaturas que vinieron a visitarte en sueños.
Adoro el lormetazepam porque les hace imposible encontrarme.
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