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Las vidas alternas

Los que no vivieron

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Las vidas alternas

Categoría: Mamá

Mamá(III)

2023-06-14

28 de noviembre

Tercer movimiento: 28 de noviembre

28 de noviembre

“Y pienso: ¡Maldición! Eres un corazón salvaje.”
Rosendo, ¿De qué vas?

28 de noviembre

Dolía Bilbao aquella tarde. La lluvia mojaba mi ropa, mi cara, mi pelo y, la humedad, calaba mis huesos. Yo era víctima de la burocracia, necesitaba una receta para comprar olanzapina, se me hacía olvidado en Palma aquella mañana, y de un centro de salud me mandaban al otro y, del otro, me volvían a enviar al primero. Qué agresiva se mostraba la ciudad conmigo, quizá nunca me perdonó que me fuera para poder no ser de ninguna parte.

Mi madre había cumplido años exactamente hacía catorce días. Aquel día mi padre le había llevado una docena de rosas. Y mi madre sentía una tumefacción en la parte del cerebro que rige la felicidad y la presunción, cada vez que una enfermera y una auxiliar le decían cosas del tipo: “Vaya suerte que tienes, mi marido nunca tiene ese tipo de detalles conmigo, qué envidia”.

Yo le compré un jarrón en los chinos y alguna otra cosa que no recuerdo. No recuerdo qué otra cosa compré, ni siquiera si era para ella. Sólo recuerdo que ya hacía días que los médicos habían visto otros tumores en el páncreas y en el hígado de mi madre, que su existencia se acercaba cada día un poco más a su fecha de caducidad. Y, así fue, la muerte, la dama de negro con su guadaña vendría a visitarle catorce días después.

Aquel día en que, al llegar a Bilbao, mi padre me dijo que cogiera un taxi y fuera a casa lo antes posible. Que ya casi no quedaba tiempo. Ansioso, durante todo el camino, sólo podía pensar en que, por favor, ojalá siguiera viva cuando llegase. Lo estaba. Pude tumbarme en la cama junto a ella, mi hermana sentada al otro lado, mi padre mirándonos desde la cocina, como si hubiera un campo de fuerza que no le permitiera acercarse más y traspasarlo le provocara un dolor que sería incapaz de procesar.

Sólo decíamos cosas bonitas. En el momento de la sedación, los médicos dijeron que podía oírnos. Así que hablábamos del futuro, de su aniversario de boda, cincuenta años que hubieran llegado el once de agosto de este año, de que si llegaba ese le llevaríamos sí o sí a Nueva York, a dentro de una película o a cualquier otro lugar que ella quisiera. Que todo iría bien, que podía irse tranquila, que estaríamos bien. Ese tipo de cosas.

De vez en cuando, salíamos de la habitación, cuando uno de los dos era incapaz de contener las lágrimas, yo abrazaba a mi hermana o ella me abrazaba a mí. Volvíamos a entrar y hablábamos de cosas felices. La verdad es que yo, como Truman, siempre he pensado que vivo en una película. Es un tanto aburrida pero hay escenas preciosas que quedarán grabadas en la retina del espectador.


28 de noviembre

28 de noviembre

28 de noviembre


Ésta era una de ellas, una de tantas, como aquel día en la boda de mi hermana, donde todo el mundo estaba animado, todos nos divertimos y todos llegamos muy tarde a dormir. Excepto mi mujer, que se recogió “pronto”, así muy entre comillas que ya serían por lo menos las tres o las cuatro. Estaba preciosa aquel día. Para mí siempre lo está, no lo digo por decir, es la verdad; pero en esa época todos estábamos más guapos, más jóvenes, con más pelo y menos kilos.

No puedo ni imaginar todo lo que esto haya supuesto para mi padre, de verdad, no puedo. Porque, cuando estás tanto tiempo así con alguien, se convierte en tu cuerpo, tu carne y tu sangre. Como dos serpientes que se unen y parece que nunca van a separarse.

Sin embargo, mi madre que, antes de adoptar a nuestra hija me dijo que ya la quería aunque no la conociera, sí que puede entender lo que siento al verla crecer.

No se trata de traer un mundo para que sufra esta realidad que bla, bla, bla.

Se trata de la vida, que se abre camino ante nuestros ojos en un ser que, pasados pocos meses también se convierte en algo nuestro. Mi hija, es mi hija; mi mujer, es mi mujer; los tres somos una familia. No te das cuenta, pero hay algo en la sonrisa de ese bicho que te despierta a las siete de la mañana que sí, que te toca los cojones, pero también te alegra el día. Que te agobia, pero también te enseña el amor incondicional. Que quisieras enseñarle tantas cosas sobre el mundo, atraparla no dejar que pase el tiempo, pero el tiempo pasa y pesa y tienes que aprender a soltar tu viejo lastre y darle la suficiente libertad para aprender por sí misma.

Y se trata también, tengas la edad que tengas, de que llega un momento en que todo tu mundo se deshace en un segundo. Salí de casa a por las recetas probablemente treinta segundos antes de que mi madre muriera; minuto y medio después mi padre me llamó y me dijo: “Ven, creo que mamá a muerto”. Yo sólo supe decirle, “vale”, y también: “te quiero”. “Y yo a ti”. Tenía que decirle a mi padre que le quería, así era, así es y supongo que no lo diré lo suficiente. No nos educaron así, es simple. Espero que la turba de hombres que pueblen el futuro tengan claras esas dos palabras. Luego llamé a mi mujer y bastó con oír su voz para sentirme un poco mejor.

Son dos palabras simples. Se explican por sí mismas. Llegó mi cuñado del trabajo y era la hora de comer. Ni siquiera sabíamos si comer o no, pero decidimos darle una oportunidad a la normalidad. Sabiendo, no obstante, que la normalidad ya nunca volvería a ser normal. Ella murió. Y todo un mundo se derrumbó alrededor de aquella mesa. Como cuando cayeron las Torres Gemelas y Nueva York nunca más volvió a ser la misma ciudad.

Aquel mediodía, el 28 de noviembre de 2022.



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Mamá (II)

2023-06-03

Segundo movimiento: El diminuto destructor de mundos

El diminuto destructor de mundos

“La casa está que arde, y corre, se hace tarde,
mi vida con Fiebre pronto va a saltar.
Mi vida está que arde, la vida se me sale,
mi vida con Fiebre pronto va a saltar.
Soñé que me soñaba soñar que te abrazaba,
mi vida con Fiebre, vida con Fiebre,
mi vida con fiebre
ayúdame a bajarla.”
Chucho, Mi vida con fiebre

El diminuto destructor de mundos

“Te encanta autodestruirte
y que los demás lo vean.
Hazte un favor:
Crece un poquito”.

Me lo dijeron hará veinte años,
son palabras que se me quedaron grabadas.
Aunque ahora no importa:
Ya nadie espera nada de mí.

Sólo temen que vuelva
a traspasar
la fina línea que existe
entre la depresión y la locura..

Alcohol y descontrol,
se me ha apagado el cigarrillo,
tengo mil mecheros
y no funciona ninguno.
Y, totalmente ebrio,
apago la televisión
lanzando con fuerza
una silla del salón.


El diminuto destructor de mundos

Necesito fuego mamá,
dónde coño estará
la caja de cerillas.
No puedo pensar en otra puta cosa
que no sea encontrar esa puta caja.

Podría estar haciendo cualquier otra cosa:
dejar de beber todo el tiempo,
impedir el regreso de algunos fantasmas.
Pero no, estoy aquí,
dispuesto a perderlo todo
apostando en mi contra.

Ahora que ni ella ni nadie
están aquí conmigo
puedo hacer lo que quiera.
Mear en las paredes
y tirar botes de pintura roja
sobre todos los muebles.
Puedo apostar contra mí
ahora que estoy
dispuesto a perderlo todo.


Olabeaga

Tú ya no estás mamá, ¿qué hora cosa puedo hacer?

Después de tantos años
de drogas y medicación,
me pregunto cómo soy capaz
de recordar nada.
Pero tengo recuerdos de ti,
tan vívidos que se me asemejan
lo único cierto que hay a mi alrededor.

Hay un espejo en mi habitación.
Refleja mis ojeras, mis canas
y esa barriga que tanto criticabas.
Y las voces en mi cabeza
me dicen que no pasa nada,
que puedo viajar al pasado
y volver a verte.
Ser niño otra vez,
volviendo a aquellos tiempos
en que todavía
nadie me había asestado
una puñalada mortal.

Y, sólo por ese motivo,
sigo llamando a un número de teléfono
que la grabación insiste
en decirme que no existe.

Tú deberías estar ahí,
coger el teléfono
y yo, al otro lado de la línea.
Pero no puede ser,
y no sé por qué,
porque la muerte es un misterio,
una dama sin rostro
que, bajo sus mortajas,
esconde misterios
que nadie nunca podrá desvelar.

Y pienso que no merezco que me quiera nadie.
Y pienso que no quiero que me quiera nadie.
Y pienso también en no volver a querer a nadie,

nunca.

El diminuto destructor de mundos


El nervión

A pesar de que también sé,
que ella estará llamando
a un teléfono que sólo comunica
porque hace ya horas que tiré
el móvil y sus llamadas
por la ventana hacia el cemento gris.

Y, mamá, lo sé, sé que está preocupada
pero he conseguido que deje de afectarme,
Porque qué, mamá, que después de ti
ya no merezco que me quiera nadie.
Sólo puedo decirles: alejaos,
porque sé que mi historia
nunca terminará bien.



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2
2023-05-31

Primer movimiento: La Muerte y la herida incurable

La muerte

“Aquí acaba la historia
del fin de un recital.
Aunque todo vaya bien,
que triste es el final.
Una vez me dijeron,
por favor escuchad,
‘que la mayor tristeza es ver
a un amigo marchar'”
Los Suaves, Cuando la música termina

O a una madre. La muerte

La Muerte, tal como todos la recordamos, es una mujer que lleva un vestido negro y una capucha del mismo color, manos de esqueleto, en las que porta una guadaña, y rostro desconocido. Hay quien la representa con el rostro de una calavera, quizá para darle un aspecto más agresivo y hasta dibujan una especie de sonrisa, como si se estuviera divirtiendo, aparentando ser un ente maligno, como de película de miedo, alguien de quien tuviéramos que huir, como si la misma idea de engañarla o esconderte de ella tuviera algún sentido.

Y es que la Muerte es una dama, pero no alguien. Su rostro es inexistente y, si pudiéramos quitarle la capucha, probablemente sólo encontraríamos vacío o quizá, con suerte, podríamos ver algo que jamás podremos comprender.

Así lo experimentó Thanos en los comics del Guantelete del Infinito. La Muerte tenía cara de mujer, sí, pero nunca se comunicaba directamente con el Titán loco y siempre mantenía la misma expresión. Thanos intentó llenar ese vacío reuniendo las gemas del infinito para matar a la mitad del universo. No tenía la motivación malthusiana de la películas, tan solo quería hacerle un regalo a su amada. Y, para desgracia de Thanos, fue un gesto inútil, ya que la Muerte no abandonó rostro inexpresivo, no sonrío, ni dio las gracias, ni siquiera le miró a la cara.

Porque la Muerte no disfruta matando.

Simplemente aparece. Se trata de una actriz secundaria, que en silencio se lleva los 21 gramos de los que hablaba aquella película de Iñárritu.

No, la muerte no tiene rostro. Si su existencia tiene alguna finalidad tampoco lo sabemos. Si nos va a entregar un regalo o ha venido a castigarnos. Si nos llevará a otro mundo o simplemente nos abandonará en la nada, ese lugar donde nunca más volveremos a ser conscientes de haber existido.


La Muerte

Y ninguno hemos sido jamás capaz de verla porque se reduce a una exhalación un suspiro, ni siquiera una pequeña milésima de una milésima de un segundo. Apenas te das cuenta. ¿De verdad ha dejado de respirar? Y ahí fue donde acabó todo. Sin pararte a pensar ni un momento en la Parca, porque ahí de lo que me di cuenta fue de algo más importante, de que después de su visita mamá ya se había ido, y la vida de toda mi familia había cambiado para siempre.

En realidad, me aferré a su cadáver, ya no tenía sentido contener las lágrimas.

Esto lo digo porque en sus últimos momentos, cuando estaba con la sedación, los médicos nos dijeron que ella todavía podía oír lo que se decía a su alrededor y que podía afectarle. Por eso, mi hermana y yo, le decíamos que estaríamos bien que ella se pondría bien y este verano todos nos iríamos de viaje para celebrar las bodas de oro de mis padres. Porque ella no pensó en ningún momento, ni en el hospital ni cuando la llevamos a casa que se iba a morir. Ignorando que tenía un cáncer de páncreas incurable, cuando volvió a casa sólo estaba contenta de haber vuelto a su cuarto pintado de aquel rosa tan bonito, de volver a estar con mi padre que siempre la había cuidado, desde los mejores hasta los peores momentos.

Y pensó que la vida continuaba de alguna manera y todo iría a mejor. Siempre fue una mujer optimista.

Por eso, cuando ella se fue, yo no noté ninguna presencia extraña en la habitación, ni tan siquiera un escalofrío. Porque la muerte viene y hace su trabajo. Nunca sabremos bien en qué consiste y yo tampoco pensé en ello. Sólo sabía que nuestra existencia es un misterio que nunca lograremos comprender. Y, entonces, durante unos minutos, sólo me fijé en que su ojo izquierdo había quedado medio abierto. Intenté cerrarlo y no lo conseguía. Joder cuanto odio aquel momento, porque fue la certeza de que su cuerpo había dejado de funcionar. La certeza de que ya no había nada más que hacer, de que los secretos que había compartido con ella ya nunca volvería a compartirlos con nadie más, de que no podía viajar al pasado y reparar las cosas que ya no tenían arreglo.

Pensé: Es mejor que haya sido rápido, que no haya sufrido.

La mierda de razonamiento que parece que puede justificar por sí mismo el hecho de que ya no estás aquí conmigo.

Pensé, al menos he podido despedirme. Pero, ¿en verdad lo hice?

Quiero pensar que al final, cuando deje de escribir sobre ello esté seguro de que sí. Quiero pensar que habré ajustado nuestras cuentas. Porque la cuestión no es que me haya despedido o no, sino la certeza de que no podré olvidarte y que niego a aceptar que ya te has ido.



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