Winners don’t use drugs. Eso es lo que rezaban las máquinas de los salones recreativos cuando éramos niños. Lo recuerdo, bajo el escudo del FBI, de quienes lo único que sabíamos es que eran los federales, aquellos que pretendían robar el caso a esos policías que fueron los héroes de nuestra infancia.
Resulta paradójico que decidieran poner aquel mensaje ahí, en la que fue la primera gran adicción de muchos de nosotros. Nadie hablaba todavía de ludopatía infantil, pero nosotros, ajenos a todo aquello, esperábamos al viernes para convertir nuestra paga de veinte duros en cuatro monedas de cinco y meterlas en la máquina, en un intento inconsciente y vacuo de escapar de una realidad persistente que apenas comprendíamos.
A esa adicción siguieron muchas más, obviamente.
En la presentación del cinematógrafo de los hermanos Lumière proyectaron las imágenes en movimiento de una locomotora llegando a la estación. Los espectadores, nunca antes hubo testigos de algo semejante, acabaron algunos huyendo, otros, mareados, vomitando. Aquellas imágenes en blanco y negro acabaron confundiéndose con la realidad.
Nosotros hemos llegado más lejos todavía. Estamos en el punto en que nuestra existencia se ha fusionado con nuestro reflejo. Las pantallas y las cámaras nos poseen, nos vigilan, nos excitan y nos esclavizan. Todos nuestros datos están almacenados en discos duros. Si desaparecieran, dejaríamos de existir. Si nadie nos pudiera grabar, nada de lo que haríamos tendría la menor importancia. No somos diferentes de las sombras, inexistentes cuando no hay iluminación. Somos coleccionistas de historias, desde pequeños, venciendo a los malos, uno tras otro, protegidos bajo el cobijo de un avatar, asumiendo personalidades ajenas, vidas alternas cuyo movimiento capturamos en pantallas, en un relato o en una película y, en el exterior, reducidos a datos, sólo queda de nosotros la decisión de un algoritmo que capta nuestra alma al ritmo de los clicks del ratón.
Somos los que vivimos con la única finalidad del proyectar una imagen ante los demás. Nuestro sustento depende de ello, nuestra realidad es pensamiento único, vigilancia constante, nuestra imagen en blanco y negro en la pantalla de una cámara de seguridad en una estación antes de desaparecer por decisión de un mártir empeñado en agradar a su dios a base de amonal y metralla. Somos lo que los demás imaginan, pedazos de imágenes sugerentes en redes sociales, textos que tratan de aprehender nuestra esencia sin definirnos, porque lo cierto es que no sabríamos como hacerlo, ya que somos los que no vivieron, el reflejo de una existencia perfecta que nunca vamos experimentar.
Hay quien piensa que Dios escribe la historia con renglones torcidos. Otros hablan del pensamiento único, de empresas e instituciones al servicio del capitalismo que nos imponen un modo de actuar y pensar basado en el consumo y la maximización del beneficio (económico). También hay quien encuentra el sentido en caos. Se trataría, simplemente, de seguir bailando mientras el mundo gira, porque todo ese movimiento implica que seguimos vivos. Vivos a pesar de nuestros actos. A pesar de la certeza de que en cualquier situación, por mala que sea, siempre, da igual la gravedad de los problemas a los que nos estemos enfrentando, siempre, surge la posibilidad de cagarla todavía más.
Algunos tuvimos desde niños la intuición de que estábamos hundidos en el fango. Lo que nuestra frágil naturaleza humana no nos permitió siquiera imaginar es que ese charco en que transcurre nuestra existencia es un ente insondable. Que la bola gira en dirección contraria a los números y, aunque en nuestra mente tenga todo el sentido apostarlo todo a rojo o negro, nunca podemos saber de qué lado va a caer la bola. Y es en aquella ruleta en la que radica el verdadero sentido de la existencia porque, mientras la bola renqueante trata de decidirse en caer en uno u otro número, sea cual sea nuestra estrategia, en el fondo, somos conscientes de que no sirve de nada, porque en ese instante todo depende de las leyes de la física o de la música del azar.
Por último, siempre te encontrarás con alguien que te diga que hay que arrepentirse sólo de las cosas que uno ha hecho, como dijo el poeta confieso que he vivido, como si los demás no lo hubieran hecho. Como si la vida se compusiera de algo más que recuerdos, que no son otra cosa que los restos de un espejo que se ha roto en mil pedazos que somos incapaces de recomponer. Porque nuestra historia siempre estará rota, siempre nos faltarán algunos pedazos, e ignoraremos conscientemente muchos otros por el simple hecho de que no podemos aceptar el modo en el que en ellos nos veremos reflejados.
Por tanto, no nos queda otra posibilidad que la de seguir en movimiento. Pintar círculos sobre lo que en realidad es una espiral. Y pensar, en mi caso, que ojalá existiera un ser superior, porque entonces todavía me quedaría la esperanza de que algún día bajara de entre las nubes para mirarme a los ojos y disculparse por haberme dado el regalo envenenado de una existencia que nunca pedí ni quise tener. Porque, por mucho que me empeñe que lo lógico sería que la bola caiga en el lugar predicho, la mayor parte de las veces lo hará en el lugar equivocado.
“Los siete ángeles que tenían las siete trompetas se prepararon para tocarlas.”
Apocalipsis 8:6
Si algo nos caracteriza como generación es nuestra absoluta incapacidad de trascender. No quedará mucho de nosotros cuando nos hayamos ido, quizá un conjunto de ciudades sumergidas bajo el agua y un barullo de pensamientos, gustos y opiniones perdidos en la vacuidad del hiperespacio. No nos tocó la tarea de cambiar el mundo, sino la de ser testigos de su destrucción. Somos los tontos útiles que alimentamos un sistema que, conscientemente o no, se ha marcado el objetivo de engullirnos, llevándonos en volandas hacia ese fin de la historia que tan poco tiene que ver con el que predijo Fukuyama ya que, si algún día acaban las guerras no será porque hayamos encontrado la manera de convivir en paz y armonía, sino más bien porque no quedará nadie aquí para empuñar un arma.
Hemos decidido creer sólo en aquello que nos conviene. Ya no buscamos hermanos, sólo enemigos, una forma de vida inferior a la que culpar de nuestras desgracias. Discriminamos por sexo, cultura, raza o ideología siguiendo la lógica del exterminio. Gritamos nuestras opiniones a los cuatro vientos, en nuestras redes sociales o la barra de algún bar. Nos tememos los unos a los otros. Estamos solos. Algunos sobrevivimos gracias a la medicación, otros a la ignorancia y, unos pocos, seguimos enganchados a la literatura, sujetos a la idea de que ésta será de algún modo capaz de construir un refugio en el que cobijarnos cuando todo lo demás nos ha fallado. Buscando ese momento en que conseguirnos ahogarnos entre palabras y curar todas y cada una de las heridas que la vida nos ha infligido.
No obstante, tarde o temprano, llegamos a comprender que dentro de este horror no hay literatura. Nos educaron para ser protagonistas, cuando la realidad es que, con suerte, llegaremos a actores secundarios, cuando no extras con frase. Podremos morir de cáncer, entre vómitos y sangre, acompañados de unos pocos seres queridos que sólo desearán liberarnos del dolor por medio de una sobredosis; o en un atentado suicida en el centro neurálgico de las ciudades que habitamos, caso en el que puede que nos dediquen un reportaje de televisión para hacer creer al mundo que nuestra muerte no fue en vano, que nuestra vida tenía un sentido, un engranaje compuesto por los sueños y las ilusiones que se habían convertido en el objetivo de nuestra existencia.
Tal vez sea el día de nuestra muerte en el que nos convertimos en protagonistas absolutos. El día en que pienses en mí. Y nuestras vidas tengan sentido en función de todas esas grandes cosas que estábamos destinados a hacer y no pudimos debido al fatal desenlace. Sería bonito que fuera así. Pero me temo que no es la muerte la que nos paraliza sino el miedo a la vida. Y que tú y yo sabemos que ésta se compone de desesperación y promesas incumplidas. Que pasamos nuestra existencia ocultando con ropa nuestros cuerpos avergonzados y nuestros errores. Que sólo el miedo al dolor guía nuestros actos. O la búsqueda del mismo porque, si hay algo que nos una más allá de toda duda, es la convicción de que merecemos ser castigados.
Promesas. Prometo. Prometiste, prometieron. Tantas veces, que no iban a encontrar en nosotros aquello que llaman amor. La duda. El miedo a sufrir. La certeza de lo postmoderno. La construcción individual de la realidad. Cultura pop. Nuestro amor, aquel que nunca llegamos a reconocer, sólo era una promesa de felicidad. Un conjunto de promesas incumplidas. Un esperar a que pase lo que sólo se encontraba en nuestra imaginación colectiva que, inevitablemente, algún día tenía que chocar con la realidad. Y estoy seguro de que sólo me harían falta siete segundos para hacértelo entender. Tan solo siete palabras: Yo he visto el fin del mundo. Y tú no estabas ahí. Porque la primera de las siete promesas no se cumplió. No era verdad que fuéramos a estar toda la vida juntos. Si tanto nos queríamos… ¿Por qué dejamos que el mundo nos alejara? Si tanto nos queríamos… ¿Por qué incumplimos también las otras seis promesas?
Nuestra vida no sería como la de los demás. He ahí nuestra segunda promesa. Y no sé tú, ya que también incumplimos aquella tercera promesa de estar siempre en contacto, pasara lo que pasara con nuestra relación, pero yo tengo un trabajo de oficina de siete horas diarias que paso programando. Completamente alienado. Hay gente que en su mesa tiene fotos de su familia, dibujos que les han regalado sus hijos o algún amuleto, recuerdo de alguien especial. Yo no tengo nada. Y eso puede extrapolarse también a la agenda de mi móvil, donde hay muchos teléfonos pero prácticamente ninguno al que pueda llamar. Lo he intentado con el tuyo como un millón de veces y siempre comunica. Creo que debes haber cambiado de número. Supongo que cuando decidiste desaparecer también decidiste hacerlo bien. Romper todos tus lazos con el pasado de manera eficaz rompiendo la cuarta promesa: se suponía que eso lo haríamos juntos. Dejar atrás Madrid, donde cada desconocido representa una amenaza o una aventura, dependiendo del prisma con que se mire.
El centro ha explotado. Siempre ha sido ese agujero en el que se hacían realidad nuestros pensamientos más oscuros. Ahora es sólo un agujero, un paisaje en ruinas. Algunos lo definen como un escenario de guerra. Y debo decirte que es una definición bastante precisa. Hay militares en las calles. No sé si has podido verlo con tus propios ojos pero estoy seguro de que, estés donde estés, te has enterado. Porque podemos intentar huir de Madrid pero su sordidez siempre nos persigue. Estuve ahí cuando todo ocurrió. Fui testigo del momento en que el primer ángel hizo sonar la primera de las trompetas. Pude fijarme en él, en plena calle Preciados. A tan solo siete días de Navidad. Le vi caminar entre la gente. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete pasos. Después una luz blanca intensa. Fuego y escombros. Yo rodeado de polvo entre cadáveres, miembros amputados, personas que, sin yo solicitárselo, me enseñaban sus órganos internos. Y se hizo evidente que había ocurrido una catástrofe porque los móviles se quedaron sin cobertura al mismo tiempo que los pocos supervivientes intentaban comunicarse con sus seres queridos.
Mientras yo permanecía impasible, cubierto de piel, sin ninguna herida visible. Fui uno de un pequeño grupo de supervivientes. Un zombi más de la manada, recorriendo Preciados calle arriba, asintiendo a toda esa gente que me preguntaba si estaba bien y concentrado en el sonido de las sirenas, en su interior podían identificar la melodía de cientos de canciones que nos hicieron felices. Y, entre todo aquel festín de cadáveres, sólo fui capaz de pensar que, seguramente, siete años después de la última vez que nos vimos, no volvería a verte.
En las guerras que libramos con nuestros fantasmas siempre ganan ellos. Así habría quedado mejor. La literatura te da segundas oportunidades pero la vida no. Una vez dichas las palabras ahí quedan. Son pequeños errores. La diferencia entre lo que quisiste decir y lo que dijiste, cómo lo dijiste y si realmente era aquél el momento adecuado. Y no sería un problema si no tuvieran vida propia, si no alimentaran las ilusiones y los miedos de los demás. Sobre todo los de la gente que más te importa.
Nunca sabemos cómo va a acabar una historia. Quiero creer que si tú lo hubieras sabido no me hubieras dicho tantas veces que me querías. Recuerdo tus palabras. La modulación exacta de tu voz. Las historias que me contabas significaban para mí el descubrimiento de un nuevo mundo. Por qué me diste tanto. Por qué te entregué todo mi ser. Son preguntas que se llevará el viento y se esconderán ante el hecho de que todo era más alegre cuando pululabas alrededor de mi universo.
Y ahora, ahora nada. Sólo intento dejar de sentir. Pero, a veces, me asusto de lo poco que queda de mí mismo. Son esas ocasiones en las que vengo a ver a Evelynn quien, en realidad, se llama Linet. Es sólo una mentira más. Una mentira absurda si tenemos en cuenta la cantidad de información que puedes obtener de una persona con un número de teléfono y una dirección de correo electrónico.
Sólo puedo hablar con ella. Creo que es porque existe en un mundo paralelo. Parece imposible que nuestros universos lleguen a chocar alguna vez. Supongo que eso es lo que buscamos en las prostitutas además de lo que buscan otros, lo obvio. Ellas viven en locales o en pisos. Permanecen ocultas a la vista de todos. Cuando pasamos por aquella puerta sabemos que no veremos a nadie más y, al entrar en sus cuartos, nuestros mundos se quedan reducidos a esas cuatro paredes.
Confiamos en que no compartimos ningún conocido, que no vamos a encontrarnos en los mismos bares. No nos van a llamar ni a pedir explicaciones si un día decidimos desaparecer.
Y por eso les confiamos nuestras más profundas perversiones y deseos más íntimos. En mi caso la tristeza y la necesidad de demostrarme que existo. Caer hacia arriba en esta espiral provocada por mi mente subconsciente. “Y es que estoy convencido de que este sueño tiene un sentido. Creo que Nina está en peligro. Que, de alguna manera, ha contactado conmigo para que vaya a buscarla, esté donde esté. Que la salve de un final horrible. Creo que la puerta todavía no se ha abierto. Y la cuestión es quién será el primero que entre por ella”.
“Ernesto, espero que no te sientas ofendido por lo que te voy a decir. Pero lo que me estás diciendo ahora no tiene ningún sentido”. Sí que me sentí ofendido, pero ella tenía algo de razón. Me hacía falta volver a la realidad. Entonces recordé el motivo que me trajo a esa habitación: sentir. En una vida marcada por la imaginación, los pensamientos recurrentes y las compulsiones adictivas, se vuelve necesario. Volver un momento a la realidad para después poder volver a flotar dando vueltas alrededor de ella.
“¿Lo tienes todo?”.
“Sabes que siempre estoy preparada cuando vienes”. Dio la vuelta a su puño cerrado y me abrió la mano. Ahí estaba, perfectamente envuelta. A pesar de todos mis miedos, a los microorganismos y las enfermedades de contacto, confiaba en ella. Sabía que aquella cuchilla no la había usado nadie más. Pensándolo bien, no creo que sean muchos los que vengan a visitar a Linet para lo que yo vengo. Cogí la cuchilla entre mis dedos y, antes de empezar con el ritual, ella continuó hablando: “¿Sabes? Creo que las mujeres maduramos. Llega una edad en la que crecemos y dejamos de ser niñas. Pero los hombres no. Crecéis pero no os hacéis mayores. Tú sigues siendo el niño que, sin ningún motivo, se sienta en una esquina y se pone a llorar. No es que se sienta triste, sólo quiere atención. Con todo tu discurso sobre lo poco que te importa la opinión de los demás. Detrás de esa aparente frialdad y de tu estudiado desdén hacia todo lo que te rodea, lo único que te importa es que la gente piense que eres tan especial como te crees”.
Mantengo la mirada fija en ella hasta que finalmente decido ignorar su discurso. Me quito la camiseta. Mi cuerpo vuelve a temblar. Me pierdo en la atracción mórbida, atrapado entre la imagen de la sangre que corre por mi brazo y el miedo a lo que voy a hacer. Si cortas en un lugar no adecuado puedes acabar muy mal.
¡Dios!
¡Joder!
La electricidad.
Imagino el mar. Las olas. Una marea de electricidad que recorre mi cuerpo, que tiembla ahora en una mezcolanza de placer y dolor.
Me tumbo sobre la cama. Da igual que todo se llene de sangre. Estoy a años luz de la mirada de Linet o Evelynn o como ella prefiera que le llamen. Me toco la herida y me llevo los dedos a la boca saboreando cada partícula metálica del plasma que brota de mi piel.
Pero la sensación desaparece pronto y vuelvo a sentirme vacío.
“Otra vez, sólo una más, por favor”.
Para mí, ha sido mejor que un orgasmo. Omne animal triste post coitum. Yo no estoy triste. Estoy vacío en el buen sentido. Sólo tengo ganas de llegar a casa y descansar. Linet me cura las heridas con dulzura. Primero me pasa una gasa cubierta en alcohol, que escuece y alarga mi sensación de paz. Coge otra gasa y la coloca encima de la herida. Después esparadrapo. Se me queda mirando. Se acerca, se acerca demasiado. Y me besa dulcemente, sin lengua, Pequeños besos que recorren mis labios. Yo respondo. Ahora todo está a flor de piel. Por primera vez en meses no siento la cercanía como una invasión. Ella me muerde el labio inferior y se detiene.
“Eres el peor cliente que tengo. Nunca intentas propasarte. No tengo que tocar tu asquerosa polla. Y me consientes. Me pagas más de lo necesario y me compras toda clase de caprichos. Pero… Tener que ver esto cada vez y al mismo tiempo no poder abandonarte… Te quiero, Ernesto, de verdad que sí. Pero ahora mismo también te odio, con todas mis fuerzas”.
De mi sangre a tus cuchillas. De mi sangre a tus cuchillas.
De mi sangre a tus cuchillas. De mi sangre a tus cuchillas.
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