Primer movimiento: La Muerte y la herida incurable
La muerte
“Aquí acaba la historia del fin de un recital. Aunque todo vaya bien, que triste es el final. Una vez me dijeron, por favor escuchad, ‘que la mayor tristeza es ver a un amigo marchar'” Los Suaves, Cuando la música termina
O a una madre.La muerte
La Muerte, tal como todos la recordamos, es una mujer que lleva un vestido negro y una capucha del mismo color, manos de esqueleto, en las que porta una guadaña, y rostro desconocido. Hay quien la representa con el rostro de una calavera, quizá para darle un aspecto más agresivo y hasta dibujan una especie de sonrisa, como si se estuviera divirtiendo, aparentando ser un ente maligno, como de película de miedo, alguien de quien tuviéramos que huir, como si la misma idea de engañarla o esconderte de ella tuviera algún sentido.
Y es que la Muerte es una dama, pero no alguien. Su rostro es inexistente y, si pudiéramos quitarle la capucha, probablemente sólo encontraríamos vacío o quizá, con suerte, podríamos ver algo que jamás podremos comprender.
Así lo experimentó Thanos en los comics del Guantelete del Infinito. La Muerte tenía cara de mujer, sí, pero nunca se comunicaba directamente con el Titán loco y siempre mantenía la misma expresión. Thanos intentó llenar ese vacío reuniendo las gemas del infinito para matar a la mitad del universo. No tenía la motivación malthusiana de la películas, tan solo quería hacerle un regalo a su amada. Y, para desgracia de Thanos, fue un gesto inútil, ya que la Muerte no abandonó rostro inexpresivo, no sonrío, ni dio las gracias, ni siquiera le miró a la cara.
Porque la Muerte no disfruta matando.
Simplemente aparece. Se trata de una actriz secundaria, que en silencio se lleva los 21 gramos de los que hablaba aquella película de Iñárritu.
No, la muerte no tiene rostro. Si su existencia tiene alguna finalidad tampoco lo sabemos. Si nos va a entregar un regalo o ha venido a castigarnos. Si nos llevará a otro mundo o simplemente nos abandonará en la nada, ese lugar donde nunca más volveremos a ser conscientes de haber existido.
Y ninguno hemos sido jamás capaz de verla porque se reduce a una exhalación un suspiro, ni siquiera una pequeña milésima de una milésima de un segundo. Apenas te das cuenta. ¿De verdad ha dejado de respirar? Y ahí fue donde acabó todo. Sin pararte a pensar ni un momento en la Parca, porque ahí de lo que me di cuenta fue de algo más importante, de que después de su visita mamá ya se había ido, y la vida de toda mi familia había cambiado para siempre.
En realidad, me aferré a su cadáver, ya no tenía sentido contener las lágrimas.
Esto lo digo porque en sus últimos momentos, cuando estaba con la sedación, los médicos nos dijeron que ella todavía podía oír lo que se decía a su alrededor y que podía afectarle. Por eso, mi hermana y yo, le decíamos que estaríamos bien que ella se pondría bien y este verano todos nos iríamos de viaje para celebrar las bodas de oro de mis padres. Porque ella no pensó en ningún momento, ni en el hospital ni cuando la llevamos a casa que se iba a morir. Ignorando que tenía un cáncer de páncreas incurable, cuando volvió a casa sólo estaba contenta de haber vuelto a su cuarto pintado de aquel rosa tan bonito, de volver a estar con mi padre que siempre la había cuidado, desde los mejores hasta los peores momentos.
Y pensó que la vida continuaba de alguna manera y todo iría a mejor. Siempre fue una mujer optimista.
Por eso, cuando ella se fue, yo no noté ninguna presencia extraña en la habitación, ni tan siquiera un escalofrío. Porque la muerte viene y hace su trabajo. Nunca sabremos bien en qué consiste y yo tampoco pensé en ello. Sólo sabía que nuestra existencia es un misterio que nunca lograremos comprender. Y, entonces, durante unos minutos, sólo me fijé en que su ojo izquierdo había quedado medio abierto. Intenté cerrarlo y no lo conseguía. Joder cuanto odio aquel momento, porque fue la certeza de que su cuerpo había dejado de funcionar. La certeza de que ya no había nada más que hacer, de que los secretos que había compartido con ella ya nunca volvería a compartirlos con nadie más, de que no podía viajar al pasado y reparar las cosas que ya no tenían arreglo.
Pensé: Es mejor que haya sido rápido, que no haya sufrido.
La mierda de razonamiento que parece que puede justificar por sí mismo el hecho de que ya no estás aquí conmigo.
Pensé, al menos he podido despedirme. Pero, ¿en verdad lo hice?
Quiero pensar que al final, cuando deje de escribir sobre ello esté seguro de que sí. Quiero pensar que habré ajustado nuestras cuentas. Porque la cuestión no es que me haya despedido o no, sino la certeza de que no podré olvidarte y que niego a aceptar que ya te has ido.
“El hombre sano no tortura a otros, por lo general es el torturado el que se convierte en torturador.” Carl Gustav Jung
Sueña conmigo Sueña conmigo
“¿Sueñas conmigo?”, dijo ella, mirada seria y gesto adusto, vestida con una camiseta roja y unos también minúsculos pantalones cortos de color negro. “Te ordené que soñaras conmigo, ¿lo has hecho?”. Él no recordaba sus sueños, no sabía si mentirle o decirle la verdad. Estaba atrapado. Si no le decía que sí ella no estaría satisfecha y le castigaría y si le mentía el castigo sería mucho mayor. Si decía que sí, ella no se conformaría con aquella afirmación, le preguntaría una y otra vez por el sueño, buscando errores y contradicciones y, si encontraba alguna, ya lo he dicho, las consecuencias serían terribles para él.
No obstante, decidió que sería mejor mentir, y contestó: “Sí, soñé contigo, pero era todo muy confuso”.
“¿Confuso? ¿Qué quieres decir con eso?”.
“No le des más importancia, por favor, mis sueños nunca significan nada”, dijo él, le imploraba. “Detengamos este juego aquí”.
“Esto no es un juego. Desde un principio lo pactamos así. Tú me lo darías todo. Tu vida, tus pensamientos, tus recuerdos, todos tus datos personales, bancarios, todo”, y sonriendo, añadió: “Y yo, a cambio, te daría una razón por la que vivir. Una hora cada noche en la que poder hablar conmigo de lo que yo quiera”.
Alex se quedó pensativo. ¿Afirmó con la cabeza? No puedo decirlo con seguridad. Sólo sé que cogió un cigarrillo del paquete de tabaco que tenía encima de la mesa, tiró para atrás la silla y dio una calada larga que, al expirar, reflejó el humo sobre la pantalla del ordenador y, poco a poco fue invadiendo las paredes de aquella habitación ya amarillentas. Tras unos segundos contestó, simplemente: “Es que ya no tengo claro quién soy”.
Sueña conmigo
Sueña conmigo
“Claro que no. Por eso estoy yo aquí, para recordártelo. No eres nadie. No hay nada que te haga especial excepto yo. Sin mí no eres nada. En eso consiste el verdadero amor, Alex. En la entrega. Te entregas a mí como las monjas de clausura lo hacen a Dios, incondicional y absolutamente, en silencio, obedientes”. Entonces hizo una pequeña pausa y volvió a preguntar: “¿Qué soñaste?”.
“Soñé contigo. Estabas en una habitación, sin puertas ni ventanas, gris cemento por todas partes y un agujero al cielo, también cemento, eran nubes oscuras pero no traían agua. Tenías frío y estabas atada a una sencilla, de madera”. Se quedó un momento pensativo. “Continúa”, le dijo ella. Él obedeció: “Tenías cada pierna atada con cinta aislante a cada una de las patas de la silla. Las manos detrás, entrelazadas, y otra cinta en el pecho que te inmovilizaba también los brazos. No tenías ninguna opción. No había nada que pudiera salvarte y, hubo un momento, en que cerraste los ojos y, al abrirlos, viste una inscripción en la pared, escrita con sangre ‘Nina Gold, ésta es tu hora’”.
“¿De qué película de Saw has sacado esa escena?”. Dijo Nina Gold. “¿Quieres imaginar? De acuerdo, imaginemos. Ahora eres tú el que está atado a esa puta silla, desnudo e indefenso”, dijo: “Te voy a hacer un regalo. Te voy a dotar de un don que no tienes: personalidad, la misma capacidad de opinar. ¿Te sientes atado a esa silla? ¿Lo sientes de verdad?”.
“Sí, lo siento así Nina, estoy atado, desnudo y no puedo hacer nada para soltarme”. Y era cierto, no podía moverse. No podía apagar la pantalla del ordenador ni dejar de mirarla, por más que lo intentara. Lo peor era si intentaba cerrar los ojos, porque dolían como si hubiera ácido bajo sus párpados. ¿Estaba soñando ahora?
No tenía una respuesta para aquella pregunta. Nina estaba al otro lado de la pantalla mirando su móvil, escribiendo mensajes no sé sabe a quién. Siempre sospechó que había alguien por encima de ella. Alguien por encima de todos nosotros que nos concede la existencia a su antojo. Que decide que niños llegan a nacer o son abortados por el camino, quien decide quién es alfa, beta y omega. Un Dios cruel que planeó que conociera a Nina en algún momento y que ordenó ella lo fuera todo para él. Que abandonase sus amistades, a su familia, que apenas saliera a la calle para comprar lo justo para alimentarse o comprar sustancias que le permitieran afrontar aquellas veintitrés horas de ausencia.
Siguió mirando la pantalla. Nina había cogido un mando de televisión que apuntó hacia él. Y le dio a la pausa. Ya nubes dejaron de moverse y un aire congelado se quedó quieto, florando a su alrededor. Todos los relojes se detuvieron y su habitación empezó a hacerse cada vez más pequeña, sus paredes murmuraban, a la vez que se oscurecían y tomaban la apariencia y el tacto del cemento. Alguien le había hecho una herida en el brazo y, en la pared, había una frase escrita con su sangre: “Alex debe morir”. Aquellas letras estaban escritas debajo de una pantalla en la que seguía viendo a Nina, inmóvil, con una extraña sonrisa que nada tenía que ver con la de la Gioconda. Un gesto cruel, los ojos de un demonio que se burlaban de él porque se había meado encima.
Sueña conmigo
Sueña conmigo
“Niño malo”, dijo Nina ahora estaba a su lado, le cogió el pelo, moviendo su cabeza hacia atrás y dijo: “Voy a tenerte que dar unos azotes”. Y Alex sintió de repente una excitación tremenda seguida de un tremendo cansancio. “Ya basta de jugar en la distancia”. “¿Qué quieres decir?”, contestó Nina.
“Que no puedes azotarme, porque tú tampoco te puedes mover”.
“Supongo que la sangre que hay en mi cuello, la que se utilizó para pintar la pared es real, un corte escandaloso pero no mortal. Un corte igual al de tu cuello, ya que ahora estamos los dos sentados, mirando la pared. Los dos atados sin poder movernos, sólo mirarnos de reojo. De este modo puedo ver también un círculo de orina debajo de tu silla. Porque alguien viene, alguien que nos aterra a los dos y no sabemos qué hacer para impedirlo”.
Nina estaba en shock. Hasta ahora, sólo ella había tenido la capacidad de modificar la realidad en la que vivía Alex. Nunca había ocurrido al revés. Y, sin embargo, ahí estaban, los dos atrapados en el mismo sueño sin poder salir. Probablemente dormidos, recostados sobre la mesa con los ojos cerrados frente a la pantalla. “¿Puedes oír mi voz, Alex?”.
“Sí, puedo”.
“¿Cómo vamos a salir de aquí?”.
“No lo sé, Nina, creo que todo depende de ti”.
Nina pensó, ¿cómo que todo dependía de ella? Estaba tan atrapada como él. E, igual que él notaba aquella presencia maligna que, de un momento a otro, aparecería en la habitación. Y cuando apareciera se haría de noche. Y de noche hay criaturas terribles. De noche pasan cosas aterradoras.
“Debes reconocerlo Nina. No hay alfa ni beta. Sólo estamos tú y yo. Y sólo hay una razón por la que quieres conocerlo todo de mí, sólo una razón para controlarme y esa razón es que tú también estás enamorada de mí. Tú también sientes miedo cada noche. Cuando enciendes el ordenador y le das al botón de llamada. Mientras suenan los tonos pensando que puede que llegue el día en que nadie conteste. En realidad, los dos somos frágiles. Tú, yo, todos los demás, lo somos, tenemos miedo de seguir solos en un mundo que cada vez nos asusta más. Cada vez más grande y lleno de peligros sobre los que no tenemos ningún tipo de control”.
“¡Cállate!”.
“Nina, tienes que soltarlo, controlarme así no te servirá de nada. No te protegerá de nada. Sólo podremos salir de aquí si tienes el valor suficiente de confesar que estás enamorada de mí”.
“Estás loco”.
Entonces, alguien apareció, una sombra salida de algún lugar imposible puesto que no había ninguna puerta de entrada. Era un hombre alto, silencioso, vestido todo de negro y con una máscara pegada a su rostro también de color negro. Tenía cierto parecido con Michael Myers.
Sueña conmigo
Sueña conmigo
“No siempre es el mismo. A veces depende de algo que haya visto en el cine, oído en la radio o visto por Internet”, dijo Alex. Pero el final es siempre el mismo.
“¿Cuál es el final?”, preguntó Nina. Y Alex permaneció en silencio.
Una mesa apareció de repente delante de ellos. No fue una aparición. Era como si hubiera estado ahí todo el rato y no se hubieran percatado de ello. Sobre aquella mesa el hombre de negro comenzó a desplegar un estuche. Se movía lentamente porque sabía que ninguno de los dos sería capaz de escapar. Atento al detalle, quitándose los guantes y acariciando cada una de sus herramientas de tortura. Pensando en cuál de ellas utilizaría en primer lugar. Un ritual que Alex casi se sabía de memoria, pues soñaba con eso muy a menudo. Aunque a veces no lo recordara, siempre quedaba algún destello. No obstante, aquella noche se hacía evidente una diferencia: no estaba solo.
“Sólo me harás daño a mí. A ella no le toques. Son las reglas”. El hombre oscuro asintió después hizo a Nina una reverencia quizá algo exagerada y siguió ahí, mirando ensimismado sus herramientas de tortura. El martillo, el bisturí, las tenazas, incluso una cuchara.
“¿Por qué sólo a ti?”, preguntó Nina. “¿Qué coño es lo que te va a hacer? ¡Despierta, joder! ¡Reacciona!”.
“Ya te he dicho que yo no puedo hacer nada. Todo depende de ti. De que reconozcas que tú tampoco eres especial. Que en el fondo somos iguales. Yo necesito que me controlen, tú necesitas alguien a quien controlar. Llevas buscando a alguien como yo demasiado tiempo. Demasiado tiempo escuchando mis historias, mis pajas mentales, leyendo mis relatos, obligándome a enseñarte cualquier parte de mi cuerpo, lo que como, las pastillas que tomo, el número de cigarrillos que fumo cada día, la manera en la que me tengo que masturbar y en lo que debo pensar mientras lo hago
“La verdad es esa: tú estás tan sola como yo. Todo esto empezó como un juego, pero has terminado perdiendo el control y enamorándote. Ya no quieres esa mierda de la dominación. Quieres que vayamos al cine, que tomemos un café en uno de esos bares psicodélicos del centro, vernos fuera de las pantallas, poder besarnos. Te quiero Nina, desde el primer día en que hablamos me enamoré de ti, y he estado soportando tus torturas sólo por poder estar a tu lado. Pero ya no aguanto más. Tienes que reconocerlo, Nina, sólo así acabará esto”.
El hombre oscuro se quedó mirando a Nina. Señaló a Alex con la mano e hizo un gesto moviendo el dedo alrededor de su sien. “Ese tío está loco”. Es lo que le dijo, no con palabras, sí en su mente. “Una chica como tú puede aspirar a algo mejor. Tú te mereces más y él se merece el tormento y el olvido”.
Y entonces se decidió. Cogió el martillo. Le separaban de Alex uno, dos, tres, cuatro y cinco pasos que ocurrieron en cámara lenta.
Sueña conmigo
Sueña conmigo
Se plantó delante de él, demostrando que Alex era incapaz de mantenerle la mirada. Alex bajó la careza. “Ya está”, dijo mirando a Nina. “Supongo que ahora todo ya ha terminado”.
Entonces Nina se puso a llorar como nunca lo había hecho, de tristeza, de rabia. No era justo que le pusiera en aquella situación, no podía obligarle a enamorarse de él. Además, era un idiota. ¿Cómo podía haberse enamorado de ella después de todas las privaciones, castigos y humillaciones a las que ella le había sometido? Después del chantaje, del control constante.
El hombre sin rostro. Levantó el martillo y dio un golpe seco en la rodilla. El dolor debía ser insoportable, pero Alex lo aguantaba. Muchas veces había sido dulce y tierno con ella, y le había hecho reír después de un mal día. Él le aceptaba tal como era. A pesar de su mal humor, de las broncas injustificadas, de sus malos modos, quería estar con ella cada día, todo el tiempo que ella le permitiera.
Se preguntó qué hubiera pasado si se hubieran conocido en otro lugar. Él era tan tímido, tan torpe, ni siquiera hubiera reparado en él. No era el tipo de persona que iluminaba una habitación cuando entraba en ella. Y, sin embargo, su cara se iluminaba al verle cada noche. Qué estupidez.
El hombre oscuro había vuelto a mirar su estuche de herramientas. Iba a optar por unas tenazas, todo apuntaba a ello, pero “¡Para!”, le dijo. Fue un susurro entre lágrimas.
El hombre oscuro hizo un gesto que imitaba la estupefacción. Se acercó a ella en uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete pasos. Y esta vez ella fue capaz de mantener su mirada. Si Alex era un pusilánime, ella sería fuerte por los dos.
“Detén esto”, dijo Nina, “le quiero esa es la verdad”. Y entonces el hombre oscuro, la mesa y todas las herramientas de tortura desaparecieron. Las paredes de hormigón armado empezaron a caer; y Alex y Nina lloraron. Cada uno frente a una pantalla diferente. Cada uno en su cuarto. Solos. Como siempre habían estado.
“Te espero a las cuatro delante de la puerta de El Corte Inglés”, escribió Nina. Después apagó la pantalla, el ordenador y se echó una siesta.
Alex todavía cojeaba un poco cuando llegó al lugar indicado. Un dolor muy fuerte en el mundo virtual puede dejar secuelas en el mundo real, al menos eso dicen los expertos. Le costó conocer a Nina, esta vez tan tapada a causa del frío. Sus mejillas sonrosadas su boca, sus ojos. Siempre había sido preciosa pero esta vez era como la primera vez y no pudo hacer otra cosa que enamorarse al instante.
Se dieron un beso y Nina decidió el bar psicodélico al que irían a tomar un café. Ya juntos en la cafetería le dijo: “Como seguramente has adivinado no me llamo Nina Gold, soy Eva Lopez, pero nunca me llamarás así”. Después continuó: “Yo sigo mandando en esta relación, no te equivoques, sigues siendo mío. Hoy decidiste darme un toque de atención y he de reconocer que casi estabas obligado a hacerlo, pero que no se repita. Yo decido cuando nos vemos y cuánto tiempo, como ha sido siempre…”.
“Pero nunca lo haremos detrás de la pantalla de un ordenador, ¿verdad?”, le interrumpió Alex y Nina dijo: “Por supuesto que no”.
“Bien”, dijo Alex. “Acepto todas tus condiciones y las que estén por venir. Nunca te llamaré por tu nombre y nunca te diré que te quiero”.
Cuando la camarera les llevo el café la conversación empezó a ser banal y divertida. Primero sobre películas, series. Después sobre relaciones anteriores y, por último, se acostaron juntos. Fue la primera época en la que todo su mundo se reducía a sexo y conversación. Un imposible final feliz.
“No sé qué dijiste pero tengo miedo. Lo estoy intentando, no lo recuerdo” Barricada, Con el izquierdo
Con el izquierdo
Descontrol. Las voces en mi cabeza vuelven a pelear. Una me dice que te busque en mis recuerdos, la otra que se me ha dormido el pie izquierdo y no me podré levantar.
Lo peor del viaje al centro de la locura es que, dentro de ese tren, siempre hay una rejilla por donde se cuela la luz suficiente para que, en el fondo, seas perfectamente consciente de lo desequilibrado que estás.
Hay una tercera voz te que grita: ¡Reacciona! Pero eres incapaz de obedecer.
La genialidad de ayer, todos tus cumplidos, son hoy papel mojado. Y no recuerdo, exactamente, que es lo que decías ayer.
Tu cara sin rostro, que me habla sin mirar me confunde, y la rejilla me dice que tengo que huir. Pero no puedo porque se me ha dormido el pie izquierdo y estoy atrapado en este camastro.
Hace frío y sólo tengo dos finas sábanas con el escudo del hospital bordado. Se escuchan voces fuera de la habitación, debería salir huyendo de aquí, pero todas las puertas están cerradas.
Algo me dice que tendría que echar a correr pero, ya sabes, mi pie izquierdo y mis pensamientos congelados de clonazepam me recuerdan que la puerta de la habitación está ahí cerca, casi al alcance de la mano pero también lejos a miles de años luz de este planeta.
Y me pregunto si alguien aquí es capaz de pensar como yo, no lo mismo, sino de la extraña manera que yo lo hago.
Empiezo a gritar y, cuando creo que nadie me escucha, llegan gigantes vestidos de blanco que me atan a la cama. No puedo mover brazos ni pies, más clonazepan, me duele el pie izquierdo, quizá se esté despertando.
Y tú, flotando en la habitación, mirándome sin ojos y recordándome que las bellas palabras que me dedicabas ayer hoy no son mas que pesadilla.
“Jimmy Stewart said he stopped making movies because he didn’t like the way he looked on screen anymore. I’m more the guy who says I look like hell but I’m going to see where it gets me” Tom Waits
Circunloquio
Sin existir duele, sin tocarnos muerde, sin pensarlo ahí está y, cuando intentas tocarlo, simplemente desaparece.
Dejo abiertas puertas y ventanas por si quisiera volver, por si tú y tantos otros tú, quisierais vernos de nuevo.
Pero ya es tarde, perdimos nuestro tiempo y lugar, aquel espacio que sólo había para los dos, sillas sentados mirando, al atardecer, como el sol se esconde, divagando la madrugada y bostezando nuestras tristezas.
Lo siento, escogí no quererte cuando tú si lo hacías, no pude ser tu canción de amor y no te sirve de consuelo pero te diré que a mí también me pasó lo mismo.
Circunloquio
Lo siento, escogí mentirte y ocultar la verdad, pero no te consiento reprochármelo era mi mundo el que se estaba derrumbando.
Lo siento, te diste la vuelta fue mi culpa, ya lo sé, pero he decidido que, aunque no tenga motivos, yo tampoco te perdono el no haber podido enamorarme.
Lo siento, se acabó el pasado del que creíamos que algo quedaba, seguimos hacia delante, encontramos el precipicio y yo decido tirarme sin importarme si me esperarás en la cima.
Lo siento, mi corazón es hielo y mi culpa un pájaro que decidió volar del nido abandonando a sus crías aún sabiendo que iban a morir.
Circunloquio
Y me siento un idiota disculpándome, explicando una y otra vez que yo no era yo, sólo ansiedad y que los maníacos depresivos nunca tenemos descanso.
Y me agarro a una botella de alcohol barato, con tantos grados que cada trago hace cocer mis órganos, decidido a autodestruirme porque quiero, porque la decisión es mía y no de la gente que me quiere.
¿Por qué debería pensar en ellos? Solo estaba cuando sufría sin saber por qué en un Madrid abandonado desde un balcón que miraba al cementerio, nadie estaba conmigo y ahora nadie me hace falta.
Y me voy durmiendo, poco a poco, gota a gota, despreciando este poema, castigándole al eterno retorno, dejándolo sin final, como a todos los demás, porque mañana ya no seré yo y hoy me es imposible saber cómo acabará el cuento.
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