Una alfombra cubre el suelo, no son flores, son colores, los de las hojas que arrancó el viento persistente de las ramas de los árboles eternos de la gran ciudad.
Son aquellas que pisaba cuando era niño, algunas crujientes, se deshacían en pedazos. No como las verdes o las rojas que iban poco a poco deteriorándose por efecto de las botas y las gotas de lluvia.
Noviembre
¿Dónde se fueron las hojas que ya no están? Dónde viven cuando ya no podemos verlas. He pensado que, una noche, cada año, Empleados municipales vuelven a asfaltar la carretera, que por eso las aceras cada vez son más bajas y, mirando desde la terraza, ya veo el suelo más cerca.
El asfalto es entonces poco más que un cementerio donde viven todavía todas las personas y objetos que perdimos. Si no, por qué ya no escuchamos cuentos con finales felices, por qué, poco a poco, cada año voy olvidando tu voz.
He perdido mis juguetes, porque mis soldados ya no son soldados de verdad, han sido sustituidos por otros, cada noche, en las noticias, y cometen actos de crueldad tales que yo no hubiera podido nunca imaginar.
Y estaba pensando, que antes de que un misil nuclear lo destroce todo, quizá podríamos reunirnos todos, que cada amigo traiga cien más, y eso cien, cien picos, martillos neumáticos, y nos adentremos en esa ciudad que vive debajo de la nuestra.
Quizá volvamos a encontrar a aquella mujer, la que vivía en el tercero de una casa que ya no existe aquella que, asomada a la ventana, vigilaba los juegos de los niños.
Cuanto más abajo lleguemos antes volveremos a escuchar las canciones de Enrique y Ana y Barrio Sésamo, las noches en Torrevieja del Un, dos, tres, a Macario, Monchito y Doña Ruperta, y jugaremos al Quién es quién, a la oca y el parchís, al balón en calles sin miedo a los coches, al mundo en que nuestras madres cosían y recosían la ropa y por ello no necesitábamos que fueran esclavas asiáticas las que cosieran pantalones que apenas nos ponemos.
Noviembre
Pero, joder, llevo esperando varias horas y aquí no habéis llegado nadie. Porque la nostalgia es un arma, un arma en manos de los miserables no nuestra, de aquellos que prometen un mundo mejor, hablando de volver a unos viejos valores que no serán más que una excusa para enterrar también la revolución en el olvido.
Dímelo. Dímelo. Que tú tienes hambre, tú tienes hambre, lo mismo que yo. Kiko Veneno, Hambre
En los últimos meses he visto dos series españolas en las que había dos personajes arquetípicos similares. Se trata del policía corrupto que recibe grandes cantidades de dinero de pequeños capos de la droga a cambio de protección.
El primer caso es el personaje de Ezequiel, interpretado por Luis Zahera en la ficción de MediasetEntrevías, serie sita en un barrio marginal de Madrid existente aunque, como aparece en un mensaje al principio cada capítulo, no se identifica con la imagen que ésta da del mismo.
Se trata de un producto bienintencionado que no pasa de ser una nueva vuelta de tuerca a la historia de Romeo y Julieta donde, a medida que pasan los capítulos, como pasa en muchas series españolas, todos terminan liándose con todos.
La serie empieza con una temporada centrada en la degradación de un barrio obrero, relacionando ésta con un aumento del tráfico de drogas y la inmigración que, desde el punto vista de su protagonista, Tirso, interpretado por José Coronado, están íntimamente relacionados.
Si la serie puede subir algún peldaño más arriba de la mediocridad, si es que lo hace, no es sino gracias a las interpretaciones de José Coronado (Tirso) y Luis Zahera (Ezequiel). El resto del reparto cumple con sus papeles, en gran medida inverosímiles, destacando las interpretaciones de María de Nati (Nata) y Franky Martín (Sandro). Respecto a los actores que interpretan a la pareja de enamorados, Felipe Londoño y Nona Sobo, lo mejor que se puede decir es que todavía son jóvenes y tienen tiempo para estudiar y prepararse con la finalidad de ejercer otra profesión para la que realmente estén cualificados. Respecto a Tirso, lo cierto es que aquí no nos interesa mucho hablar de él. Es un personaje bastante inverosímil, ex militar, vigilante, que pasa de ser un facha redomado a convertirse en un entusiasta defensor de la inmigración y la multiculturalidad.
Ezequiel, sin embargo, es un personaje muy interesante, al menos en la primera temporada. Ezequiel es un subinspector de policía, convencido de que Entrevías es un organismo vivo que seguirá funcionando (o disfuncionando) independientemente de la labor policial. Es un personaje que se mueve constantemente entre líneas, interactuando con los demás personajes con el único fin de que el equilibrio se mantenga para evitar guerras entre las diferentes bandas de traficantes que trabajan en el barrio. Para ello mantiene una alianza con un narcotraficante (Sandro) quien cuenta con más medios, personal y armamento que los demás. Sandro es para él un medio. Debe haber un rey en el barrio al que el resto de señores feudales prometan obediencia o, si se me permite el símil, un Leviatán, que clava sus garras en todas las esquinas del barrio, controlando todo y a todos.
La guerra contra la droga
Esta cosmovisión de lo fútil que es eso que ha venido a llamarse la guerra contra la droga es algo que Ezequiel comparte con el Gato (Salva Reina), protagonista de otra serie, Malaka, que es un ejemplo perfecto de lo que una televisión pública ha de ofrecer a sus telespectadores.
Entrevías no puede competir ni en cuanto a puesta en escena, ni en cuando a interpretaciones, credibilidad ni personajes. Sobre todo en cuando a personajes, ya que aquí cada uno de ellos desde sus protagonistas al último secundario están perfectamente dibujados e interpretados.
Se trata de una serie urbana donde conviven todo tipo de policías los corruptos, como el Gato o el comisario Sarabia, los que tuvieron que abandonar el cuerpo por no serlo (Vicente Romero), también una policía profundamente traumatizada (Maggie Civantos) con todo tipo de delincuentes, destacando Laura Baena en el papel de la Tota, entre ellos traficantes, oportunistas, camellos de poca monta, lavanderas de billetes, constructores y políticos que en un mundo perfecto habrían acabado en la calle, prostitutas amateurs y profesionales e incluso una pareja de marroquíes que acaban convirtiéndose en una mezcla de Omar de The Wire y unos Bonnie and Clyde de barrio.
Malaka parte de dos historias que acaban entremezclándose: la del asesinato de la hija de un importante promotor inmobiliario con la de la aparición de un tipo de hachís llamado oro compuesto de una mutación de varios tipos de marihuana que producen un nivel extremadamente alto de TCH y una adicción desmesurada inexistente en cualquier producto de ese tipo presente hasta ahora en el mercado.
El Gato participa en estas investigaciones sólo parcialmente, apurando la paciencia de Blanca (Civantos) al tener que desaparecer frecuentemente para tener que encargarse de otros asuntos relacionados con el mantenimiento del equilibrio en los bajos fondos de Málaga. Aquí los que mueven en percal no se parecen mucho a lo que estamos acostumbrados a ver en las series americanas, gente de gatillo fácil poseedora de interminables fajos de billetes, sino que miembros de diferentes clanes que se juntan cada noche en una casa a las afueras para comer, beber y hablar de negocios. Ahí están los gitanos, los magrebíes, los payos que tratan de repartirse el mercado, haciendo frente común contra los senegaleses que llegaron al barrio haciéndose un hueco a base de hambre, machetes y tijeras o los rusos, que no aparecen en la serie.
Entre todos ellos el Gato debe hacer y cobrarse favores con el fin de mantener la paz al mismo tiempo que asegurar que las drogas y el dinero sigan circulando sin contratiempos.
En contraste el personaje de Ezequiel, que se presenta como un chaval de un pueblo gallego que se hizo policía para ayudar a la gente para acabar viéndose corrompido por las muchas tentaciones que ofrece la gran ciudad, el Gato conoce la calle desde que era niño. Él y sus amigos se ganaban la vida recogiendo los fardos de droga en el mar. Tiene claro de dónde viene y donde está, por eso supo que era mejor ingresar en la policía, después de ver como varios de sus amigos acabaron muertos y otros en la cárcel. El barrio no va a cambiar, siempre ha sido así y siempre lo será. No es una cuestión de mano dura, sino de pobreza y marginalidad, de oferta y demanda.
En un alarde de inverosimilitud, en Entrevías, Ezequiel dice algo así como que su trabajo consiste en que no muera nadie y que nadie lo ha hecho mientras él ha realizado su cometido en el barrio. Es un alarde también de hipocresía, olvida a las verdaderas víctimas: los consumidores. Con lo que podríamos finalmente deducir que el verdadero objetivo del policía humanista es que los narcotraficantes no se maten entre ellos.
Otra vuelta de tuerca: los únicos personajes relevantes que son adictos son un exmilitar amigo de Tirso, Sanchís, interpretado por Manolo Caro, que vivió una experiencia traumática en la guerra de Bosnia y su propia nieta que empieza a tomar oxicodona para superar la ansiedad de haber sido víctima de una violación múltiple.
Y una vuelta de tuerca más: En un momento en que la nieta de Tirso empieza a recibir asistencia psicológica. Tirso se opone de manera agresiva. Viene a decirnos que los psicólogos son los responsables de la adicción de Sanchís pues le obligaron a revivir el trauma y éste no lo pudo soportar. Quedando claro, finalmente, que la única forma de ayudar a la nieta es la mano dura, obligarle a trabajar y a ganarse el pan, encerrarla en casa o prohibirle ver a su novio. Y la única solución definitiva al problema encontrar y asesinar a los hombres que la han violado.
Que cada uno saque sus propias conclusiones.
La guerra contra la droga
Salva Reina, Darío, el Gato, no está obsesionado con minimizar daños. Lo hace porque es bueno para el barrio pero también en beneficio personal. Es una persona violenta porque el Málaga donde vive también lo es y porque es la única manera que conoce de protegerse a él y a los suyos.
Tiene claro que vive en un entorno en que las oportunidades no existen. No hay nada de lo que ves y la única forma de prosperar es la corrupción. Por eso, cuando se trata del futuro de su hijo, es puro delirio. Tiene que conseguir un contrato profesional como futbolista e irse a Inglaterra. Salir del barrio y no volver jamás.
Finalmente, tanto el Gato como Ezequiel son incapaces de ganar la partida, porque las cartas que les han tocado están marcadas. Ezequiel se ve obligado a renunciar al amor y, tras ser expulsado, a asumir que nunca volverá a recuperar su placa.
Darío también pierde su placa, pero sabe que no hay más, a otra cosa, no comparte el desvarío de Luís Zahera, quien sueña con volverse un hombre honrado. Así, el Gato, no muestra arrepentimiento frente a la agente de asuntos internos que le ha jodido. Y, en un discurso sin fallas, lo expone claramente: mientras haya demanda, habrá droga. Podrán presumir los medios de comunicación o el Twitter de la policía de las miles de toneladas de droga incautada, pero la realidad es que cualquier persona en cualquier ciudad de mundo puede encontrar a alguien que le proporcione la droga que más le guste.
Porque al final la actuación policial es un ejercicio de futilidad que no sirve para otra cosa que aumentar el precio. No hay más.
La guerra contra la droga
El negocio de las drogas constituye en esencia una práctica capitalista en la que todos los agentes implicados se mueven por la búsqueda del máximo beneficio. No estar dentro de la legalidad impide que haya una regulación sana, convirtiendo la violencia en un medio, si bien no legítimo, sí efectivo a la hora de conseguir sacar mayor tajada. Evidentemente, si matas a tu competidor ganas un plus en la elaboración o transporte de la mercancía.
Por su parte, la policía, añade el intento de monopolio de la violencia por parte del estado sin conseguirlo. Incauta grandes cantidades de droga, sí, pero éste no es síntoma de que el sistema funciona sino que produce efectos perversos y más dañinos.
Tal como expone Johann Hari en su libro Tras el grito, la ilegalización de las sustancias estupefacientes beneficia el comercio de aquellas sustancias que son más dañinas ya que suelen coincidir con las que precisan de dosis más pequeñas.
El autor lo ejemplifica con la época de la prohibición en Estados Unidos. Un chupito de whisky se vendía a un precio igual o mayor que una jarra de cerveza. Por lo que el dueño de un camión que quisiera dedicarse al negocio del contrabando optaba por la solución más lógica: llenar el camión de whisky o whiskey y obtener así una mayor plusvalía.
Porque quien quiere emborracharse recurre a las bebidas blancas, aquellas que te proporcionan un pedo más inmediato.
La guerra contra la droga
Igualmente, ocurrió en la crisis de la heroína en España, que empezó a venderse en grandes cantidades a precios asequibles. Hay quien habla de una conspiración, de que la guardia civil, los servicios secretos o ambos pusieron en las calles grandes cantidades de heroína a precio barato como un modo de reprimir a las juventudes contestatarias, sobre todo en Euskadi y en Cataluña, convirtiéndolas en masas de yonquis, palabra (en inglés Junkey) que popularizaron en Estados Unidos escritores como William S. Burroughs o Allen Ginsberg y que ha sido la que se ha venido utilizando en las últimas décadas para denominar a los adictos a la heroína.
Sin embargo, por mucho que nos gusten las teorías de la conspiración, yo ésta la pondría en cuarentena, dado que hay pocos o ningún dato real que la sostenga, tal como expone con multitud de argumentos Juan Carlos Usó en su libro ¿Nos matan con la heroína? Porque, al fin y al cabo, la heroína se consumía tanto en la industrializada margen izquierda de la ría del Nervión como en las fiestas pijas de la movida madrileña y, si bien es cierto que hubo guardias civiles que miraron hacia otro lado, no se trató tanto de una decisión política consciente como de algo tan simple como que aceptaban sobornos para hacerlo.
La guerra contra la droga
Tras esta digresión volvemos al tema del narcotráfico y el coste contable, y llegamos así a las dos primeras temporadas de Narcos México y a su protagonista, Miguel Ángel Félix Gallardo, interpretado de manera soberbia por ese excelente actor mexicano que es Diego Luna.
Todos sabemos que el boom de Narcos se produjo con la figura del Escobar interpretado por Walter Moura, pero Diego Luna no sólo tiene el acento correcto sino que compone un personaje repleto de matices con quien, en mi opinión, el espectador puede identificarse más fácilmente. Pues hay que reconocer que todos escondemos un sociópata que nunca llega a ser capaz de identificarse con lo que quiere.
Bueno, quizá todos no, puede que sólo sea cosa mía. Pero, en fin, en Narcos México se nos muestra que un personaje que ha nacido para ser un secundario puede convertirse en protagonista si posee una visión y la determinación para tratar de llevarla a cabo.
Félix Gallardo, nacido en Sinaloa, fue miembro de la Policía Judicial Mexicana, oficio que compaginó con la fundación del conocido Cártel de Guadalajara a principios de los años 80. Protegido por el Gobernador de la región propuso la idea de colaborar con otros narcotraficantes mexicanos para el envío a Estados Unidos de un tipo de marihuana creada por uno de sus hombres más cercanos que, por razones que no vienen al caso, puede ser cultivada en el desierto.
El proyecto, la visión de Félix era fundar una federación, conseguir que narcos como el Chapo Guzmán o los hermanos Arellano dejen a un lado sus diferencias y trabajen juntos, dejando así la violencia fuera de la ecuación.
Poco más me interesa explicar aquí del argumento. Sólo destacar que el plan de Félix, con sus más y sus menos, fue altamente exitoso y le hizo inmensamente rico. Compró multitud de propiedades, estableció importantes contactos con otros empresarios “respetables” y miembros del corrupto PRI, trabajando a su vez mano a mano con la Dirección Federal de Seguridad.
Hay una escena, en la que Diego Luna o Felix Gallardo mata a golpes con un cenicero en un hotel de su propiedad al jefe de la DFS. En este caso se trata de un personaje ficticio, Salvador Osuna Nava, interpretado por Ernesto Alterio, cuyo asesinato sirve para dejar claro por qué Felix Gallardo fue considerado el “Jefe de Jefes” en México. Podía hacer cualquier cosa y salir indemne de ello.
La guerra contra la droga
El antagonista de Felix Gallardo es el agente de la DEA Kiki Camarena. Inspirado en un personaje real, se trata del típico agente de la DEA de la franquicia: un estadounidense que llega a México a poner orden, capaz de enfrentarse a la corrupción de todo un país y de llegar en sus pesquisas mucho más allá de lo que hubiera sido capaz cualquier agente de cualquier cuerpo de policía mexicano.
Camarena llega a descubrir dónde se encuentra la enorme plantación de marihuana de Gallardo haciéndose pasar por un temporero. En cierto modo, el momento en que llega a la plantación sirve de denuncia de las condiciones de vida y de trabajo de los peones que trabajan en estas plantaciones. Creo que éste es un tremendo ejercicio de cinismo por parte de los creadores y guionistas de la serie. Si llegamos al fondo de la cuestión, las condiciones de vida de los trabajadores de las plantaciones no hubieran tenido mayor importancia si el producto un producto legal. Hay millones de trabajadores en México y en Estados Unidos que soportan las mismas o peores condiciones, por no hablar de las de ciertos países de Asia.
Si Félix Gallardo se hubiera dedicado al negocio de la moda hubiera sido considerado por todos como un empresario respetable; el Amancio Ortega de Sinaloa. Porque Don Miguel Ángel Félix Gallardo era un neoliberal. Es más, Felix Gallardo era bastante más honrado que el gallego porque, al contrario que éste, vendía un producto de calidad. ¿Que flexibilizaba las condiciones laborales de sus empleados hasta el límite haciendo que la mayor parte de los beneficios se repartieran entre él y los actos directivos de su compañía? Cierto. ¿Es eso inmoral? Juzgue usted. Porque el argumento de que era un empresario que generaba riqueza y puestos de trabajo también le es aplicable.
Algunos socios de Felix Gallardo, sin su conocimiento ni su consentimiento hasta que ya fue demasiado tarde secuestraron, torturaron y asesinaron a Kiki Camarena. Y es aquí cuando Estados Unidos se pone serio. Porque en el fondo, todas las acciones que realiza el país en México no están dirigidas tanto a la lucha contra el narcotráfico como a buscar justicia para Camarena, para detener a su asesino. Lo que nos muestra de forma gráfica la moral dispersa de aquellos agentes que se dedicaban a la lucha contra el narcotráfico.
Pero volveremos a ello más adelante.
La guerra contra la droga
Hay un término en economía, coste contable, que se refiere al dinero que has dejado de ganar por no haber sabido maximizar el beneficio que puedes obtener de los recursos de los que dispones. Este concepto fue el que le llevó un día a Félix Gallardo a plantearse lo siguiente: ¿Para qué seguir cultivando y transportando Marihuana a Estados Unidos cuando podía ganar muchos más dinero aliándose con los cárteles colombianos para transportar su marihuana?
Y, como buen sinaloense, no pudo resistirse a esa tentación. Pactó con Escobar y empezó a mover la mercancía. Se hizo inmensamente rico, invirtiendo su dinero en negocios legales, aliándose con todos los estamentos del sistema corrupto mexicano: policía, ejército, grandes empresarios y políticos. De acuerdo con lo que dice la serie, llega incluso a establecer una alianza con la CIA mediante la que él facilitaba rutas para el envío de armas a las guerrillas nicaragüenses a cambio de que le dejaran en paz.
Pero tiene dos problemas. El primero es Kiki Camarena. La DEA nunca iba a perdonarle su participación en la muerte de uno de los suyos y el otro, las conspiraciones contra él por parte de los demás miembros de la federación.
Y así, poco a poco, se desmorona un imperio. Felix Gallardo acabará en la cárcel, un lugar de donde nunca volverá a salir.
La guerra contra la droga
Llegamos a la escena final de la segunda temporada. Aquella en la que el agente Walt Breslin (Scott McNairy) visita a Félix en la cárcel. Le enseña una foto de Camarena y le pregunta: ¿Sabes quién soy? Félix le escucha con indiferencia. Breslin le pide información. Y éste le explica lo que va a pasar a continuación. Los Cárteles van a abandonar la Federación y van a ir cada uno por su lado. El negocio seguirá en pie pero, al no contar con una estructura como La Federación donde todo el mundo debía actuar con el beneplácito de Gallardo, va a venir acompañado de más violencia.
El monólogo final de Diego Luna es para enmarcar. Primero se refiere a la Guerra contra la droga, diciendo que los americanos entran en otros países para decirles lo que tienen que hacer sin tener una visión de conjunto. La derrota es similar a la de la Guerra de Vietnam, con la diferencia de que no son ellos los que pierden vidas: “Querías ver otra cosa. Pues te la pelas. (Ustedes) ya empezaron el cagadero y esto nadie lo para. Sin mí, nadie lo para. Yo debería traer tu pinche placa de la DEA. Va a empezar a correr la sangre, el caos. Así van a ver lo que pasa cuando abren la jaula y dejan salir a los animales. Me van a extrañar”.
La guerra contra la droga
Así explica el final David Newman, uno de los creadores de la serie: “Félix Gallardo yendo a la cárcel, y la destrucción de aquello que había construido, fue el comienzo de un primer capítulo increíblemente violento de la guerra contra las drogas; ahora nos dirigimos hacia los años 90, donde la cosa se pone realmente fea, porque aquello que mantuvo unidos a todos, que era Félix Gallardo y su sueño, se ha desvanecido, y ahora comienza la muerte”.
Esta explicación conecta a un hombre como Félix Gallardo con el Gato. Felix Gallardo acabará sus días en la cárcel y el Gato, al perder la placa, se cambiará de lado dedicándose a transportar mercancía por el mar. A los dos les une una visión clara de la realidad que podría parecer cínica. Pero mucho más cínica es la visión de los honrados agentes de la DEA que dan golpes aquí y allá sin tener en cuenta las consecuencias de sus actos o que, como Steve Murphy se hacen fotos con el cadáver de Pablo Escobar como si éste fuera una pieza de caza.
Nunca pensarán en el origen de los sicarios de Medellín, tal como los describe Gabriel García Márquez en Noticia de un secuestro. Jóvenes, muchos profundamente cristianos, que entran en el negocio por ser la única salida. Salida que les garantiza dinero fácil y un deseo de escapar de la realidad a través de la música, de las drogas o de practicar el deporte bien remunerado de la caza de policías. Pero esta pobreza, que bien podría parecer exclusiva del tercer mundo, también existe en el cuarto mundo. En el Baltimore que nos enseñaron David Simon y Ed Burns en las cuatro excelentes temporadas de The Wire (porque, que quede claro, nunca se hizo una quinta temporada). No hablamos aquí de los grandes narcotraficantes sino de los pequeños camellos que se buscan la vida cada día en una esquina apoyados en paredes repletas de pequeños agujeros de bala.
En Estados Unidos cuando alguien toma alcohol por la calle debe llevar la botella envuelta en una bolsa de papel. Así te garantizas poder beber sin que la policía te diga nada, suponiendo al mismo tiempo una señal de respeto hacia ellos al no consumir abiertamente.
En la cuarta temporada, el veterano jefe de policía Howard Colvin (interpretado por Robert Wisdom) trata de crear una bolsa de papel para el crack delimitando un territorio, al que se llamaría Hamsterdam donde se podría vender droga libremente. Todo a cambio de que no hubiera violencia entre los diferentes proveedores y que no salieran de aquella zona.
El experimento, por supuesto, termina fracasando cuando algunos policías descontentos informan a la prensa. Y, añadiré, fracasa porque debía hacerlo, porque Hamsterdam se convierte en una especie de círculo del infierno plagado de seres inánimes que conviven con la más absoluta miseria y degradación.
No obstante, la otra alternativa es aquella en que la policía únicamente puede luchar contra el tráfico de sustancias ilegales a través del ejercicio de la violencia. La policía ha olvidado el barrio, el trato con las personas que allí viven, deshumanizándolas y convirtiéndolas en objetivos aleatorios de un maltrato continuado.
Hamsterdam también olvida algo importante. La guerra contra la droga se ha convertido también en una guerra contra los adictos. Tanto la policía como los traficantes les tratan como escoria y, unos y otros, permiten que se les venda una mercancía peligrosamente adulterada.
La guerra contra la droga
Las típicas lesiones en las venas de los yonquis no son consecuencia de pincharse heroína simplemente, sino también de que ésta ha sido mezclada con polvos de ladrillo, talco o vaya usted a saber qué. En el libro Tras el grito, antes citado se explica esto. También se explica que en Portugal existen programas para los adictos donde se les dan dosis controladas de heroína para poder sobrellevar su adicción de la mejor manera posible. Con esto se consigue, aparte del uso de jeringuillas no contaminadas, que estas personas puedan seguir adelante con sus vidas cotidianas, sin cometer delitos para financiar su adicción ni tener la necesidad de frecuentar ambientes sórdidos y peligrosos para comprar la mercancía.
Este tipo de programas muestran que la intervención estatal, más allá de su ejercicio del monopolio de la violencia, resulta más beneficiosa para el resto de la sociedad que una guerra que nunca acaba. La policía bien puede presumir en Twitter de haber encontrado un cargamento de toneladas de hachís, que han sido más listos que un infeliz que pretendía pasar droga por la frontera escondida en un bocadillo de chorizo o invitarte a denunciar a tu vecino si ves que tiene plantas “raras” en su terraza. Pero el Gato tiene razón. Todo eso no es más que decoración. Es el estado presumiendo de músculo y no de cerebro. No estoy diciendo que la corrupción, ya sea policial o endémica como en el caso de Félix Gallardo, sea la solución al problema de las drogas. Porque, excepto en el caso de un consumo social que no va más allá, se trata de una crisis sanitaria, agravada por la inexistencia de ningún control de la calidad de la mercancía. Sin embargo, estas prácticas corruptas, son más útiles que esa eterna partida de cartas en la que juegan policías y narcotraficantes. Y, al final, el problema de la corrupción lo es sólo porque los policías corruptos pisan rallas que estamentos más altos quieren esnifar.
Los políticos y los grandes empresarios no odian las drogas. La lucha contra la droga ha supuesto para ellos pingües beneficios a los que no van a renunciar sólo porque ésta sea ineficaz y vayan perdiéndola desde un principio.La violencia aumenta y nunca pasa nada. Mientras no mueran políticos y empresarios, nadie piensa en ciudades arrasadas por el narcotráfico o por las miles de mujeres desaparecidas en México. Porque hay algo que odian más que el crimen, odian a los pobres, como dice la canción de Molotov, los detestan:
La guerra contra la droga
“Gente que vive en la pobreza Nadie hace nada porque a nadie le interesa Es la gente de arriba te detesta Hay más gente que quiere que caigan sus cabezas Si le das más poder al poder Más duro te van a venir a coger Porque fuimos potencia mundial Somos pobres, nos manejan mal”
Tengo frío y ya no tengo miedo, me muero de hambre sin ganas de comer, recuerdo todo lo que pasó, olvidé en qué orden y hoy sólo puedo ofreceros una estúpida convicción: la de que las farolas os mienten, puede que no creáis la primera vez, pero dadle un par de vueltas, por favor, y llegaréis a la conclusión de que la luz supone una armonía engañosa porque las criaturas más terribles no necesitan esconderse entre las sombras.
Recuerdo haber estado hablando contigo, dándote la mano mientras dormías, convencido de que de eso hace sólo cinco minutos y, sin embargo, la cama ya lleva semanas vacía. Y escupo al tiempo sangre y rencor, porque nos miente, estad seguros de que es así, a veces pasa lento, a veces rápido y nos dice que los abuelos podrían jugar como si fueran niños en los parques nocturnos de cementerios alborotados, pero nadie, ni siquiera aquella maestra todavía virgen, supo decirnos el precio que crecer supone: dolor, más dolor, pérdida e incomprensión.
Escúchame, quizá no pueda entender el origen del universo pero estoy aquí, en medio de la nada, los pies hundidos en el barro y los brazos en cruz, dejando que el impetuoso viento del norte me hiele la cara y que la lluvia, transparente y cruel, atraviese mi carne y se pegue a mis huesos. Pero ningún sacrificio será suficiente para ti, ¿no Señor? Sólo mereció la pena el cometido por tu hijo porque, al fin y al cabo, hay clases y clases. ¿De qué te serviría a ti mi sufrimiento si no fuera divertido? Supongo que para ti sólo soy eso: un triste bufón, que espera que, sin asco, con ternura, ella vuelva a acercarse a mí, me cubra con una manta y, abrazada, consigas detener el tiempo.
Bufón
Por favor, te juro que seguiré teniendo la mirada triste.
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