Cuando Eva decidió comerse una manzana y así infligir el mayor castigo posible, la necesidad de trabajar, a todo el género humano, ésta no fue la única de las consecuencias de sus actos. Dios les dijo también algo así como que se avergonzarían de su desnudez, es decir, convertiría al hombre y a la mujer en los únicos animales que necesitarían ir vestidos para no pasar vergüenza.
E inventarían la ropa. Esa herramienta que usamos para esconder nuestros defectos, por ejemplo, con ropa ancha que disimule nuestros michelines, o crear una falsa ilusión sobre nuestras virtudes con el maquillaje, las fajas o los sujetadores push up.
Quizá porque fue una mujer la que cometió aquel pecado imperdonable, son las mujeres las que más sufren la necesidad de esconder sus defectos a toda costa. Porque Dios decidió crear una sociedad donde convertirlas en objeto de deseo y disfrute del sexo masculino.
Dirán que eso está cambiando porque cada vez somos un poco más feministas y ateos, al menos los wokes y los progres, a quienes a veces se podrá criticar diciendo que sólo defienden esos ideales para no desentonar en la dictadura judía puritana de pensamiento único. Aunque, en cualquier caso, da igual, porque no consigo encontrar la diferencia entre ser y parecer o adaptar nuestro comportamiento a lo que se espera de nosotros.
Pero, si lo pensamos fríamente, quizá una mujer hermosa pueda conseguir muchas cosas con sólo pedirlas. Cosa que no es capaz de conseguir el más apuesto de los hombres que, compartirá con todos los de su especie, unos genitales exteriores que, en todo momento, le recordarán lo ridículo que es en realidad su deseo sexual.
¿Por qué una mujer masturbándose resulta sensual y un hombre haciéndose una paja en el wáter sórdido? No por otra razón más que la de que el zumba zumba resulta altamente ridículo. Tanto como ese bulto marcado en el pantalón que nos convierte en tan predecibles como ridículos, desnudos, con un preservativo colgando, intentando penetrar a nuestra pareja sexual en una situación casi siempre problemática tanto cuando no conseguimos que nuestro soldadito esté lo suficientemente firme, cuando se nos sale continuamente, cuando nos vamos demasiado rápido o cuando no conseguimos concentrarnos lo suficiente como para hacerlo. Y, después, nos convertimos en una masa sudorosa, agotada, triste sempre post coitum y despreocupada del placer ajeno, en parte porque siempre tenemos ahí a la otra parte dispuesta a darnos unas palabras de ánimo independientemente del nivel de su disfrute.
No, creo que Dios no castigó a la mujer con la vergüenza que provoca su desnudez, o no solamente con ello sino con la tortura de convivir con seres que consideran el sexo como fuente de placer propio, que suplican en la cama date la vuelta que necesito correrme. Incapaces de controlar sus instintos y preservar su identidad. Y capaces de violar a mujeres y a niños sólo para conseguir unos segundos de satisfacción que nunca son suficientes ni consiguen saciar esa inherente crueldad que oculta un ese profundo sentimiento de insatisfacción que forma parte de su naturaleza.
Don’t Look Now (Amenaza en la sombra), (Nicolas Roeg, 1973)
Correcta adaptación de Daphne Du Maurier, a quien con tanto éxito adaptó Alfred Hitchcock en multitud de ocasiones, que, sin embargo, no suele ser recordada más que por su famosa escena de sexo entre Donald Sutherland y Julie Christie sobre la que en su día circuló la leyenda urbana de que lo que se mostraba en pantalla no era una simulación sino un acto carnal efectivo.
Precisamente es en esta escena donde destacan los aspectos más relevantes de esta película. Uno de ellos es la química entre la pareja protagonista, que interpreta a un matrimonio que ha perdido a su hija en un trágico accidente que, probablemente, hubiera podido no haber resultado mortal si el personaje de Sutherland de no haber ignorado las señales que se presentaban ante sí a causa del don o sexto sentido que posee e ignora.
Don’t Look Now (Amenaza en la sombra), (Nicolas Roeg, 1973)
Más tarde el matrimonio se desplaza a Venecia con el fin de poner distancia con la tragedia donde Donald Sutherland se entrega al trabajo de restaurar una antigua iglesia. La importancia de la ciudad es clave pues se nos presenta como un laberinto por el que los protagonistas transitan, en muchas ocasiones sin ser conscientes del lugar en que se encuentran.
Una ciudad donde los mismos puentes son transitados una y otra vez, donde las calles son estrechas, oscuras y vacías en la noche. Una noche que esconde al autor de unos terribles asesinatos que, sin ser centrales en el argumento de la película, suponen un perfecto trasfondo para este thriller psicológico en el que, como en la famosa escena de sexo, se entrelazan imágenes de pasado, presente y futuro.
Señales del futuro que, como al principio de la película, son ignoradas consciente o inconscientemente por parte del protagonista o, simplemente, resultan incomprensibles para él e inútiles para averiguar la manera de evitar la tragedia que, supuestamente, le espera acechante en alguno de los infinitos recovecos o esquinas profusamente presentes entre góndolas y canales.
En definitiva, una película atrayente y extraña que, aunque no llega a explotar su potencial consigue superar el reto de ver una película entera sin mirar el móvil una sola vez.
Saltaba de la cama a coger cualquier cosa con la que llenar el estómago pues mi padres, desde pequeño me enseñaron, entre otras cosas, que nunca había que fumar en ayunas.
También me inculcaron la costumbre, tan beneficiosa como perjudicial de estar siempre leyendo algo, cualquier cosa.
Y así pasaba las mañanas, en la cama, un cigarrillo tras otro cuando todavía no estaba prohibido.
A veces un libro otras uno de esos comics que ya me sabía de memoria, otras, cuando quería cambiar el mundo, un ejemplar de Le Monde Diplomatique y nunca el periódico, pues me daba mucha pereza tener que vestirme para salir a comprarlo.
Entonces no me conocías, tenía el pelo largo, rizado e indomable, casi como el tuyo.
Ahora tienes siete años y cada tarde te peleas con las palabras, juntando una sílaba tras otra.
Me pregunto en qué momento la lectura dejará de ser deberes para ti. Si también seguirás el ejemplo de mamá y papá o te decidirás por otro tipo de aventuras.
Me levantaba de la cama no antes de las tres. Si me quedaba dormido podían dar las cinco o las seis. Hora de comer, unas cuantas salchichas hechas en el microondas con tostadas.
En aquella época todavía era inmortal, pesaba como cuarenta kilos menos y apenas necesitaba respirar.
Me sentaba a comer viendo Aquí no hay quien viva. En aquella época siempre lo ponían en algún canal, fuera la hora que fuera. Me liaba un porro, eso es algo que todavía no sabes que es aunque me temo que invariablemente algún día lo sabrás y lo probarás, cuando tengas treinta o cuarenta años, espero.
El humo denso del hachís disminuía mi tráfico mental al tiempo que la tarde oscurecía.
A veces veía cosas ahí donde no había nada y, otras veces, veía como, poco a poco, el humo salía por el balcón y pensaba: me gustaría poder volar como hace él.
Entre el humo, también, se podía ver, de vez en cuando, asomarse a mis compañeros de piso.
Solíamos bajar, sobre las siete o las ocho, a tomarnos unas cañas y alimentarnos con un poco de comida caliente. En aquella terraza, muchas veces, podía sentir el aire como si fuera la primera vez.
Domingo
No solía, creo que ya te has percatado de mi introversión, participar mucho de las conversaciones. A veces, atrapado en mi mundo interior, apenas las seguía pero me reía cuando los demás lo hacían también y, sólo con eso, ya me sentía uno más.
Madrid es muy grande, aunque sólo lo notas en el metro.
Por lo demás tu mundo sigue siendo muy pequeño: las calles cerca de donde vives, la zona en la que trabajas y un centro siempre despierto.
Desde el balcón de mi habitación, sita en Moratalaz, no podías ver aquel lugar donde siempre parecía que iba a pasar algo.
Veía la noche, antes de acostarme, gente pasar, cada vez menos, sin prisa por que llegara el día siguiente, porque en aquel momento sólo el presente importaba.
Y, sin embargo, cada noche, antes de meterme en la cama, encendía una vela que me acompañaba toda la noche.
Yo no lo sabía, pero detrás de aquella pequeña llama tu madre y tú me estabais esperando.
Soy el florete que atravesó mi pecho, el garfio que desgarro mi cuello, los cristales sobre los que caminé buscando respuestas después de despertar, como una mujer lobo, en un bosque tenebroso que, tras esconderse la luna llena, está pleno de zarzas y ramas que pueden cortar la carne.
Fui, quise ser, cuando era niña, el humo de aquel cigarrillo que conseguía escapar a través de las rendijas de la habitación en la que aquel hombre quiso obligarme a aprender todas aquellas cosas para las que era imposible que estuviera preparada.
Me hubiera gustado ser viento, sólo viento, huracanado que disfruta destruyendo todo aquello que encuentra a su paso. Pero era solo aire, no yo, sino aquello que me separaba de aquellos otros niños que se acercaban sonrientes y amenazantes, decididos a desnudarme, vejarme y someterme a todo tipo de humillaciones.
Ellos crecieron, se dijeron a sí mismos que aquellas eran cosas de niños, cosas que habían quedado atrás, mientras se convertían en adultos crueles que vendieron la poca humanidad que les quedaba a cambio de un salario.
Mira a tu alrededor e imagina cuantos de ellos convertirán tu mundo en un lugar inhabitable. Míralos, están en todas partes, agazapados, esperando el momento en el que convertirse en el peor de tus recuerdos.
Está ahí, en la cola del supermercado, dispuesto a abalanzarse con sobre la cajera que respondía a su deseo con indiferencia motivo que le pareció suficiente para clavar el cuchillo en su carne una y otra vez.
Están encerrados en habitaciones oscuras, sólo les observa la sombra proyectada en aquella pantalla en la que visualizan e intercambian porno de venganza, vídeos de chicas a las que escupen, golpean y penetran con dolor.
Son depredadores, que intercambian aberraciones en la red profunda. Los mismos que buscan en las discotecas y las playas chicas que no puedan mantenerse en pie que vivirán una pesadilla estando dormidas.
Son los mismos cuerpos sudorosos, de mirada lujuriosa, pegajosa, que se me clava en todos los putos sitios. Yo sé que lo hacen, incluso quienes parecen más inofensivos. Ellos son, muchas veces, los peores.
No temen a nada pero deberían temerme. Desde aquel día en que decidí convertirme en infierno. Ahora sólo me dedico a buscarles, a los peores, lo que no es muy difícil, porque casi todos lo son.
Soy dueña de mi cuerpo, de mi rostro insinuante, mi boquita pintada y nada disimulado escote. Es sencillo atraerles, morderles el labio hasta sangrar y rozarles el sexo enseñándoles a arder.
Soy la cuerda que rodea su cuello, la sierra que desmembra sus miembros y el disolvente que licua sus cuerpos.
Soy el olvido que se niega a olvidar, el reverso luminoso de Ted Bundy, el ángel que vigila en la noche, soy la estrella que convierte el deseo en cenizas.
Y algún seré famosa. Ya abro todos los telediarios y sé que algún día me encontrarán. Ese día internet se llenará de mí y todos vosotros querréis conocer todo sobre mí. Me convertiré en un ejemplo para muchas otras, deberíais meteros en algún agujero y no salir jamás. Porque somo legión y el mundo no volverá a ser un lugar seguro para ninguno de vosotros.
Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies