Un poeta de melancolía y naturalezas muertas, convencido de que sólo hay belleza en el dolor.
Mutilado el placer, el deseo.
Entregado al fantasma de una muerte que nunca llega.
La soledad de ese corredor de fondo a quien olvidaron decirle donde está la meta. ¿Quieres más palabras? Puedo robar todas las que quiera.
Tengo muchas más, pero tú desapareces cuando llego, lanzando conjuros contra nuestro amor, haciendo imposible todo lo que creía posible.
¿Recuerdas? Fuimos dos amantes, empeñados en inundar el mundo entero.
¿Recuerdas? Convertí tu carne en pan y, en vino, los fluidos que brotaban de entre tus piernas.
Porque tú te fuiste y yo, incluso feliz a tu lado, no podía dejar de parecer triste.
Vivimos ahí, tanto tiempo…
Hasta que decidimos quemar todo el jardín, rebelándonos ante aquella imposición de amor eterno. Se quemó hasta la serpiente, se apagó el sol y, congelados nuestros cuerpos, empezamos a sentir la vergüenza de todos aquellos deseos imposibles.
Porque nuestros cuerpos, por más que lo intentáramos, jamás llegarían a fusionarse.
Mi psiquiatra dice que sólo es un sueño. Pero yo sé que hace algunos años me atropelló un autobús, lo recuerdo perfectamente. Iba al instituto, medio dormido, como siempre. Me había levantado con el tiempo justo para ir a desayunar y mojarme el pelo. Tenía un pelo que no se permitía domar, siempre trataba de tumbarlo con el peso del agua. Y él volvía hacia arriba. Mientras andaba podía sentir los rizos botando sobre mí. Odiaba tener el pelo rizado.
Creo que pensaba en eso, sin darme cuenta de que el agua que me había echado en la cabeza no me había conseguido despertar del todo. ¿Fue un sueño? Yo digo que no, mi psiquiatra dice que sí. Los sueños no se graban en nuestra memoria con tantos detalles.
Pasé al lado del quiosco. En la Fotogramas, la portada se la dedicaban a Quentin Tartantino, Pulp Fiction se había mantenido en cartelera más de un año en varios cines de la ciudad. En la Rockdelux me hubiera gustado ver una portada con Surfin’ Bichos, pero se la dedicaban a Radiohead. Todo el mundo hablaba de Radiohead, y en mi mente pretendía confeccionar una diatriba que os convenciese a todos de que el Rock Británico estaba muy sobrevalorado. Pero lo hacía a duras penas porque tenía prisa, así que levanté el pie y lo puse del lado de la calzada.
“Oí un grito de mujer”, le digo al psiquiatra. “Escuché aquel sonido detenido en el aire”. Es muy extraño porque, cuando se detiene el tiempo, el ruido suena eternamente. “Comida china y subfusiles”, es lo que recuerdo repetir en mi mente, una y otra vez, una frase que duraba menos que una partícula de segundo. Y, mientras veía el autobús casi encima de mí, pude fijarme en todos los viajeros, la expresión de pánico del conductor y la de estupefacción de una vieja que caía sin detenerse y sin soltar el carrito. Llevaba unas gafas estilo Woody Allen.
El autobús pasaba por encima de mí, y el dolor era insoportable. No recuerdo el dolor, pero estoy seguro de ello porque podía ver cómo aquel vehículo me aplastaba desde el otro lado de la acera. Podía escuchar mis gritos y, a su vez, adivinar como mi luz se iba apagando poco a poco.
“Supongamos que lo que dices es verdad, que perdiste la vida en aquel instante”, dice mi psiquiatra mientras se asegura mirando por la ventana a través del cristal para asegurarse de que sus lentes habían quedado perfectamente limpias. “Si es así, ¿por qué no se fundió todo en negro? ¿Por qué sigues aquí y no has desaparecido?”. Como no creo en el más allá, la pregunta es pertinente.
Yo también miro por la ventana, la aurora del amanecer dibuja preciosos cuadros en tonalidades rojizas. Cuadros abstractos que lo significan todo aunque no signifiquen nada. No es lógico que esté en su consulta a esta hora.
¿O sí? ¿Dónde estoy ahora? Sólo sé que mi imaginación se resistió a morir, y fue creando recuerdos, escondiendo mi vida de la muerte como el agua que se esconde en el desagüe.
Sé que sigo debajo de aquel autobús porque desde ese día no he podido dejar de escuchar, en ningún momento, el grito de horror de aquella mujer. Gracias a ese grito sé que sigo huyendo, que la muerte todavía no me ha encontrado.
Tengo que estar alerta, sé que ella no me olvida. Quizá debería aprovechar mejor el poco tiempo que me queda, bailar al amanecer mientras escucho de fondo el ruido estridente de los pájaros, qué se yo. Pero tengo miedo, no quiero que la luz desaparezca y es por eso que me resisto a salir de este purgatorio de cabeceros de metal, puertas con cerrojo y paredes blancas.
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