Pentecostal
Estaba en el parque, con Carla, era un decir, porque ella estaba en algún lugar dentro de la locomotora, uno de aquellos imposibles de verse a través de los ojos de un adulto. Quizá estaba hablando con alguna de sus amigas. ¿De qué hablan las niñas de cinco años? No lo sé, sólo recuerdo una vez, en la guardería, bromeando con Eneko, pasándole la goma por el brazo y diciendo: “te voy a borrar”, mientras el resto de nuestra mesa redonda estallaba en carcajadas.
Así es el mundo de los niños. Nosotros lo fuimos alguna vez y no somos capaces de recordar cómo era. Y miramos cómo se ríen y se divierten, con un gesto melancólico, provocado por la sensación de que ya nunca seremos capaces de reír ni de sorprendernos con aquella franqueza.
De repente, llegó un hombre, sudamericano, acompañado de varias mujeres, un micrófono y un altavoz. Por supuesto ellas tenían nombres, pero yo no los conocía, motivo por el cual las confundía con parte del atrezzo.
Una de ellas se acercó al micrófono: “Hola, hola” y, acto seguido, cuando comprobó que todo estaba bien conectado, se puso a cantar. Una canción irritante dedicada a su mejor amigo, Jesucristo, aquél que le quería, le escuchaba y le ayudaba en los momentos difíciles.
Pensé lo mismo que pensaba de aquellos adolescentes que fumaban porros en los bancos inmediatamente colocados enfrente de los columpios. Ellos también ponían música a todo volumen, y a veces cantaban. Andaban como personajes de una película de Sergio Leone, cada uno con su propia música, necesitados de comunicar al mundo sus preferencias, como paso necesario para encepar su identidad. Quizá ambos piensen que su música podría ser capaz de modificar mi punto de vista, pero me temo que no.
Los cristianos pentecostales, así se presentaron, estaban colocados al otro banco del parque y yo en medio, intentando vanamente concentrarme en el libro que me había llevado, uno sobre la Alemania de Weimar. Aquel lugar idílico en que el arte, la vida y el sexo todavía tenían sentido. Donde los hombres se reían con la franqueza de un niño, del mismo modo que se esforzaban al máximo por aprehender todo lo que había a su alrededor con la curiosidad inherente a la infancia.
Pudiera ser que Alemania fuera un paraíso antes de la llegada de Hitler, pero algunos historiadores y periodistas interesados, los hombres de aquella república eran personas de chicle, y sus articulaciones no eran lo suficientemente firmes como para cargar sobre sus hombros con el peso de la historia. Pero Hitler sí era capaz, sólo por eso los alemanes se entregaron a él, porque prometió hacer Alemania grande de nuevo. Y la hizo, por un tiempo, para después hundirla en una humillación mucho mayor de la sufrida en la Primera Guerra Mundial, la de un país dividido, controlado, teñido de vergüenza y derrotado. ¿Por qué seguimos creyendo en Jesucristo a pesar de todos los genocidios, las mutilaciones y la violencia sexual?
No lo sé, es probable que Alemania necesitara un mesías para despertar y que los pentecostales no fueran tan diferentes, en su empeño de tratar de cooptar miembros para su iglesia. Ellos se presentaron, y no sé si nadie se había detenido para escucharlos, pero ellos hablaban del lugar en el que estaba su iglesia, un lugar tocado por la mano de Dios en el que todos compartían creencias y problemas.
Supuse que ahí podrían ser niños, porque yo cuando era pequeño creía en la existencia de Dios de manera natural. Era lo que me habían enseñado mis padres, lo que nos habían contado en el colegio. Jesucristo cargó con el pecado original para librarnos de todos los pecados, algo así. Y debíamos querer a Jesucristo, que en ocasiones era un bebé indefenso y en otras un señor con barba que caminaba hacia la cruz.
El mismo Jesucristo ungido en Alemania, o en España. Mi suegro, hace poco, me dijo que su visión de España había cambiado mucho. De niño estaba convencido de que se trataba de una unidad de destino universal, una, grande y libre que alumbraba al mundo. Hoy no piensa así, ha dejado de ser un niño que sabe que no tenemos tanto de lo que presumir.
¿Por qué dejamos de creer en algunas cosas cuando nos hacemos mayores y en otras no? ¿Por qué es tan fácil dejarnos embaucar? Supongo que porque consciente o inconscientemente queremos hacerlo. Porque es una salida fácil, pensar que alguien conoce quienes son nuestros enemigos, cuál es el camino que hay que recorrer y saber a quienes tenemos que extirpar.
Pensé entonces, poseído por mi inherente esnobismo, en acercarme y hablarles de la paradoja de Santo Tomás de Aquino, aquella que cuestiona la existencia de un Dios omnipotente. Dice básicamente que, si Dios es omnipotente, debería poder crear una roca que él mismo sería incapaz de levantar pero, si lo hiciera, no sería todopoderoso, al ser incapaz de levantar dicha roca.
A mí me vale cono negación de la existencia de Dios, al menos la de un Dios omnipotente y todopoderoso, claro. Supongo que, de haberme levantado, aquel hombre o alguna de las mujeres que le acompañaba, me hubieran escuchado con una sonrisa franca, contestándome algo imposible de rebatir: Dios es capaz de crear esa roca y al mismo tiempo capaz de levantarla, porque la fe va más allá de cualquier otra lógica, no es algo que podamos explicar, nada sujeto a las reglas de la gramática ni de la comprensión, es algo que sentimos, que sabemos más allá de cualquier consideración, como el niño que está convencido de que nunca crecerá, de que nunca morirá y de haber sido el primero en descubrir aquellos secretos de la naturaleza que a los adultos, debido a su constante repetición, han dejado de parecernos algo especial o único.
Supongo que no puedes convencer a un converso, a alguien que no se rige por la lógica sino que busca en todas partes los hechos que le hagan sentir que aquello que lo que piensan es cierto. No tendría sentido creer si no fuera imposible hacerlo.
No somos muy diferentes a ellos. Nosotros también buscamos agarrarnos a algo o alguien que nos proteja, como haría un Dios omnipotente. Alguien que nos haga sentir que conocemos los engranajes que mueven el mundo, o que hemos depositado nuestra confianza en alguien, un líder político, un populista o un dictador, que los conoce.
O crees en Dios o no crees. Y nosotros tratamos de eliminar la duda de nuestro diccionario, porque toda duda es la señal de que podemos estar equivocados y, en fin, que aquel que tenemos enfrente, contra el que quizá no tenemos nada, que quizá no nos guste ni nos caiga bien, da igual, puede que tenga razón. Y puede entonces que tengamos que replantearnos nuestra visión del mundo.
Personalmente, prefiero la duda a la certeza, porque la duda nos permite ser libres, la certeza no. La certeza nos obliga a negar casi todo lo que escuchamos, para que nuestra visión de las cosas no se derrumbe como un castillo de naipes. Nunca tenemos en cuenta los naipes que hubieran quedado en pie, cerrándonos a la posibilidad de que otro nos pueda ayudar a construir uno más alto. Porque la duda es cultura, y hemos pasado a un punto en que hemos dejado de aspirar a ella porque sólo nos hace sentir inferiores. Hemos llegado al punto en que es más importante ganar la discusión que aprender de ella.
Sin embargo, yo también estoy encerrado en una paradoja, y vuelvo a mirar a Carla. Viene hacia mí, llorando, me dice que se ha dado un golpe en la frente con una esquina, a lo que yo respondo con un beso, que le hace volver a sentirse segura. Pienso en lo mucho que hemos tenido que trabajar en eso, en disolver poco a poco todas las dudas que le acompañaban cuando llegó a notros y conseguir que abrazara la certeza de que siempre estaríamos ahí para quererla, cuidarla y protegerla.
En este caso, preferimos la certeza a la duda, convencidos de que es lo mejor para ella, lo que me lleva a dudar también de mi preferencia por la duda. En fin, lo cierto es que los niños sólo quieren saber que el mundo mañana seguirá siendo igual, seguirán estando sus padres ahí para lo que necesiten y, sobre todo, para escucharles, porque en su verbo habita la magia de las cosas que con los años hemos olvidado.

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