Menuda pieza Joel. Cada día llega más tarde. Hoy a las diez menos cuarto. Encima, vestido todavía con las ropas de la fiesta del día anterior. Vaya pintas. Una camiseta negra sin mangas con un dibujo rojo indescifrable, unos pantalones desgastados y rotos por el paso del tiempo, sandalias con pies negros a juego, sombra de ojos y unas pupilas dilatadas que indican que está todavía bajo los efectos de lo que sea que se haya tomado esta madrugada. Un cuadro vamos.
Le sonrío mientras se acerca. Hoy estoy contenta, tengo una buena noticia y es que por fin voy a dejar este agujero. Mañana es mi último día. Estoy deseando contárselo. Pero aquí no hay tiempo para nada. Un segundo de descanso y una nueva llamada: “Servicio de información VIP. Mi nombre es Adela Jiménez, ¿en qué puedo ayudarle?”. No sé cuántas veces al día repito esta misma frase. A veces, me sale cuando alguien me llama al móvil fuera del trabajo. Le guiño el ojo a Joel y le hago un gesto indicándole que más tarde tenemos que hablar. Él me sonríe mientras se pone los cascos. “Hola Adela, ¿qué tal? Mira a ver si me puedes ayudar con una cosilla. Estoy en Zaragoza y necesitaría un taxi para ir al aeropuerto. ¿Serías tan amable de darme el número de Tele-Taxi”.
“No sólo eso Señor, si me da unos pocos datos puedo encargarle el taxi yo misma”. Mi voz sonaba cercana, amable y sensual, mi fuerte era la sonrisa telefónica. “Dígame a nombre de quién quiere encargar el taxi y dónde y a qué hora quiere que le recojan”. “Pues mira guapa, me llamo Andrés Santana y estoy en el Hotel Palafox, tengo el vuelo a las doce y media. La hora, mmmm, pues no sé. ¿Sabes cuánto tardará más o menos el taxi hasta el aeropuerto?”. “Ahora mismo se lo consulto caballero”.
Guapa. Soy una chica guapa al otro lado de la línea. Supongo que el tío se la cascará en el baño al final de la llamada. Y me imaginará como una teen al estilo Riley Reid, deseosa de meterme su polla en la boca. Quizá vea un vídeo de ella mientras lo hace, cuming on the telephonist, al fin y al cabo su campaña en Twitter es la mejor que he visto nunca: God isn’t real. Now go jerk off to my porn.
Consulto Google Maps.
Origen: Hotel Palafox Zaragoza, Calle Marqués de Casa Jiménez, s/n, 50004 Zaragoza. Destino: Aeropuerto de Zaragoza. Tiempo estimado: 18 minutos.
“Serán unos veinte minutos, Caballero. ¿A qué hora tiene el vuelo?”. “Pues no estoy seguro ahora que lo dices. ¿Puedes mirarme a qué hora sale el vuelo a Madrid”. “Por supuesto, Caballero. Dígame, ¿con qué compañía vuela?”. “Con Vueling”. “¿Localizador?”.
Miro los datos del vuelo. Ese hombre ha cogido un vuelo que sale a las doce y media de Zaragoza y no llegarà a Madrid hasta las siete. Dos escalas, una en Palma de Mallorca y otra en Ibiza. ¿Cuánto tardaría en el llegar el tren?. Pues supongo que en no más de una hora. En fin. Quizá lo reservó con nosotros. Aquí hay gente que no se molestaría en darle la opción de ir en tren por pura desidia. Excepto Joel. Él buscaría el trayecto más largo solo por joder.
Le doy la información. “Nosotros le recomendamos que esté en el aeropuerto una hora antes Caballero ¿Tiene que facturar maleta? ¿Desea que le haga el check-in online?”. El hombre se pone zalamero. “Claro que sí cielo, hazme tú el check-in. ¿Vosotros dónde estáis?”. “En Madrid, Caballero”. “¡Qué casualidad! ¿Tienes algo que hacer el fin de semana?¿Qué te parece si me das tu móvil y te llamo para quedar? Venga, tú me enseñas la ciudad y yo te invito a cenar donde tú quieras, corazón”. Supongo que piensa que por intentarlo no pierde nada. “Lo siento caballero, no nos está permitido dar nuestros datos personales a nuestros clientes”. Donde yo digo vete a tomar por culo, él entiende que hay una invitación a continuar con el flirteo. “Bueno, si el problema es ése no te preocupes, yo no me voy a chivar…”. Me cierro en banda. “Caballero, le voy a poner en espera. Permanezca a la espera mientras realizo unas gestiones”.
Espero un minuto jugueteo con el bolígrafo entre mis dientes. No sé si el flirteo me agrada o no, aunque no puedo negar que me excita la idea de tener un baboso al otro lado de la línea. Joel, que acaba de terminar con una llamada, me mira, y me coge de lleno con metiendo y sacándome el bolígrafo de la boca, y yo, odiándome por ello, noto como me sonrojo. La verdad es que me gustaría follar con él, quizá tener algo más si no fuera porque es un desastre. Pero es tierno e inteligente, no un baboso como el tío de la línea o Jaime, que por suerte hoy no se ha sentado a mi lado, el tío me va detrás dejando el rastro como un caracol, como si fuera a caer a sus brazos sólo porque esté todo el día preguntándome estupideces. “¿Estás bien? ¿Puedo hacer algo por ti? Sabes que para mí eres una chica muy especial puedes confiar en mí para todo lo que necesites”. A ver cómo se lo toma cuando le diga que me voy de aquí para trabajar en una línea erótica en el centro.
Sé que muchos me juzgarán por ello, pero me da igual. Gano mucho más dinero y no tengo que hacer una hora de trayecto hasta aquí. Además, como demuestra mi conversación con el Señor Andrés Santana, se me dan bien los pajilleros. Caigo en la cuenta de que casi me olvido de él. Creo que ya ha pasado el tiempo suficiente para que crea que le he hecho todas esas gestiones. Abro el programa, que me indica que ya han pasado cuatro minutos y treinta y siete segundos de llamada. Apunto: “El cliente pide información sobre el tráfico camino al aeropuerto. Le proporciono la información solicitada. Cojo la llamada en espera: “Caballero, ¿sigue ahí? Le informo que el taxi pasará a recogerle a las once menos cuarto en la entrada del Hotel Palafox con destino al aeropuerto. Una vez allí, podrá recoger su tarjeta de embarque en facturación. ¿Desea algo más”. Como era de esperar me dice que sí, que mi teléfono. Imito una risita tímida de colegiala y me despido. Que te jodan, tío. Suena otra llamada: “Información y ayuda. Mi nombre es Adela Jiménez. ¿En qué puedo ayudarle?”.
Llegaré tarde, otra vez. La tercera esta semana. No tengo remedio, tío. O el problema es Madrid, no sé. Siempre hay algo que hacer, algún garito abierto a última hora. Me prometí que volvería a casa en metro, cogería, como muy tarde el último, el de la una y media. Pero nunca cumplo las promesas que me hago a mí mismo. Acabé llegando a las seis y pico, borracho y teniendo que levantarme a las siete para trabajar.
Ayer acabamos en un puto pub en el que los cabrones permitían pagar con la puta tarjeta de crédito. Ostia puta, me debí gastar unos trescientos euros entre copas y speed, el segundo un mal necesario porque sin él no habría aguantado despierto y no estaría ahora camino del curro.
En fin, que me gasté más dinero del que tenía y recurrí al poco crédito que me quedaba en la tarjeta. No sé cómo voy a llegar a final de mes y, en este momento, totalmente arruinado, corriendo por los pasillos del metro llenos de pintadas y señales equívocas, con la vana esperanza de alcanzar el trasbordo con Renfe para llegar a fer feina a una hora decente, soy la puta imagen viviente del capitalismo.
Perdona, me acelero y me olvido de todo, yo soy Joel, compañero de piso de Bánegas. A él le conocisteis en el capítulo anterior. Soy Joel y voy a perder el puto tren. Y, lo que más me jode de todo, es que en el trabajo me encontraré con la zorra de Teresa y alguno de sus ingeniosos comentarios. Esa guarra se cree que ser la Reina de Saba por trabajar de coordinadora de unos cuantos teleoperadores. No sé cuántos seremos en total, veinte, treinta, quizá cuarenta. No sé, nunca me he parado a contarnos.
Corro por las escaleras mecánicas, arriba y abajo. No puede ser que todas las mañanas haga el mismo trayecto y todas las mañanas me pierda. Casi me choco con una vieja. Me dedica una mirada de absoluto desprecio, sin duda debida a mi atuendo: una camiseta sin mangas y unos pantalones rotos. No tengo remedio. No es la ropa adecuada para ir a trabajar, pero con el subidón no lo he pensado. En realidad nos hacen ir con corbata y chaqueta, sí, en pleno agosto.
Teleoperadores en una oficina en la que nunca entra nadie que visten con chaqueta y corbata, porque MGMA no puede dar mala imagen. Venga ya, no me jodas.
La eterna repetición del absurdo
Debo asumirlo, no voy a llegar a coger el tren. Debería quedarme quieto un momento y pensar. Ir andando y fijarme en las señales. Vísteme despacio que tengo prisa. Aquella marca a unas escaleras que dan al exterior.
Vale, también hay un cercanías parado en el que entra un montón de gente. El tren está en la estación. El tren se irá cuando suba el primer escalón. El tren se irá cuando suba el segundo escalón. El tren… Se ha ido. Subo a la estación. El próximo tren llegará en 14 minutos.
MIERDAAAAA.
Pienso que los apenas ochocientos euros que me pagan no merecen toda esta tensión. Llegaré y la puta vieja frígida me dirá que estoy paseando por la cuerda floja. Tiene razón, pero me da igual. En fin, más me vale relajarme. Sudo como un cerdo.
“Sí, Joel, mejor siéntate y que te dé el aire”. Enciendo un cigarrillo. No sé si está permitido dentro de la estación pero, de todos modos, estamos al aire libre y no molesto a nadie. Se sienta una chica a mi lado. No está nada mal. Tiene unos veintipocos, quizá demasiado joven para mí. Hago todo lo que puedo por evitar hacer el ridículo, pero ya es tarde: no puedo dejar de hablar.
“¿Te lo puedes creer? Casi tardo hora y media para ir a trabajar”. Me mira con cara de que lo que no puede creerse es que invada su intimidad de esta manera. Muevo el culo para acercarme un poquito más. “Soy Joel, encantado”, le doy dos besos en lo que podría considerarse una microviolación. Me ha dicho su nombre muy bajito. No lo he entendido, evidentemente, pero yo a mi rollo. “Hora y media cada día, nada más y nada menos. Te diré una cosa: puede que sea verdad lo que dice mi amigo Luis, que Madrid es un puto agujero en el que todos caemos alguna vez. Pero también te digo que es un agujero enorme, ¿sabes? Llevo casi un año aquí y todavía me pierdo cada poco. Creo que esta ciudad no es para mí”. Patético. Mi mejor recurso para expresarme es el título de una película de Paco Martínez Soria. “Yo, en realidad, soy de Bilbao, ¿sabes? La gente se cree que soy catalán, porque me apellido Verdaguer”. Lo pronuncio sin la erre final, como debe ser. “y mis padres lo eran, pero apenas he pisado la puta Cataluña, es más, no soporto a los putos catalanes con ese sentido de superioridad tan desarrollado. Creen que su mierda huele mejor que los demás, quizá es por eso que hace ya un par de años que no vivo con ellos”. No sé si la chica asiente o mira al suelo. Lo que está claro es que lo que digo no tiene ningún sentido. En realidad mis padres son encantadores.
“Perdona, vaya brasa te estoy contando. Pero vamos, sé hablar un poco de Catalán, una mica, ¿sabes? Creo que en cuanto pueda volveré a Bilbao, esto no es vida, joder. Madrid me estresa, siempre de un lado para otro, siempre tantos planes. Echo de menos la tranquilidad de mi vida anterior. Pero perdona, qué brasa, pobrecita, no te dejo hablar. ¿Tú de dónde eres?”. “Soy de aquí, de Madrid”. Contesta. “Perdona”. Y abre un libro dejándome con la palabra en la boca. Vuelvo a intentar un conato de conversación. Entonces se levanta y se aleja. Me quedo solo mirando a no sé qué. Cuando, de repente, un militar armado se cruza en mi campo visual. Recuerdo que han dicho por las noticias que vigilarían todas las estaciones. No hace mucho entraron dos hombres con ametralladoras en una discoteca en Bélgica. No sé cómo lo hicieron pero consiguieron cerrar todas las puertas de emergencia con cadenas. Entre los tiros y las personas aplastadas habían muerto más de un centenar. Europa estaba en alerta máxima por riesgo de atentado islámico. Como si en algún momento hubiéramos dejado de estarlo.
Cada vez que veo a esos militares me acuerdo del 11-M. Yo no vivía aquí entonces. Han pasado una pila de años. Pero la cosa fue muy fuerte aquí en Madrid. A todo el mundo le afectó mucho y eso, ¿sabes? Creo que se trató, por lo que he hablado con alguna peña, de que aquel atentado contravenía la idea que Madrid tiene de sí misma: La de una ciudad a la que llega gente de todas partes y todos son aceptados y todo eso. Lo cierto es que, trabajes donde trabajes es difícil encontrar gente que sea de aquí. En mi planta creo que hay un par: Luís, Adela y el Gominolo. Bueno, igual hay más, pero ellos dos son los que me suelen acompañar en el tren de vuelta. El caso es que la planta está llena de gente que ha venido buscando un trabajo, independizarse, pagar el alquiler, toda esa mierda. Y lo que la mayoría de nosotros hemos encontrado un trabajo desmotivador, mal pagado, en una oficina ubicada en el culo del mundo.
A lo que se añade la idea de que esta es una ciudad peligrosa, la guerra de Irak y toda esa mierda del Golfo, Israel, Gaza, El Líbano o Afganistán, ya no está tan lejos y cualquiera de nosotros en cualquier momento puede pagar las consecuencias. Es algo que tenemos que tener en cuenta los habitantes de las grandes ciudades. Ya no se trata sólo de un loco con un cinturón de explosivos que puede hacer explotar en cualquiera de las muchas aglomeraciones de personas que hay en esta ciudad. Ni siquiera tienen que ser terroristas entrenados. Cualquiera con acceso a un cuchillo o a una furgoneta puede convertirse en terrorista. Mira sino Barcelona, Niza, Manchester, París o la puta Bélgica ahora.
Y se habla de la islamofobia y toda esa mierda, pero lo cierto es que la cosa no se reduce a eso. Vivir en una gran ciudad supone un peligro inminente para cualquiera de nosotros, porque puedes ir a una discoteca y un sudaca clavarte un cuchillo porque piensa que te ha mirado mal; o un grupo de putos canis empezar a patearte por pensar que has mirado demasiado a la novia de uno de ellos; o un yonki o un camello pincharte por sesenta euros para comprar un poco de heroína; o un grupo de fachas quemarte la casa porque pasas de poner la puta bandera en tu balcón, yo qué sé. Sólo sé que parece que todo el puto mundo ha perdido el norte. Debe ser por algo que echan en el aire.
La eterna repetición del absurdo
Entre un pensamiento estúpido y otro ya me he subido al tren. Estuve también entretenido mirándole el escote a la chica del libro. Rubia, varios años más joven que yo y con escote. Soy un puto tópico, un pajillero machista que debería pedir disculpas al mundo por existir. Por otro lado, lo mismo que todos. El tema es que al final sólo es un escote, quiero decir, puede que al quitarse el sujetador sólo queden unas tetas caídas y un mínimo de cerebro, ya que la tía está leyendo un libro de autoayuda de Osho. Quizá te suene, hace poco en Netflix o HBO, no recuerdo bien, subieron un documental sobre él y una secta que fundó. Me quedó la idea de que todos iban vestidos de rojo y follaban en todos lados.
Mi polla pasó de hincharse como un globo a bajar al nivel Margaret Thatcher y Esperanza Aguirre posando en bikini para la portada de un calendario. Ése era el nivel cuando llegamos a la estación de Tres Cantos. Si Madrid era un puto agujero no sabría que deciros de Tres Cantos. La verdad es que no conocía el pueblo, pues me constaba que allí vivía gente, pero camino de mi trabajo sólo veía locales y oficinas. El típico sitio al que van los gilipollas como yo a ser explotados.
No fui corriendo, ya llegaba más de media hora tarde, el mal estaba hecho. Cuando entré por la puerta me crucé con un Mohamed con corbata que trabajaba conmigo y me dedicó una sonrisa de desprecio, seguro que debido a mi apariencia. Me pregunté si el tío me consideraba basura blanca. ¿Cómo se llamaba? Mi problema es que me invento motes para acordarme de la gente y luego nunca recuerdo sus nombres reales. El tío siempre iba peripuesto: pantalones de pinzas a juego con una chaqueta azul marina, corbata roja y camisa blanca. Todo muy bien planchado para que no pudieran confundirlo con el interventor del tren. Sabía que me consideraba un desastre. Pero qué puedo decir en mi defensa: en realidad lo era. El caso es que me daba igual.
Abrí la puerta de la oficina. Tenía pinta de campo de concentración. Teleoperadores en sus cubículos cerrados contestando llamadas de putos ricos incapaces de buscar información por Internet. Ése era mi trabajo, un número de información de una compañía telefónica que había vendido ese servicio a sus clientes VIP. Toda la información que necesitan a sólo una llamada.
En realidad era normal que nos pagaran tan poco porque no producíamos nada de nada. Sólo nos llamaban y nos preguntaban a qué hora había una obra de teatro o cuándo aterrizaba el próximo vuelo de las Bahamas, incluso a veces para decirles el número de alguna puta en el centro de Madrid o Barcelona. Teníamos que contestar siempre con educación y, por supuesto, en castellano. Ya que una vez, por hacerlo en catalán a un hombre que se me dirigió en esa lengua me llevé una bronca de Teresa.
Una bronca como la que me iba a llevar ahora, pues ya se dirigía directa hacia mí. No hacía falta que me indicara el camino, fui directo a sentarme a la sala de las broncas. Un lugar donde había dos sillas, una mesa y unos paneles que hacían la ilusión de que nadie se enteraría de lo que pasaba allí. Me imagine a aquella vieja comiéndole la polla al Mohamed ahí mismo. Estaba seguro de que aquello significaría para ella cumplir el mayor de sus deseos. Siempre me lo ponía como ejemplo de alguien que lo hacía todo bien. Los demás éramos mierda a sus ojos.
Me tiré sobre la silla como si fuera posible tumbarse sobre ella. El discurso de siempre: “Señor Verdaguer, no es la primera vez que tenemos esta conversación. Estoy harta de sus continuos retrasos. Si no cambia su actitud me veré obligada a tomar medidas”. Hizo una pequeña pausa dramática, mirándome con el mismo gesto serio con el que creía me imponía respeto y continuó: “Además, mire cómo va vestido. Le recuerdo que en esta empresa tenemos unas normas de vestuario que son obligatorias para todos los trabajadores, bla, bla, bla”.
Hice lo mismo que hacía cuando era pequeño y mis padres me echaban la bronca por algo. Quedarme callado y asentir de vez en cuando. Hacer todo lo posible por evitar el conflicto. Calmar a ese oscuro pasajero que había en mi interior, aquel que insistía en que lo que tendría que hacer era mandarle a la mierda, levantarme y dejar aquel trabajo de una vez por todas.
No paraba de repetir una y otra vez, Señor Verdaguerrrrrrrrrrrrrrrr. Supongo que no con una finalidad distinta a la de tocarme los cojones. Pues ya le había explicado varias veces que se pronuncia Verdagué, es una apellido catalán, joder, no es tan difícil de entender. Pensé en interrumpirle, pero para qué, ella seguía desvariando: “Llevo catorce años en este negocio. Si quiere usted llegar a algo, le conviene escuchar mis consejos. Ya tiene abierto un expediente y esta es su segunda falta grave. Si hay una tercera, le despediremos. Por supuesto, sin derecho a indemnización ni a cobrar el paro por ser un despido más que procedente. Porque ya hemos tenido demasiada paciencia con usted, Señor Verdaguerrrrrrrrrrrrrrrr”.
¡Verdagué ostias! Menos mal que no lo dije alto, porque la vieja Urraca tenía pinta de cabreada y yo no me podía permitir dejar de cobrar el paro. No tenía ahorrado un puto duro y aún trabajando vivía algo así como de la caridad de Bánegas, mi compañero de piso.
De todos modos, una cosa tenía bien clara: antes me suicido que pasar catorce años en este trabajo de mierda.
La eterna repetición del absurdo
Sigo cabreándome a medida que me acerco a mi sitio. Cada vez más. “Tranquilo”, me digo, “no merece la pena”. Lo sé, no tenía nada más que decir. Camino entre los puestos buscando un lugar en que sentarme y empezar a coger llamadas. Lo que tiene este trabajo es que te anula completamente. Ni siquiera tienes tu propio lugar ni capacidad de solucionar ningún problema llegado el caso.
No es la primera vez que trabajo de esto. He estado en atención al cliente de compañías telefónicas y el rollo siempre es el mismo. Un programa de ordenador que se activa cuando te llega la llamada, recordándote constantemente que el tiempo pasa y alguien te dará la brasa si te pasas de la media de duración de llamada considerado ideal por algún tipo que en su vida ha tenido que atender el teléfono. Porque de eso trata todo al final, de cumplir una estadística. No construyes nada, pasas las llamadas de un lado a otro a través de la interface y te olvidas. Puede que el problema se solucione al instante o que no lo haga en años, pero da igual: tú nunca te enterarás de ello.
Tu trabajo consiste sólo en coger la llamada. Si, por lo que sea, el cliente está enfadado con la compañía por algún tema que no tiene nada que ver, tendrás que aguantar malas contestaciones, insultos incluso. Pero tú nada, permanece impasible, no es a ti a quien llaman gilipollas, es a la compañía. Tú sólo eres una voz al otro lado del teléfono. No eres nadie. Un simple resorte dentro de este proceso que no sirve para otra cosa que dejar constancia de que alguien ha llamado.
Te sientan en un cubículo. Ahí no puedes ver mucho más que tu ordenador y algún papel que cuelgas con información útil para tu trabajo, pueden ser códigos postales o teléfonos que utilizarías en determinadas situaciones para desviar la llamada. Hay gente que pone también cosas como los dibujos de sus hijos o fotos de playas paradisíacas. Luego te sueltan un rollo tipo el que le suelta Jamie Foxx a la clienta que le mola en su taxi en Collateral. En plan, sí el curro es monótono, no sólo eso, en realidad es una mierda, pero cuando tengo unos segundos me quedo mirando esa foto, me imagino allí y todo se me olvida. Unas vacaciones de puta madre si no fuera porque duran entre cinco y diez segundos y las pasas mirando una puta foto.
Te sientas ahí y recibes una llamada tras otra. Cuelga uno y llega la siguiente, con tal rapidez a veces ni siquiera te da tiempo a apuntar todo lo te ha dicho el cliente porque el programa te ha cerrado la pantalla de la llamada anterior automáticamente. Apenas hablas con nadie. Entre tus compañeras, dado que la mayoría son mujeres, hay alguna con la que tienes buen rollo y eso, pero la mayoría son mujeres amargadas de mediana edad llenas de resentimiento contra la mierda de vida que llevan. Y lo pagan contigo. “¿Me podrías ayudar con esta llamada? Es que me han pedido tal cosa y no sé muy bien qué es lo que tengo que hacer”. “Yo no ayudo a nuevos”.
En parte lo comprendes. Atenderte supone dejar su llamada en espera y aumentar el tiempo de respuesta. Eso hace que les bajen las evaluaciones y perder puestos cuando se les acabe el contrato. Porque lo suyo son contratos de obra y servicio, trabajan quince días o un mes y luego a esperar que suene el teléfono. Quizá en una semana, quizá en un mes. Al final del año pueden haber acumulado entre quince y veinticinco contratos diferentes.
La eterna repetición del absurdo
Encuentro mi cubículo. En el de al lado está Adela, que me recibe con una sonrisa de oreja a oreja. Me cae muy bien Adela. Es divertida e inteligente, no sé muy bien qué coño hace aquí. Me guiña un ojo y me hace señales indicándome que después tiene que decirme algo.
Miro al otro lado. Otra chica sentada a mi lado. Se llama Ángela. Me saluda por obligación, sumando un deje de desprecio a su acento colombiano. Seguro que ella también considera que soy basura blanca. Un puto vago al que le han dado todo hecho desde niño. Nosotros no tenemos que esforzarnos tanto, porque pensamos que esto es temporal, sólo una etapa oscura en el camino hacia la vida próspera y apasionante que creemos que nos corresponde por pleno derecho. Para ellos esto es la vida real, su manera de quedarse en el país. Encontrar un trabajo, pagar el alquiler, aprender cuál es la manera de funcionar aquí, al otro lado del océano Atlántico.
Su objetivo es, en pocas palabras, formar parte del engranaje, acceder a esta sociedad de consumo que nos proporciona infinidad de pequeñas satisfacciones. Por eso se agarran a un trabajo de mierda, para demostrarnos que ésta es la vida que merecen. Se han creído las mentiras del capitalismo, eso del trabajo duro, de la igualdad de oportunidades y la creación de un mundo inundado por una infinita riqueza.
En definitiva, me mira así porque cree que yo tengo todo lo que ella desea y lo estoy desaprovechando. Tal vez tenga razón. Pero lo que no tiene en cuenta, es que ese mundo que ella ansía es el mismo del que yo deseo escapar a toda costa.La eterna repetición del absurdo La eterna repetición del absurdo La eterna repetición del absurdo La eterna repetición del absurdo La eterna repetición del absurdo La eterna repetición del absurdo
Joel no deja de repetirme que tengo que acostarme con otras. Dice que debo olvidarte de una vez. No sé por qué él sigue insistiéndome con ese tema, hace tiempo que no le hablo de ti. Pero él dale que te pego. Desde que te fuiste he perdido algo. Quizá tenga razón, no sé. Si me fuera el tema de la introspección supongo que no sería adicto a los antidepresivos y las benzodiacepinas. Y, si no lo fuera, quizá sintiera una mínima necesidad de mantener relaciones sexuales. No obstante, lo cierto, es que estas benditas píldoras me han acompañado en el proceso de convertirme en la persona que siempre quise ser: una persona altiva y prepotente pero totalmente desconectada de lo que pasa a mi alrededor.
No me cuesta mucho vivir. Me refiero a hacer las cosas normales: un poco de ejercicio, todas la mañanas me paso una hora en la cinta, entre siete mil y ocho mil pasos a bastante buen ritmo; trabajar, de nueve a nueve o diez cada día, ahora ya no soy analista sino jefe de proyecto, lo que es una puta mierda, pero cobro más dinero del que puedo gastar, lo que a alguien tan poco ahorrador como yo, no nos engañemos, le viene muy bien; y como cinco veces al día como recomiendan. La verdad es que no sé quién lo recomienda, pero lo repiten tantas veces que he terminado asumiéndolo como una verdad universal.
Cubro, como puedes comprobar toda la pirámide de necesidades de Maslow, porque flotar como lo hago en esta vida te libera de cosas como la necesidad de ser amado o la de autorealización. ¿El sexo está en la pirámide? La verdad es que ni puta idea, pero da igual: mi medicación también se ocupa de taponar esa necesidad, es más, lo vuelve exasperante. A veces lo intento no te voy a mentir, casi siempre yo solo, pero por más que me la machaco nunca llego a correrme. Es horrible esa sensación. Tratar de sacar de ti toda esa mierda que vas acumulando sin ni siquiera pretenderlo a través de la lefa que sale disparada tras un orgasmo reparador y no conseguirlo nunca. Saber que todo eso, por más que lo hayas sedado, sigue están ahí.
Pero, bueno, ya sabes, cuando estoy bien jodido tengo mis recursos más allá de las drogas. Aunque sepas de lo que te estoy hablando no quiero adelantarme. Creo que este es el momento de empezar a contártelo. Todo aquello que me ha pasado últimamente y que, probablemente, nunca creerás.
Estaba en la cama, apurando los últimos instantes de un sueño. Intentando, sin éxito, volver a entrar en él después haber sido expulsado violentamente por el sonido de las sirenas.
He leído por ahí que las benzodiacepinas te hacen dormir, pero que no tienes sueños ni pesadillas porque inhiben la fase REM del sueño. Ya te puedo decir que eso es mentira. Sueño todas las noches, siempre tengo alguna pesadilla, imágenes vívidas que a veces me acompañan el resto del día. Pero aquella mañana no conseguía recordar. Sólo el sonido de las sirenas y un pitido constante en mis oídos.
Las mismas sirenas que aparecen en las películas de la Segunda Guerra Mundial, en un Londres desolado, instando a los ciudadanos a volver a entrar en los refugios. Creo que esta vez anunciaban una guerra nuclear de alcance global. Últimamente estoy obsesionado con la idea del fin del mundo. Sé lo que me dirás, que yo siempre necesito estar obsesionado con algo. Es cierto, pero, no sé, con eso del cambio climático y auge del populismo creo que esta vez no estoy demasiado desencaminado.
Piénsalo, en serio, ¿no crees que nacimos para eso? ¿Sólo para ser testigos del final? Le he dado muchas vueltas y, si no es así, no entiendo muy bien el sentido de nuestras vidas. Nacimos en el nihilismo, el vacío y la anomía, porque pronto comprendimos que aquello que nos dijeron nuestros padres y aquello que aprendimos en la escuela era mentira. El futuro no será una Arcadia de coches voladores, casas redondas, ecología y trabajos adaptados a nuestras más profundas alteraciones, sino un lugar al que nos dirigimos siendo testigos de la destrucción sin ser capaces de organizarnos mínimamente para detenerla.
En fin, sé que ahora, si estuvieras leyendo esto, se te ocurrirían montones de réplicas. Siempre nos gustó discutir. Siempre te quise, pero parece que nunca fui lo suficientemente bueno para ti. Supongo que por eso te fuiste sin dejar rastro. ¿Verdad? Dicen que ante todo este horror el amor es lo único que puede salvarnos, pero yo creo más bien que se trata del estoque que nos hunde definitivamente.
Perdona, te voy a dejar un momento, creo que debo ordenar un poco mis ideas antes de seguir.
Mis esfuerzos por no salir de la cama fueron vencidos por una voluntad que no sé bien de dónde consigo sacar. Supongo que, por más que me queje, debo reconocer que tengo una vida cómoda. Muchas horas de trabajo y eso pero, a cambio, todos mis caprichos son recompensados y puedo dedicar mis horas libres a mis únicas verdaderas lealtades, es decir, el cine y la literatura. Debo añadir, claro está, las series de televisión, el último refugio de los cinéfilos ante un Hollywood empeñado en las historias de superhéroes y los remakes de películas que ya en su día no tenían la más mínima gracia.
Desayuné una mezcla de cinco cereales valorada en Yuka con un cien de cien, mezclada con atún en aceite de oliva (72) y queso fresco Burgo de Arias (48). Intento seguir una dieta sana, al menos en la primera comida del día, ya que en la comida y en la cena puedo cagarla con un bocadillo de bacon y queso (que no lleva código de barras) o, entre horas, con uno o varios paquetes de donettes (mejor no mirarlo) de marca blanca de los que venden en el supermercado de enfrente del trabajo a tan solo un euro.
Después me tomé un café con leche (90 el café de cápsulas Nespresso y 75 la leche semidesnatada pascual) en la azotea del edificio acompañado de un cigarrillo mientras observaba como, poco a poco, iban encendiéndose las luces de la ciudad. Puedo admirar el amanecer desde un lugar privilegiado y lo hago la mayor parte de los días buenos.
Los días malos me subo al muro y camino, disfrutando de la sensación de poder caer en cualquier momento.
Volví a bajar a casa y me metí en la ducha. Ahí empezó, con el agua de lluvia chocando contra mi cara. Un pequeño temblor, una sombra de inquietud, mi mente entrando en punto muerto y en mi boca el inequívoco regusto del metal. Empezó a faltarme la respiración, perdí el control de mis músculos. Intenté agarrar la botella de gel, pensando que si lograba sujetarla el mundo alrededor dejaría de dar vueltas, pero se me escurrió entre las manos y pronto no tuve siquiera las fuerzas suficientes de mantenerme en pie. Intenté respirar con fuerza, evitando las arcadas, pero acabé vomitando sobre el suelo de la ducha. El vómito mezclándose con el agua y el chorro de sangre que me salía de la nariz yéndose por el desagüe.
“Tranquilo, no pasa nada, no te vas a morir”. Era el mantra que me repetía una y otra vez mientras mi cuerpo temblaba sin llegar a convulsionar. “Sabes lo que tienes que hacer: primero, empezar a controlar tu respiración, poco a poco, respirar con el diafragma, inspira, expira, inspira, expira. Bien. Después coge la tableta de diazepam que siempre dejas en el poyete, detrás de esa crema hidratante corporal Dove (sé que no consigues recordar la puntuación, pero no te preocupes, ése es un motivo nimio para provocar el fin del mundo) que nunca usas y coge cinco comprimidos de cinco miligramos y métetelos bajo la lengua; siéntate y quédate mirando la pared hasta que todo pare”.
Así me quedé, no sé cuánto tiempo. Como es habitual llegaría tarde al trabajo, daba igual: nadie iba a decirme nada puesto que siempre me iba dos, tres o cuatro horas tarde. Y volví a pensar en ti, deseaba que estuvieras ahí para apoyar mi cabeza en tu regazo y dejar que me susurraras una de esas estúpidas canciones con las que sabías hacerme sentir mejor. Pero no estabas, yo estaba sólo y asustado, y tú hace tiempo que consideras inútil cualquier esfuerzo por salvarme.
Así que volví a abrir el agua y con el micrófono de la ducha limpie todo aquello. Las pastillas empezaban a hacerme efecto y mi mente empezaba a reducirse a una velocidad fácil de controlar. Terminé de ducharme y, cuando estuve seco, me dirigí al armario a coger la ropa que tocaba para aquel día. Conoces mi método aleatorio para seleccionar la ropa que me pongo cada día. Bueno, no sé si alguna vez llegaste a entenderlo, pero yo me he esforzado en explicártelo hasta la extenuación.
“Señoras y señores, estamos flotando en el espacio”. Supe que necesitaba algo más, que no era suficiente, así que entré en el whatsapp y busqué la conversación con Evelynn. “Esta tarde quedamos para comer, te haré un hueco entre las dos y las tres. En tu habitación, como siempre. Dime qué quieres comer y de dónde. Haré el pedido en Just Eat para las dos. Estate atenta al timbre. Hasta luego”.
Cuando te fuiste sin contarme nada de lo que había pasado, pensé que lo mejor sería dejar de pensar. Aceptarlo, sin más y seguir adelante con la ayuda de mi medicación. La que me recetan y la que consigo yo por mis propios medios. Aunque es imposible olvidar, no lo es evitar que el recuerdo te duela. En el fondo, somos pura química.
Desapareciste, negándome cualquier posibilidad de salvación, dejándome plantado en el invierno de la noche eterna, aquél del que una vez me rescataste. Desapareciste antes de leer mi carta, aquella en la que te abría mi corazón, explicándote que antes de ti no encontraba sentido a mi vida y tampoco se la encontraba a la de los demás.
Sin embargo, conseguiste pintar puntos rojos en el gris de mi nihilismo. Porque a través de tus ojos todo se veía diferente. Podría decirse que era gracias a ti que crecían flores en este planeta. Llegamos a pensar que nuestras insignificantes vidas dentro de este enorme universo significaban algo por fin. Pero no era así.
Primero vinieron las bromas por tu retraso y después los nervios por la constatación de un accidente. No lo deseamos, lo sé, pero yo lo quise con todas mis fuerzas. Aún existiendo la incógnita acerca de mis posibilidades, lo hubiera apostado todo por aquella personita. ¿Sabes cuántas veces imaginé sus abrazos? ¿Sus manitas diminutas tocando mi cara?
Tu aborto confirmó mis peores temores. No sólo yo pensaba que era perjudicial para todo lo que atraviesa mi campo visual sino que tú también lo hacías. A diferencia de mí, tú siempre supiste que toda esta felicidad fingida tenía fecha de caducidad.
Ahora me empeño en desaparecer pero no consigo hacerlo. Sé que sólo tengo que dar un paso adelante. Todo se ha acabado varias veces ya en mi interior. Pero sigo inmóvil.
Paradójicamente, parezco haber sufrido un ahíto de ganas de vivir después de haber perdido toda esperanza.
Éste es el fin del mundo. Suenan las sirenas anunciando un inminente ataque nuclear. Paseáis por los supermercados y los centros comerciales preguntándoos si merece la pena pasar por caja. Intentáis llamar a vuestros familiares para darles el último adiós, pero no podéis: todas las líneas están colapsadas. Y es ahora, cuando va a suceder lo inevitable, el momento en que os arrepentís de haber votado a aquel loco que tomó la decisión de entrar en guerra con una superpotencia extranjera sólo porque eso le garantizaba un alto índice de popularidad en las redes sociales.
Vosotros, como siempre, aplaudiendo a cualquiera que diga que va a tener mano dura, contra esos estados que llamáis terroristas; o contra los inmigrantes, la gente blanca sin trabajo que cobra alguna ayuda social o, simplemente, contra aquellos que no piensan como vosotros. Necesitabais un enemigo, hasta el final. Ahora mismo.
Y yo desapareceré sin guardaros apenas rencor. Porque vosotros sólo erais una panda de gilipollas. Las clases desfavorecidas que vivíais de la ilusión de ser de clase media. Aunque no tuvierais inteligencia ni un mínimo de cultura. No como nosotros, la verdadera clase media, liberal y comprometida. Aquellos que en nuestra adolescencia escribíamos loas a la muerte, al final de todas las cosas. Los que pasábamos el tiempo convencidos de que daba igual votar o no votar; asistir a manifestaciones o integrarnos en un movimiento social no merecía la pena. Porque el mundo se ha convertido en un lugar hostil e ignorante; un recorrido que hace tiempo ya dejó de merecer la pena. Sólo por vuestra culpa, atajo de imbéciles dispuestos a rendir culto al profeta que anunciaba las verdades que queríais oír. Porque al final sólo se trataba de eso, de vivir de la ilusión de que teníais razón. En todas aquellas diatribas que soltabais en la barra del bar, convencidos de que teníais soluciones fáciles para los problemas complejos.
Convertisteis el orden en desorden. Vuestra imagen de Dios sólo estaba en vuestra cabeza y nunca os parasteis a penar que quizá si esa aberración existirá, tal vez nos hubiera creado con el único fin de divertirse contemplando nuestra autodestrucción. Ya que aquello tuvo que acelerar con un meteorito, aburrido ya de dinosaurios que no hacían más que comerse sus excrementos o los unos a los otros. Fue sólo un experimento inútil. No necesitaba criaturas majestuosas que dominaran la tierra, sino una especie de diminutos seres frágiles que, creyéndose inteligentes, iniciaran la aniquilación de todas las especies que existen en nuestro planeta hasta acabar consigo mismos.
No sé qué criaturas vendrán a sustituirnos. Quizá una especie de cucarachas superdotadas, capaces también de ponerse un cinturón de explosivos en la cintura para suicidarse llevándose consigo las más posibles de su propia especie. Serán un poco más resistentes, pero en todo lo demás como nosotros. Esconderán sus excrementos, detestarán el olor de sus semejantes y sentirán una terrible indefensión cuando se encuentren desnudos frente a otros.
Interpretarán esa fragilidad como el inicio de algo llamado amor. Algo destinado a salvarles a todos. Y sufrirán cuando el amor termine, y volverán a ilusionarse otra vez. Habrá momentos incluso en los que se crean los amos del firmamento, investidos del derecho a cumplir sus sueños. A sentirse únicos en un océano en el que algunas gotas estarán más sucias que otras, pero gotas al fin y al cabo. Solamente capaces de ponerse de acuerdo para producir una ola gigante que arrase con todo. Unas pocas harán fuerza y las demás se dejarán llevar por la corriente.
¿Y después? ¿Seguirá habiendo vida en este planeta? ¿Volverán algún día a crecer las flores? ¿A quién demonios le importa eso ya?
Menos a mí que a nadie. Que me encuentro ya casi al final de mi historia. De nuevo atrapado en aquella habitación naranja. Sin posibilidad de, al menos contemplar el apocalipsis, porque aquí no hay puertas ni ventanas. Siempre aparezco aquí y en algún momento una puerta aparece en algún lugar de la habitación. Siempre cuando mi grado de desesperación alcanza el límite. Pero esta vez no va a ser así, no sólo porque esta vez no soy yo quien va a salir sino ellos los que entrarán en algún momento, sino porque la sirena no deja de sonar en mi cabeza. Recordándome que el fin ya ha llegado y la única opción que me queda en este momento es la de luchar.
No hay muebles en esta habitación. Nada que pueda usar para defenderme, así que cuando uno de ellos, aquellos hombres enfundados en trajes negros estilo película del Quentin Tarantino que todavía conservaba algún talento, los mismos que llevaban días siguiéndome y acabaron encerrándome aquí, cuando el primero de ellos entre por el lugar que sea que aparezca una salida esta vez, saltaré sobre su cara, apretaré sus ojos hacia el interior con todas las fuerzas de que sea capaz, hasta que sus gritos se superpongan a esta sirena que ya me está provocando un agudo dolor de cabeza y mis manos se llenen de sangre.
Pero tardan mucho. Quizá esté ahora en un búnker bajo tierra y la historia que intento contaros no tenga ninguna relevancia. Porque estáis todos muertos, incluso ellos. Y a mí sólo me quedan días de angustia y dolor, hasta morir de hambre mientras mi mente se sigue paseando por los lugares más insospechados.
Intento recordar mis vídeos de música favoritos de los años ochenta. Recuerdo sobre todo a Status Quo, in the army now. Es curioso recuerdo la sensación derrotista pero el vídeo en sí. El caso es que no lo he vuelto a ver desde que era niño. Recuerdo también take on me. Me mimetizo con ese vídeo y empiezo a recordarlo todo dibujado en blanco y negro. Entro en aquel espacio irreal en el que sólo consigo sumergirme bajo el efecto del flunitrazepam. Y soy un niño, dibujando todo lo que recuerdo de aquella época. Porque nosotros nacimos en una generación que, quizá por primera vez, no estaba destinada a alcanzar grandes metas, sino solamente para observar desde la ingravidez un mundo que se destruye a sí mismo.
Lo primero que dibujé fueron los bombarderos, planeando entre las nubes. El sol sonreía hasta que se percató de su presencia. Tenía cuatro años y por eso no pude pintar nada mejor que una cara triste. ¿Recordáis aquellas imágenes? Seguro que las habéis visto mil veces en infinidad de películas. El avión avanza, rompiendo el viento y, al principio, la ciudad se ve muy pequeña, apareciendo poco a poco mientras las nubes se van disipando. Se va haciendo cada vez más grande. Llega un momento en que los monstruos mecánicos se sitúan en el centro de la ciudad y empiezan a soltar su carga letal. Entonces se dibuja una seta gigante y la onda expansiva va destruyendo todo a su alrededor.
Ése fue el fantasma nos aterraba en nuestra niñez y que escondía otro mucho mayor: la crisis. Porque su onda expansiva destruyó las fábricas, condenó a la juventud de nuestros barrios a la precariedad y a la drogadicción. La misma onda expansiva que fue acabando con los dibujos de nuestra niñez. Acabó con las fábricas, algunas de las cuales ya estaban en ruinas; con aquel dibujo de un grupo de obreros unidos contra el patrón. Se borraron las palabras comunidad y solidaridad y fueron sustituidas por el miedo y la rabia contra todo el que es diferente. Y en aquel dibujo todas esas siglas de sindicatos y partidos políticos que la clase obrera pensaba que le defendían fueron perdiendo sentido.
Y entonces yo caminaba en círculos, como muchos otros, pero no eran círculos concéntricos sino una espiral; de estudios que no nos habían servido para nada; de imágenes en los medios de comunicación conservadores, donde los inmigrantes de aspecto islámico caminan con machetes por la calle; de alcohol y heroína; de oficinas llenas de cubículos individuales donde estaba prohibido que los trabajadores hablaran unos con otros; de talleres textiles en el fin del mundo donde aquellas chicas, apenas adolescentes, trabajaban en condiciones de esclavitud; de políticos hablando de flexibilizar el mercado laboral; de esa nueva juventud amenazante que se organiza en bandas en el parque, que cualquier noche uno de ellos puede acercarse a ti y violarte o clavarte varias veces el cuchillo que esconde bajo la chaqueta; de los atentados, los coches llenos de polvo, la personas que buscan sus miembros amputados entre una niebla de polvo; de fascistas levantando el brazo mientras una panda de viejos cada vez más ricos se regocijan; de un mundo en que las reglas ya no tienen sentido porque las cambian a su antojo y únicamente puedes limitarte a la no tan difícil tarea de seguir la corriente y tratar de sobrevivir.
Y ahora dejad que deje de dirigirme a vosotros y me dirija sólo a ella. Porque sobrevivir es eso trataba de hacer yo cuando te encontré. Encontrar un sentido más allá de la supervivencia, algo más allá del dolor que me acompañaba siempre. El mismo que me acompañó desde niño. A pesar de haber nacido en una familia de clase media y haberlo tenido más fácil. De haber encontrado un trabajo muy bien remunerado y vivir en una de esas zonas ricas de la ciudad donde puedes pasear tranquilamente entre gente de tu propia raza.
No podía creer en nada y decidí creer en ti. Había pasado muchos años sometiéndome a rituales de autodestrucción y anomía que me llevaron a encontrarte. A ti, la asombrosa Nina Gold, aunque sepa que ese no es tu verdadero nombre. Decidí ser tu esclavo, entregarte todo lo que tenía y vivir según tus reglas. A cambio prometiste dotar de un sentido a mi existencia. Uno basado simplemente en la satisfacción de tus caprichos y deseos.
Por ti estoy atrapado en esta habitación. Por la necesidad de encontrarte, sentirte, tocarte y salvarte, aunque tú no creas merecer aquella salvación. Yo te la conseguiré, sean cuales sean las consecuencias.
Y ahora caigo en la cuenta de que las sirenas hace un rato que ya han cesado, que puede que no estemos en los albores del fin del mundo sino en el inicio de un nuevo comienzo. Migas de cal empiezan a caer sobre mi rostro. Ahora sé que entrarán por el techo y también sé que no estoy muerto.
Sé que a pesar de ser apenas capaces de mantenernos en pie, todavía nos quedan fuerzas para luchar por aquello en lo que creemos.
Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies