Todo que perder
La luz del sol atravesaba
los cristales de la terminal
e iluminaba nuestros rostros.
Pegábamos nuestros cuerpos,
nuestras pulsaciones se aceleraban
y nos besábamos como si aquel
realmente fuera el final.
Nada aseguraba que hubiera una próxima vez
y nos limitábamos a aprovechar cada momento
como si de verdad fuera el último.
Con melancolía burguesa
recuerdo ahora las habitaciones
pobremente acondicionadas
en las que hacíamos el amor,
una y otra vez. Parando sólo
para alimentarnos de algo
diferente a nuestros
jóvenes y agotados cuerpos.
Hasta que un día tu mirada
se volvió hacia un mundo exterior
diferente a mí,
aún por descubrir.
Y el frío que desprendía
se me metió en los huesos.
Hasta hoy, que todo ha cambiado
ya no cojo ningún avión nervioso por verte
sino deseoso de que ocurra algo
cuando las ruedas se separen del suelo.
Pensando que no estaría tan mal,
que sería indoloro,
si algo fallara
y muriera, cubierto de alcohol,
entre un amasijo de metal candente.
Porque el mundo nos destruyó
y te echo de menos.
Por eso ahora vivo en los aeropuertos,
mendigando un poco de compañía
y comiendo los restos
atrapados en las máquinas de vending.
Y pensando que fuimos tan jóvenes,
lo suficiente como para creernos todas nuestras mentiras
y que ya no quiero ser mayor.
Y que tengo todo que perder,
y que lo haré alegremente
porque ya no estás
y sólo me queda el miedo.
Y escribirte cartas desesperadas,
confusas, donde explicarte fatal
todo lo que siento. Porque a mi
melancolía burguesa,
le queda todo que perder.
Todo que perder.
Aunque a veces piense
que no me queda nada que perder,
excepto el miedo a estar solo.
Nada que perder
excepto el miedo.
Excepto el miedo a estar solo.
Nada que perder.

Entradas sugeridas: