Las luces de Bilbao
Tus palabras se colaron en mi cerebro
y fueron huevos de araña
que se escondieron bajo mi piel.
Mi odio fue alimentándolos
y, hoy, esos pequeños animales
han prometido nunca abandonarme.
Y yo no puedo negarme,
confieso
que echaría de menos
el dolor de tantas picaduras.
A veces su ataque
es tan intenso
que me dejan la piel
en carne vida.
Y recuerdo tu carta
y aquella fría tarde de invierno
en la que la recibí.
Recuerdo la impotencia
de no saber qué hacer
o de saberlo perfectamente
pero no poder hacerlo.
Y Bilbao permanecía impasible,
estirando las luces
de los coches en movimiento
y, recordándonos su oscuridad,
con su lluvia
y la falsa luz cálida de sus farolas.

Y en el puente de Euskalduna
destrocé el papel en mil pedazos,
como era tu deseo.
Y nunca jamás hemos vuelto a hablar del tema.
Quise perdonarte, a veces,
que todo volviera a teñirse de luz entre nosotros
pero no pude hacerlo.
Como si nuestra amistad se hubiera visto
ultrajada por tan maña injusticia.
Como si las víctimas fuesen culpables
de tratar de seguir adelante.
Sea de la manera que sea.
Con el tiempo,
dejé la oscuridad de Bilbao
para recalar en un Madrid que nunca duerme.
Allí me convertí en otra persona,
alejándome de todo,
dejándome únicamente llevar
por las curativas propiedades del veneno.
Sin buscar remedio a mi pena,
sin quererlo,
sólo ahondar en el dolor.
Dime: ¿Cómo puedo perdonarte
si mi mente me repite constantemente
que tengo que hacerlo?
Si son emociones lo que siento,
contrarias a toda racionalidad,
enemigas del silencio.
Quizá ahora seamos más viejos,
menos sinceros
y menos necesitados de esperanza.
Quizá ahora podría dejar de lado
el pasado, centrarme en todo
lo que me gustaba de ti.
Pero soy incapaz de hacerlo.
Porque los dos fuimos víctimas
de una violencia injustificada.
Y, aunque no es verdad,
a veces pienso que fui yo
el que pagó el precio por los dos.
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