Mi mente se degrada, puedo sentirlo, en cada error que cometo y me empeño en negar, cada vez que te ataco sin sentido, al encerrarme en un rincón y gruñir, y aullar como un lobo solitario, hambriento y asustado.
Mi mente es mi único hogar, y cada vez me resulta más difícil sentirme cómodo ahí dentro. A veces pienso que me sustituirá un nuevo inquilino, alguien que me resulta extraño. Tanto, como la persona que habitaba este lugar hace ya veinte años.
Cómo pretendes que te conteste cuando me preguntas cómo estoy. Ya ni siquiera estoy seguro de ser la persona con la que hablas.
Me invade la amnesia y la tristeza. E intento construir recuerdos felices entre los sueños de un mundo que se derrumba. Un mundo sin las agallas suficientes para llevar esa tarea de destrucción hasta el final.
La noche no se decide por la tormenta. Te has ido y el mundo sigue girando, como si fuera posible que lo único importante que ha sucedido resultara indiferente al universo.
Y, de entre todas las mentiras, sólo me pregunto si, desde el lugar en que ya no estás, sigue despierta tu imaginación.
Si pueden volver a tu mente todas aquellas palabras que nunca llegaste a leer. Tantas y tantas cartas de amor que siguen encerradas en un portafolios decorado con rejas de metal.
Siempre pensé que, de haberlas leído, te hubieran parecido ridículas. Te habrías podido incluso reír de la desastrosa manera en que describía mis sentimientos.
Aunque hubieras sigo amable, seguro, como lo ha sido con ese cáncer dejando que se apropiara, una por una, de todas tu células.
Y entre todas las mentiras que han surgido tras la metástasis, pienso, por un momento, que desde allí donde ya no estás has podido leerlas e imaginarnos perdiéndonos en el corazón del casco antiguo y besándonos en cada una de sus sombras.
Tendríamos dieciséis años y toda la vida por delante. A ti ya no queda ningún sueño frustrado, a mí demasiados, pero, entre todas las falsas historias que nos contamos acerca de del otro mundo, todavía conservo la esperanza de que exista una dimensión donde uno de esos sueños por fin se haya cumplido.
Mi mente camina en solitario
por caminos nunca antes recorridos.
Como si me estuviera acercándome al final
y fuera ya incapaz de valorar
la belleza de todo lo que hay a mi alrededor.
Recuerdo a todos aquellos amigos:
los que dejé y los que me dejaron desaparecer,
los que simplemente desaparecieron,
aquellos a los que ahora aplasta la mano de Dios
o se consumen en el fuego del infierno.
Recorro los barrios de las calles tantas veces transitadas.
No me di cuenta, sucedió poco a poco,
pero ahora todo está más limpio, todo es diferente.
Donde buscábamos acción,
allí donde solíamos divertidos.
Todas esas calles han perdido su personalidad.
Y yo he perdido, tanto tiempo, tanta gente,
tantos objetos, tanto valor.
Tanto, todo, mi capacidad de sorpresa
y mi necesidad de luchar contra el mundo.
Aunque sólo lo hiciera desde mi mente,
y todavía así perdiera la mayor parte de las batallas.
Si me permiten la digresión, Antes había un muro delante de mi casa. Solíamos saltarlo, para tirar piedras a los trenes. Un día alguien nos dijo que no lo hiciéramos, que una vez otros chicos hicieron lo mismo, se rompió el cristal y una señora mayor perdió un ojo. Siempre pensé que se trató de alguna anciana que ya no lo necesitaría demasiado. Y seguimos tirando piedras.
Aquél mismo hombre, o quizá otro, porque la mayoría de los amantes de las advertencias suelen estar cortados por el mismo patrón, nos habló de los peligros de la heroína.
Pero nos sentaba tan bien… Nos pinchábamos en parques solitarios, en farolas que emitían luz cálida. Hoy todas las luces son frías, y coincido con el político de turno que tomó la decisión: porque son más elegantes, también aburridas. Como lo es la vegetación y la moderna jardinería que ha acabado con las plantas allí donde solíamos escondernos.
Hoy no hay parques donde esconderse, tampoco, para muchos, oportunidades de cambio, porque acabó el juego, disuelto en el polvo de sus venas y en tanta, tanta, lefa desaprovechada.
Alguna vez me lo he preguntado: si algún día, por el motivo que sea, consigo recuperarme y dejar de lado el deseo de odio y de venganza. Si caigo en la tentación de disfrutar de la vida, ver el vaso medio lleno, hacer deporte, beber menos alcohol, confiar en la gente, ser responsable con la medicación, con sustancias sin receta, etcétera. ¿Qué quedará de mí?
No sé si es genética o circunstancias, pero hay un vacío en mí y no sé si necesito otro. El vacío que consumía a Tom Reagan en Miller’s Crossing; se llenaba a base de sesiones de alcohol nocturnas y un desastroso olfato para las apuestas.
Supongo que al final eligió no llenar ese vacío, decidirse por hacer todas esas cosas terribles en las que pensamos tantas veces. Decidió avanzar hacia ninguna parte, volver al whisky y las apuestas, renunciar a la amistad y al amor. Es probable que no sea una decisión tan difícil cuando, después de todo, en realidad no eres más que un gangster.
A mí me hubiera gustado serlo, aunque creo que nunca estuve ni lo más mínimamente cerca de poder escoger esa opción.
Y llegué a la conclusión, de que son ciertos acontecimientos los que nos han impedido vivir aquella vida feliz que nos hubiera tocado.
Pero es más que eso. Es una pulsión que nos conduce a los mismos hábitos autodestructivos de siempre.
Y supongo que algunos tenemos suerte y el amor nos redime. Y es por ese y no por otro motivo por el que seguimos levantándonos cada día.
No seguir el camino el Tom. No entregarnos. Aunque sea difícil. Aunque cada mañana tengamos que ponernos un disfraz. Aunque nos acostemos con ganas de no despertar. Aunque nos pongamos un disfraz cada mañana.
El que nos permite parecer capaces de afrontar el día y recorrer los cien metros lisos en silla de ruedas. Supongo que sólo lo consigo porque conozco la baraja mejor que nadie y porque tengo la suerte de mi lado.
Y entonces te miro a los ojos y me preguntas “¿Por qué pareces tan ausente?” Yo me digo que pertenezco a un mundo extraño y tú me redimes haciéndome sentir especial. Devolviéndome las ganas de hacer lo correcto. Emprender camino a la estación y empezar de nuevo.
Pero el Dios del antiguo testamento endurece mi corazón y vuelvo a querer ser Tom Reagan, a un nihilismo pegajoso que sólo quiere terminar, de una u otra manera pero consciente de que el vacío es real y en ningún caso merece la pena ignorarlo.
Hace ya algún tiempo, que decidí perderme en un laberinto. Consagrar mi fe en la humanidad sólo a sus creaciones artísticas. Ni a la vida ni al perdón.
Dicen que la caída de una hoja y el asesinato son hechos que, racionalmente, tienen el mismo valor. Quizá, entonces, nuestras mentes se hayan vuelto excesivamente racionales.
No es posible sentir lástima por los asesinos de los asesinos porque, como dice la canción, cuando se aprende a llorar por algo, también se aprende a defenderlo. La cuestión es quien fue el primero en defenderse y por qué tantos de vosotros os ofrecéis al fanatismo de las cárceles, de las ejecuciones, de los campos de concentración.
Quisiera que mi voz fuera tan fuerte, pero no lo es, sólo es una más, no atravesará montañas ni removerá conciencias. Tampoco volverá a confiar en vosotros, de la misma forma que nadie confía en la energía nuclear después de lo de Chernobyl.
Si tú me llamas a mí fascista, yo te lo llamaré a ti. Si dices que soy un asesino, te recuerdo las torturas y la absoluta necesidad del tiro en la nuca De tu nombre, dentro de mi punto de mira. De la cal viva, del asesinato de chavales inocentes . Construid un campo de concentración en cada pueblo consagradlo vuestra ideología de mierda. Ésa misma que no se sostiene porque hace agua por todas partes.
Creo que llegué a esconderme en aquel laberinto, por la misma razón que lo hacéis vosotros. Para no sentir nuestra pérdida colectiva de humanidad. Por no reconocer que sólo somos cerdos, con un origen, peor que el de los cerdos.
No sé quién disparó primero. Pero la vida es demasiado corta para estar siempre cabreado. No sé. Quizá sólo sea el aburrimiento que nos lleve a comprar cualquier doctrina de sado.
Tal vez, sólo seamos una especie destinada a la autodestrucción.
Tal vez sea lo único que nos merecemos.
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