Mis viajes al fin de la noche(XII): Yonqui
Y cuando por fin entendí que, a partir de ahora, debería considerarte una desconocida apareció ella. En una fiesta casual, en algún lugar de la Sierra Madrileña, le escuché decir que estaba deseando dejar su trabajo para volver a estudiar; estaba harta de los horarios imposibles y del turno de noche.
Era hermosa a su manera y desde el punto de vista de todos los que le miraban. No tenía el pelo muy largo, sí ojos de pupilas enormes y labios carnosos, de esos que podía besar sin pintalabios. En ella había sólo un defecto: aquellas mallas con dibujos de yonqui que, cuando empezamos a hablar le critiqué sin descanso.
Establecí una teoría según la cual las mujeres no deberían llevar pantalones porque no lo habían sabido hacer con la suficiente responsabilidad. Su vestimenta había alcanzado dibujos y roturas imposibles, nunca la habían cagado tanto con una falda y casi nunca en su selección de medias. Me gustaban las medias, sobre todo el tacto contra mi sexo. Me pregunté si las mujeres no estarían constantemente excitadas cuando las llevaban y, por suerte, no llegué a decirlo en alto.
Establecí una teoría según la cual ellas llevaban aquel tipo de pantalones sólo por una razón: querían imitar la extrema delgadez de los yonquis, aunque en la mayoría de los casos no lo consiguieran. Y, cuando me encontraba dispuesto a recibir todo el contenido de su vaso en mi rostro, ella sonrío y me llamó gilipollas. Después me dijo que sabía leer la mano y yo le dije que no creía en esas cosas. Me la cogió sin permiso y me dijo que mi línea de la vida no era demasiado larga, que eso está bien porque, de lo contrario, acabas aburriéndote.
Después me dijo que veía un viaje en mi futuro. Me acompañaría ella, en el metro, en dirección hacia su casa, si es que no encontraba nada mejor, claro. Se dio la vuelta y se fue. Y, por mucho que la buscara entre tanta gente, no conseguía encontrarla.
Entonces empezó el espectáculo, porque la fiesta era por lo visto en una casa que compartían un grupo de artistas locos que habían preparado una performance de fuego y marionetas.
Y me aburrí tanto como me he aburrido tantas veces en mi vida. Mostrando indiferencia y habitando, de nuevo, una realidad alterna. Donde alguien me explicaba no una estúpida teoría que había estudiado en la universidad, sino una inventada que me convencía que el arte de la quiromancia tenía absoluto sentido y era infalible.
Que por mucho que quisieras nadar a la contra,
tus designios se iban a cumplir.
Que quedaban sólo unas pocas horas
hasta iniciar nuestro primer viaje juntos.
Y apareciste a las seis,
envuelta en luces de colores.
Yo pensaba en hacerme un llavero con tus ojos,
tú en nuestros cuerpos desnudos,
despegados e insaciables.
Una noche que termina tarde
o un día que empieza pronto.
No me pides que me quede,
pero yo lo hago
y tú no te quejas.
Y la mañana fue como todas las mañanas de domingo.
Estabas boca abajo,
con la espalda desnuda
y desee disponer de tantos días como fueran necesarios
para explorar todos sus rincones.
Respirabas, dormías, eras un milagro.
Y consecuentemente maravillado pensé que, si no se detenía el tiempo, deberíamos levantarnos para comer en algún momento. Y hubiese sido ridículo decirle que después de cuatro palabras y un par de polvos me había enamorado de ella. Entonces quise prometerle sólo una cosa: Ella y yo nunca jamás seríamos dos desconocidos.

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